R. M. Millán

sábado, 5 de diciembre de 2015

Lluvia ácida

                -Ayer me decía mi madre que lo peor que pudo haberle pasado en la vida fue haberse interesado tanto en aprender, que mientras más aprendía más grande le parecía el mundo. Al principio me parecía un chiste que alguien tan entregada al aprendizaje me revelara su  secreto después de haberme sometido a tantas torturas por mi rebeldía académica. Me observó incrédula y muda a su revelación me tomó por el cabello que había decidido dejarme crecer por primera vez en 24 años. No diré que me asustó, pero algo, quizás la timidez o la tensión del momento, me hizo guiñarle inocentemente y sin consciencia a mis actos, no fui capaz de esquivar la sensación tan agradable que producen unos cuantos dedos al treparme la cabellera.

                -El compromiso maternal no la hizo olvidarse de sí misma en ningún instante… ¡y cómo lo disfrutaba cada vez que alguien me llamaba cuñada mientras caminábamos las avenidas de Caracas a la hora del almuerzo!  Aunque sin importar qué vista ni cómo, yo siempre la veré hermosa.  Ayer mientras me hablaba pude notar por vez primera el arte de los años plasmado en el pergamino humano que llamamos piel. Ella me miró fijo y me hizo saber que para el individuo que nace en la pobreza, los sueños se reducen incluso más cuando las responsabilidades ameritan identidad.

                -Ya la primera lágrima en asomarse me advirtió que la precisión del discurso no formaría parte de la reunión y que mi capacidad de análisis me llevaría a un único resultado: mi madre, al igual que cualquier otra, sacrificaba su todo por darme las facilidades que ella no tuvo. El único problema era que ni siquiera la dimensión de las facilidades que me obsequiaba sacaba de ella la nostalgia de seguir adelante con su meta de ir a conocer esos países, ciudades y demás lugares, que de seguro, hubiera conocido si un yo no se hubiera convertido en su piedra de tranca.

                -Sin darme cuenta me convertí en la antagonista de la historia. ¡Fuerte!

                -Cuando me alcanzó la mejilla y su lágrima se hubo evaporado debido a las altas temperaturas del orgullo, me dijo en tres claves distintas que aprovechara mi juventud tanto como debía y que me concentrara siempre más en saber que en aprender. Alguna parte de su consejo no me quedó clara, pero no me atrevía a pedirle explicación de lo que su interior iba expulsando porque además estaba seguro que ninguna de las palabras se manifestaba de forma involuntaria. Cada cosa dicha era un pedacito de emoción arrinconado urgido por escapar, que sin importar qué resultado obtuviera, o por muy metafórico, venía desde adentro con una única meta: escapar.

                -Otra lágrima quiso saludarme.

            -Mi madre jamás tuvo miedo de hablarme o contarme con discreción lo que considerara necesario. La diferencia de esta vez se escondía en la incoherencia del momento.

                -Se marchó sin más y me abandonó en la incertidumbre de la habitación, el lugar que nunca ha sabido resolver mis inquietudes cuando la sensibilidad se apodera de mí y me obliga a mojar la almohada con anhelo. Mi reacción más inmediata fue cerrar la puerta y sentarme al frente de la ventana que me dejaba ver la cara de mi verdugo eterno. Intenté de mil maneras comprender el desahogo de mi madre y entre la preocupación y la duda terminé pensando en mi obsesión, en la ausencia perenne de quien debería acompañarme, en las anécdotas perfectas que sólo habían ocurrido en mi imaginación, en los fracasos que, por muy escasos, aplacaban maravillas de una noche compartida que nuestros cuerpos sellaron con besos y vicios; pensaba como todo ser en humano empedernido sin control de sí mismo, que cree sentirse mejor cuando sabe que los demás están bien aunque uno esté mal: mentira más grande. Cuántas veces había apartado mi orgullo nada más para ganar la atención innecesaria de quien sí me importaba para terminar sentado en mi ventana y alborotar las verdades en mi cabeza y confundirlas con las mentiras que me embriagan con el más pequeño sorbo de tentación. Mi madre.

                -Mi madre ha hecho por amor las cosas que cualquier madre haría por su hijo, pero incluso, aunque sintiéndose madre, mi felicidad seguía siendo mía y no de ella. La plenitud de su libertad se había convertido en un chiste desde que supo que yo representaría la cadena que ataría sus pies de por vida. Mi madre me hizo entender de la manera más humana que el amor no sólo puede doler cuando una pareja sufre una decepción, sino que llega a doler más cuando quieres amar, tienes a quien ama, pero no eres quien deseas ser.

                -Ella, la mujer más importante en mi vida, se había escondido entre las páginas infinitas de la cultura y el aprendizaje para lograr olvidar lo que siempre ha sabido: la juventud de sus sueños había quedado atrapada en las noches de concepción, parto y crianza y que el resultado de esa juventud no le devolvería jamás lo que la inmadurez de cada persona aporta al embellecimiento de la cordura.
                -Mi juventud se había resumido siempre en un momento de intensidad carnal, una apuesta, un riesgo tomado o rechazado, un arrepentimiento sádico llamado aventura, un nuevo paso, un color, un olor, una forma, un nombre o una canción. Ha habido tanta diversidad en mis interminables preocupaciones que me cuesta concentrarme en una por más de diez minutos sin, por lo menos, seducir la otra. Pero no mi madre. Ella tiene núcleo y alrededor de su núcleo un círculo vicioso que llevarán siempre el mismo nombre y rostro y que sin lugar a reproches, terminan siendo su prioridad.
                -Mañana me toca partir de casa, de seguro no para siempre, pero sin fecha de regreso. Me aceptaron en la empresa que ambos, mi madre y yo, más anhelábamos. Ciertamente, aceptarlo significaba mi primer gran sacrificio: dejar mi hogar y mis tierras y enfrentarme a un nuevo mundo sin la protección de mi guardián más fiel. Además de eso, me retiro con el riesgo de cruzar la línea de la juventud para adaptarme al nuevo reto que llaman adultez, que obliga a sus recién llegados a resignarse al concepto plano de “realidad”.

                -Las maletas recostadas en el rincón de mi habitación junto a mi chaqueta de viaje me decían que todavía quedaba espacio para algo más, por eso dejé la ventana acribilladora y fui adonde mi madre, tomé su brazo dormido y lo até a mi fidelidad infantil. Ella abrió los ojos e iluminó la habitación de emociones, estrechó su brazo tan fuerte como la incomodidad de nuestros cuerpos le permitió hasta que me propinó un beso en la frente. Le dije que mirara el techo y dibujara con los ojos cerrados la cima del cerro El Ávila, que una vez ahí, acompañada por mi ausencia escuchara el sonido de mi voz; le dije que subiéramos el Roraima, que camináramos los médanos, que nadáramos en Los Roques, que tomara un café en el llano mientras las garzas revoloteaban bajo el azul naciente, que cruzara el Orinoco nadando, que visitara el Puente sobre el Lago, que se cubriera bien en el Pico Bolívar, que mirara la falda del Salto Ángel desde el nacimiento de su cascada, que cargara una anaconda en el Amazonas, que subiera hasta lo más alto del Monumento a la Paz, que desafiara al Caroní, que visitara toda América y demás continentes; le dije que entonces, mientras viajara, escuchara mi primera palabra, que recordara mis primeros pasos, mi llegada de la escuela, mi primera salida nocturna, mis logros que también eran suyos, pero en vez de unirlos todos en mismo cuadro, que atribuyera un escenario a cada escena.

                -La sonrisa infinita dibujada en el rostro de mi madre me hizo saber que estaba preparado para cruzar la línea, pero sus palabras me impidieron continuar:

                -“La niñez y la juventud me van a acompañar siempre que tenga la dicha de saberte con vida, hija, y ese gesto tan inesperado y maravilloso, además de atrevido, que me acabas de regalar no creo que llegue a existir forma alguna, jamás, que logre suplirlos. Sólo el hijo que se da la tarea de aprender a conocer a su madre sabrá lo que ella espera de él sin que palabras más, palabras menos lo digan. ¡No esperes, hija mía, que alguien más que tus propios hijos te regalen la fortuna de sentir un amor tan puro en la vida! Eso es todo lo que una madre quiere y lo único que ustedes podrán darnos a cambio de cualquier cosa que pretendan negociar. No dejes que el peso de tu nueva independencia de cohíba de seguir siendo la niña inocente y sensible que eres, tampoco  permitas que tu dependencia emocional te ate a lo que le hace daño a tu interior”.

                -Mi madre había vuelto a su modo ordinario de sermonearme después de haberla acompañado durante su viaje por el mundo. El reloj marcaba las once y cuarenta minutos, lo suficientemente tarde para irme a dormir.


                -Dormir se me ha hecho imposible desde que llegué a mi habitación. La impaciencia que me provoca el viaje no me deja ni siquiera cerrar los ojos, pero de eso no me preocupo, en el avión tendré tiempo para dormir. Ahora lo importante es que desde hace ya casi cuatro horas sigo sentada en la ventana que por tanto tiempo me había mostrado cómo caía la lluvia ácida de mis recuerdos.

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