Se
encontraba próximo el año, el ‘31, próximas las navidades. Ya no habría
nochebuena. Ya no habría batallas ni razones para batallar. Horas de
descontento y una víctima que agonizaría hasta la actualidad. Un viaje tísico.
Aire incierto, salitre corroyendo el metal y, por fin, ya a lo último de la
realidad que nadie nunca sabrá, ahí, la celebración del contrincante.
Siempre
habrá quien celebre por lo irónicamente lamentable; celebraron la caída de
Alejandro Magno, la de Napoleón y la de Atila de los Hunos. La única caída
aparentemente no celebrada fue la de Cristo, pero tres días más tarde hubo
razones para celebrar. Cae la figura y al instante las verdaderas víctimas se
pierden en el olvido. ¿Cuántas almas se evaporan antes de la llegada del ‘31?
Irónico si alguien tuviera la cifra exacta, pero eso no importa, lo que importa
ahora es que Bolívar consiguió la independencia de las cinco Naciones en 1218
viajes y que en el último de ellos tuvo, al menos, la dicha de celebrar la
muerte como es tradición en la humanidad.
Menos
de doce horas y el 17 ya era historia, la fecha que nadie olvidará y en la que
Bolívar cantaba victorias en compañía de María Teresa, el Mariscal de Ayacucho,
aquel general irlandés y el oficial fiel cuyo nombre no importa ahora ni nunca
ha importado.
Seis
horas para acabar el día y Bolívar corría incrédulo ante el semblante de su
oficial, pero enaltecido tras la victoria, el soberano lo animaba porque todo
saldría bien. Su aspecto irreconocible, cada vez más intrigante, le decía al
Libertador que igual no había de qué preocuparse porque mientras estuviera de
pie, habría vida, y mucha, por delante. De pie, O’Leary se mofaba las medallas
y al trote de la despreocupación iba y venía Sucre vitoreando el nombre de su
héroe y la conquista, María Teresa, presumida y orgullosa, bajo la sombra del
manzanero, no apartaba la mirada de su hombre incompartido, fiel a su fragancia,
que había mutado de europea a latina.
Tres
horas y Bolívar seguía turbado por quien hoy nadie recuerda, pero esperanzado
le toma la mano porque ‘todo estaría bien’, ‘estaría bien’, sea al culminar las
horas, sea durante el regocijo que la independencia le tamboreaba en el tímpano.
“-¡Levantad
la mirada, soldado, que tus hijos serán reflejo de tus éxitos!”. Mudo el oficial obedecía a la voz de mando
que se apagaba con el pasar de los minutos.
Una
hora y media, el 18 de diciembre estaba próximo, pero Bolívar hacía planes de
si en Caracas o Bogotá resurgiría el desarrollo postcolombino y si por esclavo
seguiría teniendo o sirvientes queridos a cada lado. No debía perder el tiempo
en pendejadas, hacía mucho que no le hacía el amor a María Teresa. Ya Manuela
no le bastaba. El furor de momento le hizo desnudarse el pecho y con la mano de
oficial preso entre los suyos le bufoneaban las formas en que su mujer lo
complacía y que ni Saenz jamás pudo superar.
Así
pensaba Bolívar entre la tanta felicidad que le provocaba haber culminado la
batalla absoluta por el dominio de Suramérica.
Se
acabaron las horas. El 17 de diciembre de 1830 ya es historia.
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