R. M. Millán

sábado, 5 de diciembre de 2015

Inocente hasta que se demuestre lo contrario

-“Vi al hombre sentado junto al arroyo, miraba el cielo con los ojos inundados de lágrimas”-, dijo a su padre con un miedo que el cuerpo no resistía y del que se iba liberando poco a poco a través del sudor que le resbalaba por la espalda. El joven sentía la presión del interrogatorio, la tensión del pudor y la incredulidad de su decisión mientras las palabras del relato se enfilaban para salir sin mostrar las debilidades que sus emociones luchaban por dar a conocer. No quería mostrarse intimidado ante los ojos exterminadores de su padre. Intentaba controlar las manos para restar los roces de la nariz y el cabello. Hablaba con tanta seguridad y aparente ingenuidad que sin que su padre lo notara, se daba cuenta de cuándo su discurso estaba dando resultados a favor y cuándo no.

-“Él no habría notado mi presencia de no haber sido porque yo mismo me acerqué a preguntarle qué hacía ahí en tal estado”-, continuaba el joven con la confesión. El lápiz bailaba de dedo en dedo sin intención de detenerse. De vez en cuando, sacaba  una moneda del bolsillo y la chocaba contra el lápiz bailarín hasta que notaba su presencia y la devolvía al lugar de origen. Incluso la silla que lo sostenía sufría las inquietudes de cada nervio al momento de balancearse hasta que los pies tenían poco contacto con el suelo.

-“Cuando se dio cuenta de que estaba ahí, me pidió que lo dejara solo. Y lo iba a hacer. Pero no porque ya había disminuido mi curiosidad sino porque noté estaba acompañado de esa pistola que reposaba a metros de él”-, confesó el joven apuntando con la mirada un arma plateada calibre cuarenta y ocho sobre el escritorio presa en una bolsa de plástico. El padre incrédulo y herido no apartaba la mirada de él, no darle importancia al arma permanecía inmóvil, la rigidez asomada en su rostro era una evidencia contundente de que lo único que esperaba era la culminación del interrogatorio.

-“Ni siquiera sé su nombre. Nunca antes había visto esa arma. No sabía qué pretendía hacer con ella. Temía a que me dispara al retirarme. Por eso me quedé inmóvil. Cuando ya había decidido retirarme, lo vi agarrar esa cosa. Entonces me habló y me pidió que no dijera nada a nadie, que él no lo había hecho adrede. ¡Ni siquiera había visto el cadáver en el arroyo! ¡¿POR QUÉ TE CUESTA TANTO CREERLE A TU PROPIO HIJO?!”-, preguntó el joven impaciente y alterado. El padre apenas movía la cabeza de un lado al otro con los ojos rojos y húmedos indispuesto a mostrar misericordia.

-“¿Qué hubieras hecho tú en mi posición? Así, en mis zapatos… a mi edad. ¡No me digas que lo habrías resuelto porque sabes que no! Además, él me dijo que no era culpable. ¡Por Dios! Había un cuerpo sin vida en frente de él. ¿Qué se supones que debía hacer? ¿Creerle? ¿Salir a toda prisa y correr el riesgo de que me disparara por la espalda? El hombre parecía un desquiciado, tal y como me has descrito a los hombres que has atrapado en tus redadas y búsquedas de criminales. ¡Había una persona MUERTA con él y un arma a su lado! Sé que cometí un error al tomar el arma. ¡Lo sé! Pero lo hice para tomar el control de la situación y evitar daños mayores.”

-“Tiene tus huellas. ¿Cómo comprobar que no fuiste tú quien acabó con la vida de ambos?”

-“Para eso están los detectives, ¿no?”- respondió el joven en medio de la ira a su padre.

-“Si no tienes cómo demostrar que tu hijo es inocente, entonces deja de pretender que estás haciendo un gran trabajo interrogándome. Ambos sabemos que detrás de esos espejos hay personas escuchando lo que yo te digo. Y todos, incluyéndolos, sabemos que es ridículo esperar que yo haga algo que pueda inculparme, siendo o no culpable. Sé cómo trabajan, padre. Además, soy el único testigo y sospechoso de los hechos. ¡No conocía al hombre ni a la mujer en el arroyo, por Dios! Tienes acceso a todas mis cuentas en las redes sociales, a mi teléfono y todo lo que necesites. No tienen cómo demostrar que yo asesiné a esas personas”.

-“En defensa propia, por ejemplo”.

“Es eso lo que TÚ quieres que yo diga, ¿no? Para demostrar que eres tan bueno en tu trabajo que lograste que tu propio hijo cargara con un crimen que jamás cometió. Buena suerte con tu trabajo entonces. ¡Sal y declárame culpable! Yo seguiré diciendo lo que sé. Él se suicidó porque la consciencia no lo iba a dejar vivir de todas maneras. Ya te lo dije y te lo repito por última vez: el hombre iba a acabar con su viva estando yo ahí o no”.

-“Si ya habías tomado el arma, ¿Cómo es que él pudo dar con ella de nuevo?”

- “Me dijo que la última bala la había disparado cuando, ‘accidentalmente’, hirió a su esposa”.

-“¿Y tú le creíste?”

-“No sé si le creí o reaccioné por miedo, pero ni siquiera me tomé la molestia de revisar el peine”.

-“¿Y entonces acabó con su vida… así nada más?

-“Sí. La agarró y me dijo que me alejara porque se quería suicidar, si no obedecía, me iba a disparar también. Me mostró el peine y, sí, estaba cargada”-. Aunque el joven se había resignado, no se mostraba desanimado. Su padre le había repetido en muchas ocasiones que para ser inocente, sólo hay que demostrarlo sin importar cuál culpable lo sea. Él estaba demostrando de todas las formas posibles que era inocente. El padre estudió el arma y con mucho cuidado retiró el peine. -“Esperemos ahora que este peine diga las mismas palabras que tú. De lo contrario, me encargaré de encerrarte y condenarte personalmente. No me formé como oficial para que mi hijo se divirtiera jugando a ser el criminal. Pasé muchos años de mi vida intentando ser el mejor en mi trabajo para brindarles a ustedes el mejor presente y futuro”.

-“Le dedicaste tanto tiempo a tu trabajo que se te olvidó dedicarle tiempo a tu verdadero rol de vida. Un padre de verdad sacrifica su tiempo para conocer a sus hijos como nadie más nunca los podría conocer. Te agradezco una cosa, padre, cuando tengas los resultados no regreses pidiéndome perdón ni que comprenda tus obligaciones. Si esa idea llega a atravesarte la mente en algún momento, considera tú primero que a quien estás acusando es al mismo que has estado criando desde su nacimiento”.

El padre tomó el peine y se retiró con el eco de las palabras de su hijo resonándole en la cabeza. El orgullo del más pequeño había sido una herencia exacta de su padre, pues quien hubiera salido de la sala de interrogatorios con la última prueba del crimen, regresó minutos más tardes con los ojos aún rojos, pero ahora llenos de lágrimas de arrepentimiento a decirle a su hijo que tenía que marcharse a casa. -“Puede retirarse, ciudadano. –anunció un oficial que había acompañado al padre del acusado durante el interrogatorio.- Se han retirado los cargos en su contra”.

El joven inocente apretó la corbata de su decepción y al levantarse, se sacudió el poco afecto familiar que le quedaba, pero antes de marcharse, estiró con firmeza la mano que su padre no se atrevió a saludar: -“Tienes el mismo semblante del difunto antes quitarse la vida, con el mismo remordimiento que se te asoma en los ojos ahora. No te guardo rencor por esto, padre, pero no me pidas que deposite mi confianza en ti nuevamente. No porque ya no lo quisiera sino porque acabo de darme cuenta de que no fuiste capaz de tan siquiera reconocer el resultado de tu dedicación a la familia”.


El oficial enmudecido, el que dejó caer la lágrima platinada con su placa de alto rango, escoltó al joven hasta el auto y condujo a casa en un viaje acompañado por el silencio más largo que hubiera experimentado en vida. 

1 comentario:

Jose Bracho dijo...

Osea que si fue culpable?