Adrianka
y sus Amazonas
Quien la mira por vez
primera no recuerda haberla visto antes, aunque al menos unas incontables
veces, la precisión de la posición de los ojos de quien más le atraía en el
momento le daba la sensación de presencia que terminaba convenciéndola de que
la ausencia siempre se presentaba apresurada antes que ella misma. Adrianka,
mujer de las aventuras, sin importar de cuáles ni cuántas se trataran, siempre
aventuras, y como buena hija del viento, creyó haberse dado por vencida cuando
las hojas salvajes del Amazonas le silbaban festejando que había llegado a casa
de nuevo.
Cuenta la leyenda, apenas
alterada entre lengua y lengua, que de imperante tenía ella el semblante aunque
de sumisa su complemento entero; Adrianka, la chica mulata de ritmo tamboreño
al andar, conocía las extremidades del sentir, siempre a flor de piel, que más
que un interior desesperado, llevaba ella en cambio un corazón obstinado.
Fácil, podría decirse, que se tratara de un hábito dramático de la chica común
de esta época, pero Adrianka no comprendía los términos de época cuando
intentaba adivinarse entre el antes y después de Cristo, pues la mistura de
color de vida le enseñó una lección muy valiosa: quien mezcla tiene por origen,
épocas tiene por experiencia. Desde el Gardel de la revolución del tango hasta
la Kahlo de la actualidad mejicana, incluso desde el amor colonial, alcanzaba
cualquier pariente suyo a verla bailar un tambor inexplicable que le prensaba
los labios y, hundida en la intranquilidad de su cintura, armaba coreografías herejes
que para los Capetos hubiera sido una excusa más para crear cruzadas más
teñidas que las malcriadeces de Hitler.
Una decisión forzosa
significaba siempre una expresión de lágrimas indiscutible, una necesidad
controversial que acreditaba a algunos el insulto infalible de quien tuviera
que merecerlo además del deseo inderogable de olvidar las desgracias con el
primer trago de cerveza, porque sacrificar el segundo, tercero y otros
venideros, concluiría en más pretextos bañados en lágrimas que le mostraban lo
grande que era como persona, pero lo tan poco que ella creía en esas verdades.
Por eso seguía en el Amazonas, a todos lados que fuera, seguía en el Amazonas,
a toda persona que conociera terminaba hablándole del Amazonas, porque
inconsciente de sus actos, su lucha por dejar el pasado en el olvido le pedía
refuerzo al ver la escasez a su alrededor, fenómeno escamoso y espinoso que le
dejó cicatrices irreparables en el rostro, además de estrías en la espalda que
descubrió cuando ya la piel no tenía reparo alguno. Y cuando por fin comprendió
que no había forma de escapar del Amazonas, tomó la decisión de llevar consigo
un pedazo de sí que sembraría despechada en cada hectárea de terreno ajeno
hasta que nada más quedara de ella el pedazo de pureza inalterable que había
heredado de sus padres.
Se supo de ella cuando ya
no estuvo entre los suyos porque ya no estaba entre ellos; viajó con semillas
de esperanza a tantos lados que sembró bosques de Venezuela más grandes que el
Pacífico y más virgen que Madagascar. Prefería luchar incansable mientras
pudiera evitar el recuerdo. Odiaba recordar y sentir que era lo que era. Lo que
somos. Quiso en muchas ocasiones ser ambiciosa, quiso ser como los demás, quiso
no ser nadie, quiso seguir siendo y entre tanto querer había olvidado lo que se
sentía desear de verdad. Incluso llegó a creer que era tanto lo que deseaba,
que sentía miedo de ser ambiciosa otra vez y caer en un círculo vicioso donde
lo único que cambiaba era el oyente de sus discursos de decepción e incomprensión
de los hechos. Él o ella, siempre dos, preferiblemente, los escogía por energía
y no por condición, pero siempre él o ella acompañaba a Adrianka en las
batallas internas, ambos con el mismo propósito afligido de no hacerle daño
nunca, pero buscando la forma más amigable posible de decirle que no tenía
sentido alguno luchar contra los gigantes que el de La Mancha no pudo derrotar.
No existían y nunca existirán. Maravillas anecdóticas le cruzaban la mente
entre un traslado aburrido y el otro, se reía sola y nadie notaba su felicidad,
pero sí notaron su ausencia con prontitud. Mundo ingrato, pudiera decirles,
pero se le asomaba entre lengua y diente la verdad del mundo y es que mientras
no lo conozcas entero, no estarás en condiciones, nunca, de generalizar tus
tragedias para atribuírselas a él, al mundo, ser más inocente que acarrea las
penumbras deshonrosas de quienes se dan por vencidos. Así se supo de ella,
porque un alma curiosa entró inadvertida a su intimidad después de haberse
marchado y notó un envoltorio de papel arrinconado a un lado de la cama que
nadie más quiso ver por la sorpresa de haber sabido que ya no sabrían de ella.
El papel desenvuelto parecía más bien un confesionario graficado entre la pena
y la urgencia por dejar la identidad física pegada en las letras y dejar la de
verdad florecer como hiedra venenosa hasta convertirse en orquídea de mares de
aguas caribeñas. La carta que su madre más tarde recibió y conservó le revelaba
que:
-La brisa con aroma a
libertad solo se respira cuando vas a mucha prisa por entre las enredaderas de
la selva. Ahora no me preguntes de cuál selva hablo. Yo he sido libre en muchas
ocasiones y por eso es que de nada más recordarlas, la sonrisa se me escapa
inadvertida, la mirada se pierde en medio del recuerdo; cual kinestésica,
prefiero vivir atrapada en el laberinto de mis sentidos y no en la realidad que
me toca admitir por vida. Tan simple como creerme nómada del universo o tan
complejo como no olvidar que pertenezco, de vez en cuando, al ombligo que me
cortaron al nacer. ¡Sé que siempre va a ser así, mamá! Contraponiéndose a mis
ideales, siempre van a estar mis principios, literalmente hablando o en el
sentido que desees interpretarlo. Soy enemiga declarada de la monotonía, pero
mi sangre indígena me otorgó la mejor herencia, la percepción y convicción de
mis propósitos. No apuesto a alcanzar metas sino a contar y recontar las que ya
he alcanzado, por eso es que no creo mucho en mi futuro ni en el destino
escrito o jurado; yo, por el contrario, creo en lo que soy capaz de crear y es
por eso que todo rincón me trae recuerdos inmortales de mi niñez y quizás sea
pura obsesión, pero ya me es inevitable no encontrar una similitud, por muy
sencilla o irrelevante que parezca, de mi lugar de origen; es por eso que no importa
dónde esté, para mí el mundo siempre será una parte desconocida de mi Amazonas.
Adrianka, o hija del
otoño, según su padre, le dieron por nombre para honrar el entorno y
circunstancia que le sirvió de cuna, pero incrédula a tales honores, confiaba más
en las palabras de su madre:
-Adrianka no es ni
siquiera un nombre, hija mía, sino un atributo a tus plegarias. Tu nombre
recolecta la esencia de lo que no fuimos capaces de ser ni hacer, es por eso
que sentirás confusión continua, pero no sacrifiques tus lágrimas por la agonía
e impotencia de no saber a qué les pertenezcan. Déjalas fluir, que el Río
Grande, por muy ofensivo que pretenda parecer, será siempre una vena inofensiva
que nace y muere en el mar. Cuando sientas la inexplicable duda del llanto tocarte,
déjalo salir y compréndelo mientras se retira. Las lágrimas jamás te mentirán,
pero tú sí puedes hacerlo y mucho. ¿Pero sabes qué no solo dice siempre la
verdad, sino que también te delata cuando intentas ocultarla? La sonrisa, hija
mía. No le prestes mucha atención a lo que te corre por dentro del cuerpo
porque a veces él se manifiesta de formas imposibles de comprender, siempre
debes estar a la ofensiva con tu mejor arma: la sonrisa. Adrianka, hija, la
irregularidad de tus pies no son un error de la naturaleza, es de hecho una
proyección de tu jerarquía. Mientras fuiste creándote, ya le habías dicho a tu
naturalidad qué y cómo querías ser. Eres caminante del mundo. ¡Hazme un gran
favor! Sé lo que tengas que ser, pero lleva contigo esto que ves, respira
siempre esto que hay y vive siempre porque así tu nombre nunca morirá.
Su madre la conocía más
que nadie, supo de inmediato que nada le arrebataría la idea de recorrer lo que
tuviera que recorrer hasta llegar a donde sus pies dejaran de sentir que había
vidrios en la superficie. Las palabras de su madre fueron el motor que
acobardaron a la joven Adrianka, pero quién sabe qué la habrá obligado a partir
tan de pronto y sin despedidas, pues lo único que quedó de su partida fue una
declaración esperanzada para una madre que la espera día a día en el Amazonas
de una ciudad en sequía, y ansiosa de nutrirse con lluvias sanadoras que
devuelvan las semillas que Adrianka le arrebató un día y que en todo el mundo
siguen esparcidas.
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