R. M. Millán

sábado, 5 de diciembre de 2015

SE ACERCA EL ’31. EL 17 YA ES HISTORIA


Se encontraba próximo el año, el ‘31, próximas las navidades. Ya no habría nochebuena. Ya no habría batallas ni razones para batallar. Horas de descontento y una víctima que agonizaría hasta la actualidad. Un viaje tísico. Aire incierto, salitre corroyendo el metal y, por fin, ya a lo último de la realidad que nadie nunca sabrá, ahí, la celebración del contrincante.

Siempre habrá quien celebre por lo irónicamente lamentable; celebraron la caída de Alejandro Magno, la de Napoleón y la de Atila de los Hunos. La única caída aparentemente no celebrada fue la de Cristo, pero tres días más tarde hubo razones para celebrar. Cae la figura y al instante las verdaderas víctimas se pierden en el olvido. ¿Cuántas almas se evaporan antes de la llegada del ‘31? Irónico si alguien tuviera la cifra exacta, pero eso no importa, lo que importa ahora es que Bolívar consiguió la independencia de las cinco Naciones en 1218 viajes y que en el último de ellos tuvo, al menos, la dicha de celebrar la muerte como es tradición en la humanidad.

Menos de doce horas y el 17 ya era historia, la fecha que nadie olvidará y en la que Bolívar cantaba victorias en compañía de María Teresa, el Mariscal de Ayacucho, aquel general irlandés y el oficial fiel cuyo nombre no importa ahora ni nunca ha importado.

Seis horas para acabar el día y Bolívar corría incrédulo ante el semblante de su oficial, pero enaltecido tras la victoria, el soberano lo animaba porque todo saldría bien. Su aspecto irreconocible, cada vez más intrigante, le decía al Libertador que igual no había de qué preocuparse porque mientras estuviera de pie, habría vida, y mucha, por delante. De pie, O’Leary se mofaba las medallas y al trote de la despreocupación iba y venía Sucre vitoreando el nombre de su héroe y la conquista, María Teresa, presumida y orgullosa, bajo la sombra del manzanero, no apartaba la mirada de su hombre incompartido, fiel a su fragancia, que había mutado de europea a latina.

Tres horas y Bolívar seguía turbado por quien hoy nadie recuerda, pero esperanzado le toma la mano porque ‘todo estaría bien’, ‘estaría bien’, sea al culminar las horas, sea durante el regocijo que la independencia le tamboreaba en el tímpano.

-¡Levantad la mirada, soldado, que tus hijos serán reflejo de tus éxitos!”.  Mudo el oficial obedecía a la voz de mando que se apagaba con el pasar de los minutos.

Una hora y media, el 18 de diciembre estaba próximo, pero Bolívar hacía planes de si en Caracas o Bogotá resurgiría el desarrollo postcolombino y si por esclavo seguiría teniendo o sirvientes queridos a cada lado. No debía perder el tiempo en pendejadas, hacía mucho que no le hacía el amor a María Teresa. Ya Manuela no le bastaba. El furor de momento le hizo desnudarse el pecho y con la mano de oficial preso entre los suyos le bufoneaban las formas en que su mujer lo complacía y que ni Saenz jamás pudo superar.

Así pensaba Bolívar entre la tanta felicidad que le provocaba haber culminado la batalla absoluta por el dominio de Suramérica.


Se acabaron las horas. El 17 de diciembre de 1830 ya es historia. 


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