-Ayer
me decía mi madre que lo peor que pudo haberle pasado en la vida fue haberse
interesado tanto en aprender, que mientras más aprendía más grande le parecía
el mundo. Al principio me parecía un chiste que alguien tan entregada al aprendizaje
me revelara su secreto después de
haberme sometido a tantas torturas por mi rebeldía académica. Me observó
incrédula y muda a su revelación me tomó por el cabello que había decidido dejarme
crecer por primera vez en 24 años. No diré que me asustó, pero algo, quizás la
timidez o la tensión del momento, me hizo guiñarle inocentemente y sin
consciencia a mis actos, no fui capaz de esquivar la sensación tan agradable
que producen unos cuantos dedos al treparme la cabellera.
-El
compromiso maternal no la hizo olvidarse de sí misma en ningún instante… ¡y
cómo lo disfrutaba cada vez que alguien me llamaba cuñada mientras caminábamos
las avenidas de Caracas a la hora del almuerzo!
Aunque sin importar qué vista ni cómo, yo siempre la veré hermosa. Ayer mientras me hablaba pude notar por vez
primera el arte de los años plasmado en el pergamino humano que llamamos piel. Ella
me miró fijo y me hizo saber que para el individuo que nace en la pobreza, los
sueños se reducen incluso más cuando las responsabilidades ameritan identidad.
-Ya
la primera lágrima en asomarse me advirtió que la precisión del discurso no
formaría parte de la reunión y que mi capacidad de análisis me llevaría a un
único resultado: mi madre, al igual que cualquier otra, sacrificaba su todo por
darme las facilidades que ella no tuvo. El único problema era que ni siquiera
la dimensión de las facilidades que me obsequiaba sacaba de ella la nostalgia
de seguir adelante con su meta de ir a conocer esos países, ciudades y demás
lugares, que de seguro, hubiera conocido si un yo no se hubiera convertido en su piedra de tranca.
-Sin
darme cuenta me convertí en la antagonista de la historia. ¡Fuerte!
-Cuando
me alcanzó la mejilla y su lágrima se hubo evaporado debido a las altas
temperaturas del orgullo, me dijo en tres claves distintas que aprovechara mi
juventud tanto como debía y que me concentrara siempre más en saber que en
aprender. Alguna parte de su consejo no me quedó clara, pero no me atrevía a
pedirle explicación de lo que su interior iba expulsando porque además estaba
seguro que ninguna de las palabras se manifestaba de forma involuntaria. Cada
cosa dicha era un pedacito de emoción arrinconado urgido por escapar, que sin
importar qué resultado obtuviera, o por muy metafórico, venía desde adentro con
una única meta: escapar.
-Otra
lágrima quiso saludarme.
-Mi
madre jamás tuvo miedo de hablarme o contarme con discreción lo que considerara
necesario. La diferencia de esta vez se escondía en la incoherencia del
momento.
-Se
marchó sin más y me abandonó en la incertidumbre de la habitación, el lugar que
nunca ha sabido resolver mis inquietudes cuando la sensibilidad se apodera de
mí y me obliga a mojar la almohada con anhelo. Mi reacción más inmediata fue
cerrar la puerta y sentarme al frente de la ventana que me dejaba ver la cara
de mi verdugo eterno. Intenté de mil maneras comprender el desahogo de mi madre
y entre la preocupación y la duda terminé pensando en mi obsesión, en la
ausencia perenne de quien debería acompañarme, en las anécdotas perfectas que
sólo habían ocurrido en mi imaginación, en los fracasos que, por muy escasos,
aplacaban maravillas de una noche compartida que nuestros cuerpos sellaron con
besos y vicios; pensaba como todo ser en humano empedernido sin control de sí
mismo, que cree sentirse mejor cuando sabe que los demás están bien aunque uno
esté mal: mentira más grande. Cuántas veces había apartado mi orgullo nada más
para ganar la atención innecesaria de quien sí me importaba para terminar
sentado en mi ventana y alborotar las verdades en mi cabeza y confundirlas con
las mentiras que me embriagan con el más pequeño sorbo de tentación. Mi madre.
-Mi
madre ha hecho por amor las cosas que cualquier madre haría por su hijo, pero
incluso, aunque sintiéndose madre, mi felicidad seguía siendo mía y no de ella.
La plenitud de su libertad se había convertido en un chiste desde que supo que
yo representaría la cadena que ataría sus pies de por vida. Mi madre me hizo
entender de la manera más humana que el amor no sólo puede doler cuando una
pareja sufre una decepción, sino que llega a doler más cuando quieres amar,
tienes a quien ama, pero no eres quien deseas ser.
-Ella,
la mujer más importante en mi vida, se había escondido entre las páginas
infinitas de la cultura y el aprendizaje para lograr olvidar lo que siempre ha
sabido: la juventud de sus sueños había quedado atrapada en las noches de
concepción, parto y crianza y que el resultado de esa juventud no le devolvería
jamás lo que la inmadurez de cada persona aporta al embellecimiento de la
cordura.
-Mi
juventud se había resumido siempre en un momento de intensidad carnal, una
apuesta, un riesgo tomado o rechazado, un arrepentimiento sádico llamado
aventura, un nuevo paso, un color, un olor, una forma, un nombre o una canción.
Ha habido tanta diversidad en mis interminables preocupaciones que me cuesta
concentrarme en una por más de diez minutos sin, por lo menos, seducir la otra.
Pero no mi madre. Ella tiene núcleo y alrededor de su núcleo un círculo vicioso
que llevarán siempre el mismo nombre y rostro y que sin lugar a reproches,
terminan siendo su prioridad.
-Mañana
me toca partir de casa, de seguro no para siempre, pero sin fecha de regreso.
Me aceptaron en la empresa que ambos, mi madre y yo, más anhelábamos.
Ciertamente, aceptarlo significaba mi primer gran sacrificio: dejar mi hogar y
mis tierras y enfrentarme a un nuevo mundo sin la protección de mi guardián más
fiel. Además de eso, me retiro con el riesgo de cruzar la línea de la juventud
para adaptarme al nuevo reto que llaman adultez, que obliga a sus recién
llegados a resignarse al concepto plano de “realidad”.
-Las
maletas recostadas en el rincón de mi habitación junto a mi chaqueta de viaje
me decían que todavía quedaba espacio para algo más, por eso dejé la ventana
acribilladora y fui adonde mi madre, tomé su brazo dormido y lo até a mi
fidelidad infantil. Ella abrió los ojos e iluminó la habitación de emociones,
estrechó su brazo tan fuerte como la incomodidad de nuestros cuerpos le
permitió hasta que me propinó un beso en la frente. Le dije que mirara el techo
y dibujara con los ojos cerrados la cima del cerro El Ávila, que una vez ahí,
acompañada por mi ausencia escuchara el sonido de mi voz; le dije que
subiéramos el Roraima, que camináramos los médanos, que nadáramos en Los
Roques, que tomara un café en el llano mientras las garzas revoloteaban bajo el
azul naciente, que cruzara el Orinoco nadando, que visitara el Puente sobre el
Lago, que se cubriera bien en el Pico Bolívar, que mirara la falda del Salto
Ángel desde el nacimiento de su cascada, que cargara una anaconda en el
Amazonas, que subiera hasta lo más alto del Monumento a la Paz, que desafiara
al Caroní, que visitara toda América y demás continentes; le dije que entonces,
mientras viajara, escuchara mi primera palabra, que recordara mis primeros
pasos, mi llegada de la escuela, mi primera salida nocturna, mis logros que
también eran suyos, pero en vez de unirlos todos en mismo cuadro, que
atribuyera un escenario a cada escena.
-La
sonrisa infinita dibujada en el rostro de mi madre me hizo saber que estaba
preparado para cruzar la línea, pero sus palabras me impidieron continuar:
-“La
niñez y la juventud me van a acompañar siempre que tenga la dicha de saberte
con vida, hija, y ese gesto tan inesperado y maravilloso, además de atrevido,
que me acabas de regalar no creo que llegue a existir forma alguna, jamás, que
logre suplirlos. Sólo el hijo que se da la tarea de aprender a conocer a su
madre sabrá lo que ella espera de él sin que palabras más, palabras menos lo
digan. ¡No esperes, hija mía, que alguien más que tus propios hijos te regalen
la fortuna de sentir un amor tan puro en la vida! Eso es todo lo que una madre
quiere y lo único que ustedes podrán darnos a cambio de cualquier cosa que
pretendan negociar. No dejes que el peso de tu nueva independencia de cohíba de
seguir siendo la niña inocente y sensible que eres, tampoco permitas que tu dependencia emocional te ate a
lo que le hace daño a tu interior”.
-Mi
madre había vuelto a su modo ordinario de sermonearme después de haberla
acompañado durante su viaje por el mundo. El reloj marcaba las once y cuarenta
minutos, lo suficientemente tarde para irme a dormir.
-Dormir
se me ha hecho imposible desde que llegué a mi habitación. La impaciencia que
me provoca el viaje no me deja ni siquiera cerrar los ojos, pero de eso no me
preocupo, en el avión tendré tiempo para dormir. Ahora lo importante es que
desde hace ya casi cuatro horas sigo sentada en la ventana que por tanto tiempo
me había mostrado cómo caía la lluvia ácida de mis recuerdos.
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