Don Luis Mijares fue el primer hombre de su familia en nunca
faltarle el respeto a su mujer ni ninguna otra que jamás hubiera conocido. Los
Mijares de antes y los Mijares de después han mantenido viva la única tradición
de no dejar perder entre los escombros de los azotes continuos de la naturaleza
y la sociedad, la herencia que Don Luis Mijares abuelo comenzó el día que tocó
suelo venezolano. Don Luis Mijares abuelo dejó Europa en el pasado tal y como
lo hizo con su identidad. « ¡Eshpañol y punto! »,
respondía asqueado por la intriga de quienes dudaban de su condición de hombre
reservado. « No me vaish a decir que eshte esh “Eshpañol y punto”
con ese semblante de proteshtante y actitud de irlandésh, juraría por mi madre
y la mishmísima Reina que de católico tiene ese lo que yo de monarca», -advirtió un
marino que compartía nave con Don Luis durante su traslado al nuevo mundo.
« ¡No me habléis tú de mala vida, muchacho, que más he recorrido
este mundo!
» -le reprochó Don Luis abuelo a su hijo bastardo un
día cualquiera en el que el adolescente se quejaba de tener que salir a robar
alimento en las parcelas adyacentes a la Güipuzcoana. «¡Cómo quisiera que recibiera él las pedradas y mordidas de perros
a ver si sus viajes se comparan con bajar a la Guayra y volver casi muerto¡ » -repetía
el hijo, Pablo, que por falta de registro legal, a los diecisiete años se
cambió el nombre a Luis Mijares hijo como condición obligatoria para desposar a
Mérida, una prostituta española deprimida que se involucró en el negocio
pecaminoso a los quince y a sus veinticinco seguía siendo virgen, y que por
evitar el suicidio, se aventuró en un viaje al nuevo continente como cocinera
del Habanero. Apenas abandonó la embarcación, prefirió aventurarse sigilosa
entre los montes oscuros de una montaña imperante que escondía un valle muy
mencionado entre carruaje y carruaje en los caminos fangosos de la ciudad.
Mérida y Pablo se conocieron en su ambiente de trabajo por mera coincidencia:
Pablo observaba temeroso los sembradíos para decidir qué y cómo robar para
llevarle a su padre mientras Mérida, sin vergüenza alguna, se acercaba a los
alambrados y estirando el brazo sin preocupación de desangrar o desgarrarse el
trapo que vestía, cavaba la arena y adivinaba las papas y zanahorias que Pablo
ya hacía suyas. La vio desde lejos y la siguió hasta sorprenderla en la
quebrada más próxima, pues, pensaba Pablo que más fácil era robar a la chica
que evitar una mordedura de perro. Así se conocieron Pablo y Mérida, un
encuentro casual a mitad de la quebrada que terminó en rasguños y el desmayo de
Mérida que preocupó tanto a Pablo que terminó cargándola inconsciente hasta la
casa de su padre. «¿Ya te la follasteis, que las has traído a casa? » -se
burló Don Luis Mijares de su hijo antes de dejarle claro que en la casa no
había espacio para más personas. Mérida reaccionó y un año más tarde seguía
rasguñando a Pablo, su esposo, quien ya había adoptado la nueva identidad (Don
Luis Mijares hijo), después de que Don Juan Mijares muriera de un infarto en la
ausencia de su hijo y nuera que trabajaban para traer la comida a casa.
Don Luis Mijares hijo, heredero de las pertenencias de su padre,
llevaba a su hijo a la escuela mientras Doña Mérida Mijares vendía boletos de
ferrocarril en la estación Caracas-La Guaira. Y así pasaron los días durante
los siguientes siete y ocho años. « ¡No me vas a hablar tú de mala
vida, muchacho, que no tuviste a mi padre ni de abuelo! » -enmudeció
Don Luis Mijares, ahora padre, a su hijo Luis, después de que el joven se
quejara de no poder lidiar con las tareas y cargar maletas en la estación del
ferrocarril. Después de que Don Luis Padre le contara a Luis hijo lo que
Don Luis abuelo le había contado durante su juventud sobre mendigar por el
mundo y enterrar su pasado para rehacer una nueva vida, Luis hijo tuvo la
ligera inquietud de que no quería ser como su abuelo ni su padre.
Al terminar la escuela, Luis hijo se despidió de la familia y
después de tanto insistir y llenarse los pulmones de polvo y cemento, consiguió
su primer trabajo legal en el Palacio Federal Legislativo como mensajero por al
menos nueve años hasta que conoció a Doña Federica de León, mujer aburrida de
la modernización de Caracas, que prefería el andar de pocas prendas y el agua intranquila
del mar y los ríos. « ¡Me voy a casar! » -celebró
Luis hijo con sus padres el día que les presentó a Doña Federica de León. La
futura señora de Mijares recorría la casa intranquila, esperando que en
cualquier momento Luis hijo la invitara a conocer las famosas playas de Macuto
y recorrer descalza la popular y recién construida Plaza de las Palomas.
Incluso desde la falda de Galipán, Doña Federica de León creía escuchar el mar
chocar contra los barcos. « ¡Hasta que por fin me lo dices! » -aceptó
Doña Federica de León la invitación de su prometido, ansiosa por intercambiar
el ruido de las cacerolas por las de la briza costeña que siempre quiso adoptar.
« ¡Aquí nos casaremos, Luis! » -le ordenó risueña Doña Federica
de León a Don Luis Mijares una tarde en la que el sol apuntaba directamente a
la fachada de la Iglesia San Sebastián de Maiquetía. « ¡Aquí nos casaremos y bautizaremos los que tengamos que bautizar! » -le
gritaba Doña Federica de León al complacido Don Luis Mijares, que la veía
correr hasta adentro de la imponente estructura católica que imitaba otras
estructuras frecuentadas de la época. Pocos fueron los invitados al bautizo de
la primogénita de Don Luis y Doña Federica Mijares, pero acogedora la celebración
que realizaron en casa de Don Luis
Mijares abuelo, terreno que había crecido a lo ancho y largo después de que de
Don Luis Mijares hijo comprara un par de parcelas con sus ahorros y los de su
esposa a un comerciante mejicano despavorido por el terremoto de 1900 y que
estaba pronto a regresar a su país; la compra la realizaron un año antes de que
las autoridades locales les exigieran el pago obligatorio que los imperios
inglés, alemán e italiano seguían exigiendo al puerto de la Guaira.
Doña Mérida Mijares acompañaba tanto a la pequeña María Teresa
Mijares de León hasta el punto de esperarla hasta la salida de la escuela por
miedo a que los prófugos de la Revolución Libertadora se pronunciaran contra
las autoridades del Litoral como ya se venía escuchando desde 1903.
« ¡Luis, querido, María Teresa
tendrá un hermanito pronto!
» -le reveló Doña Federica Mijares a su esposo al confirmar
su segundo embarazo. Nació Luis Cuarto, así con nombre registrado en la
jefatura de Maiquetía, el mismo día que Luis Mijares segundo murió. El embarazo
estuvo acompañado de síntomas insoportables y riesgos que el médico consideró
más bien evitar tanto por el bienestar de Doña Federica como de Luis Cuarto. El
pequeño Luis Cuarto fue creciendo a la misma velocidad de la explotación
petrolera, curioso e hiperactivo se involucraba en cuantas actividades
escuchaba y a los trece años de edad creyó conocer la sensación de libertad que
su padre le había contado que su bisabuelo y abuelo tuvieron en vida y que él
mismo seguía gozando por haber nacido hijos únicos. María Teresa Mijares de
León se había marchado al occidente con hambre de desarrollo y contribución
social, con planes de participar en la modernización y el avance, aspectos que
su madre había criticado en presencia y ausencia de todos desde que podía
recordar. Luis Cuarto alcanzó tal popularidad que a sus dieciocho años se la
pasaba dando discursos en escuelas y demás instituciones sobre las ventajas de
ser venezolano, siempre agradeciendo a su amistad con el hijo del ministro de
turno de La Guaira, hasta que enamoró a punta de elocuencias a Frau Waltz, hija
de emigrantes alemanes que habían escapado de Berlín antes de la invasión a
Polonia. Luis Cuarto era el típico caraqueño
nacido en cualquier parte del país que no fuera Caracas, que se mofaba de
piropos cada vez que explicaba las complejas estrategias económicas que
ubicaban a Venezuela entre los pilares del mundo durante y después de la crisis
del ‘29. Su orgullo era tal que durante la inauguración de la autopista
Caracas-La Guaira se ofreció para dar el sermón de augurio, además de cruzar
ambos viaductos a pie en compañía de Pérez Jiménez, « ¡Pregúntenle a los presos si este
puente se va a caer!
», -vociferaba el enaltecido Luis Cuarto Mijares mientras cruzaba
los viaductos. Como gesto de agradecimiento, el Presidente se encargó de que le
equiparan un apartamento con tecnología de punta en una de las torres que
adornaban la entrada de la parroquia Raúl Leoni hoy día conocida como los
Bloques de 10 de marzo, nombre que responde a la fecha del natalicio de quien
fuera uno de los más grandes ilustres de la región guaireña, José María Vargas,
presidente, médico y primer rector de la Universidad Central de Venezuela, casa
que licenció a Luis Cuarto con el título de sociólogo y abogado.
Apenas acababa de graduarse de abogado Luis Cuarto Mijares de León
cuando le propuso matrimonio a su novia alemana, Marie Waltz. Luis Cuarto pasó
la mayor parte de su vida en Caracas, pero después de la inauguración de la
autopista Caracas-La Guaira decidió regresar a su ciudad natal y vivir con su
esposa en casa de los Mijares en la falda del cerro el Ávila, Galipán. Marie
disfrutaba inmensamente visitar Galipán, pero cuando sentía el calor de La
Guaira, le imploraba a Luis Cuarto que volvieran a la Colonia Tovar a pasar
días en casa de sus padres. Entre ir y venir, Luis Cuarto no se cansaba de
repetir que él mismo había cruzado ambos viaductos y que Pérez Jiménez era un
gran amigo suyo. Marie le concedió a Luis Cuarto la dicha de ser padre de un
par de morochos que criaron en casa de los Mijares durante la temporada de
clases y la Colonia Tovar en vacaciones y fines de semana hasta que los
morochos Luis Alberto y Luis Felipe Mijares Waltz, con más pinta de alemanes
que españoles emigrantes, alcanzaron edad suficiente para vivir solos en el
apartamento que Pérez Jiménez le había obsequiado a su padre. El día de la
mudanza, Luis Cuarto compartió con sus hijos, en presencia de su esposa Frau
Mijares, las anécdotas que su padre, Luis Mijares tercero, le contó sobre él, sobre
Luis Mijares padre y sobre Luis Mijares abuelo.
Luis Alberto se mudó a Caracas a los veintitrés años después de
conseguir un contrato sustancioso como profesor de Historia en la universidad
Simón Bolívar; Luis Felipe terminó el bachillerato y después de recibir la herencia
inesperada de su tía, decidió dedicarse a la pescadería. « ¡Hermano, esa tía de nosotros dejó petróleo, pero como que nunca
supo que éramos dos porque en el testamento dice Luis Felipe Mijares Waltz nada
más; apenas tenga acceso al dinero, yo corro con los gastos de tu boda! ¡Lo
mejor es que te dediques a mantener el apellido Mijares con vida porque ya
sabemos que aquí el que preña eres tú! », -le ofreció Luis Felipe a Luis Alberto
como regalo de navidad un veinticinco de diciembre mientras observaban, en compañía
de la cuñada, a los niños de la región montar sus bicicletas durante las misas
de aguinaldo. « ¡Eres un desgraciado suertudo! », -le agradeció
Luis Alberto bañado de lágrimas de alegría a su hermano. Tal y como lo
prometió, Luis Felipe se hizo cargo de cualquier gasto que fuera necesario para
que la boda de su morocho fuera perfecta y como si no fuera poco, le obsequió
un par de boletos a Aruba por su luna de miel. Desde entonces, para Luis
Felipe, Aruba había pasado a ser la isla de la fertilidad que bendijo a su
hermano con la dicha de concebir, no uno sino cinco hijos.
El cuarto de los cinco habría sido el primer varón de la última
generación de los Mijares, pero el susto del ‘67 le provocó un aborto inmediato
a Berta de Mijares, esposa del morocho Luis Felipe. Se escuchaban noticias de
posibles réplicas o maremotos en las costas del país, el estrés lo obligó a
ocultarse en casa de los Waltz en la Colonia Tovar por al menos dos meses hasta
que Luis Alberto empezó a extrañar el mar y la pesca. Los morochos y su familia
regresaron a La Guaira. Tres años después del terremoto Berta sorprendió a los
morochos con un nuevo embarazo, el varón venía en camino. Cuando el nuevo Luis
de la familia nació, Luis Felipe, en secreto, redactó un testamento donde le
dejaba a su sobrino todo lo que hubiera sido suyo y de su tía María Teresa
Mijares de León alguna vez, pero como condición, debía asegurarse de que a sus
hermanas no les faltara nunca nada. Luis Alberto se dedicó a contarles a sus
hijos las historias que su padre le había contado sobre el abuelo Luis Mijares
al llegar en una embarcación española y otras anécdotas heroicas y melancólicas
después de que Luis Felipe tío perdiera la vida en el incendio de Tacoa,
catástrofe que acabó con la vida de residentes, cuerpos bomberiles y demás
voluntarios que incluía a muchos de los pesqueros de la región. Nunca se dejó
de hablar del incendio de Tacoa en La Guaira ni en cualquier otro lado del
territorio venezolano. Luis Alberto murió de un infarto y Berta de tristeza
poco antes del Caracazo. La hermana mayor de Luis Felipe sobrino se encargó de
reestructurar la casa de los Mijares, ahora menos frecuentada; la segunda de
las hermanas conoció a un beisbolista que acababa de ser firmado para jugar con
los Cardenales de Lara, y la tercera intercambiaba estadía entre la Colonia
Tovar y los Bloques de 10 de Marzo, siempre indispuesta a residir en Caracas
tras haber experimentado el levantamiento contra Carlos Andrés.
Luis Felipe Junior conoce a Adriana, amiga de la menor de sus
hermanas y exparticipante del Miss Venezuela, anécdota que no dejó de repetir
en su primera visita al apartamento de los Mijares en 10 de Marzo. «¡Esa corona era mía, pero todos estamos conscientes de que el papá
de esa chama compró el evento!
». Adriana se excusaba cada vez que podía y visitaba las playas del
Shératon donde se reunía con Luis Felipe sobrino y una que otras veces con su
cuñada. En el ‘98, Luis Felipe sobrino la invitó al club de yate de Caribe y en
conspiración con el staff de su restaurant favorito, y en presencia de sus
hermanas, le propuso matrimonio a Adriana. Casi un año duraron los preparativos
y en octubre del año siguiente se casaron.
«¡Estas lluvias me tienen muy preocupada, Luis Felipe! », -le advertía
Adriana a su esposo un diciembre oscuro que opacó a una Guaira que despertó
días más tarde sepultada en peñascos y arenas que la lluvia le había arrebatado
al Ávila. La casa de los Mijares había perdido más de la mitad del terreno y un
miembro muy apreciado de la familia. Lo que los venezolanos todavía conocen
como la Guaira pasó a ser un estado, Vargas. Los hermanos Mijares se encargaron
de restaurar lo que pudieron en la casa de Galipán, y cada mes se reunían ahí a
recordar las veces que su padre, Luis Alberto Mijares Waltz, les contaba sobre
las vivencias de los Luis que les antecedían.
Luis Felipe sobrino nunca se lamentó por haber tenido solo una
hija, pero muy en el fondo le costaba no sentirse culpable por no haber podido
traspasarle a otro Luis la tradición que había nacido hacía más de cien años en
una familia y que sin intención alguna había sabido mantener. Su hermana mayor
nunca tuvo hijos. La segunda de sus hermanas dio a luz a dos varones que
entrenaron para que fueran los mejores beisbolistas de su generación. Adriana
se aburrió de vivir en los Bloques de 10 de Marzo y después de que quedó
embarazada, le pidió a Luis Felipe sobrino que aprovecharan para mudarse a la
Colonia Tovar. Luis Felipe lo consultó con su hermana, que solo bajaba a la
Guaira para reunirse con sus hermanos en Galipán, ella, como era de esperarse,
les comentó que era lo mejor que podían hacer. Vargas seguía literalmente bajo
tierra y un bebé no podía llegar al mundo en tales condiciones. Luis Felipe
renunció a su trabajo en una de las aduanas del Puerto Litoral Central y se fue
definitivamente con Adriana a una de las casas de los Waltz en la Colonia
Tovar. Su hermana, la esposa del beisbolista, bendecida con el talento de sus
hijos, emigró tras conseguir que uno de ellos fuera admitido en una universidad
extranjera gracias a una beca deportiva.
Los Mijares empezaban a reducirse. El 2002 le trajo a la menor de
las Mijares recuerdos similares a los de 1994, que le invadieron el cuerpo de
terror y la cabeza de incertidumbres. « ¡No puedo, Luis! ¡De verdad, no
puedo quedarme!
», -fueron las palabras de despedida que recibió Luis Felipe sobrino
a cambio de un -« ¿Segura que no te quieres quedar? »- después de que la voz de una mujer
indicara el abordo al avión que trasladaría a la angustiada hermana a Europa.
«¡Los únicos que faltan somos nosotros, Luis Felipe! », -reclamó
Adriana en abril de 2013, impactada al ver a su hija de casi catorce años
pegada al televisor lamentando resultados que una niña ni siquiera comprendía
una generación antes. Luis Felipe Mijares Waltz sobrino, último de los Mijares,
dio la discusión por terminada y dispuesto a mantener viva la tradición del
primero de los Luis Mijares, esperó la oportunidad perfecta para regresar por
última vez a la casa de los Mijares en Galipán, allí estuvieron por al menos
dos o tres días más esperando que el día de su partida por fin llegara.
Los boletos de viaje indicaban que debían apresurarse al
Aeropuerto Internacional de Maiquetía Simón Bolívar para tomar un vuelo que
primero haría parada en La Guardia, Nueva york. Una voz nada familiar les decía
en inglés que el vuelo a España ya estaba próximo, los Mijares continuaron con
su ruta hasta que después de varias horas llegaron a Barcelona. No había
parientes ni contactos. No había nada familiar más que el idioma que seguía
chocándoles un poco. Había de todo, pero no tenían nada. Luis Felipe sobrino
miró la Fuente de la plaza de España con tal detenimiento que se perdió entre
las líneas de los arcos por un momento y en un intento por recuperar los ánimos
que él mismo daba por perdidos, se puso de pie, de frente a su esposa e hija: -«¿Ya conocen la historia de Luis
Mijares, el español que zarpó al nuevo continente a mediados de 1800, sin nada
en el bolsillo, sin familia ni pasado, sin nada más que estrategias de
supervivencia y esperanzas?
», -les dijo mientras se acomodaba la niña a un lado de la plaza
interesada en la charla, -«Pues, bien…»-, continuó Luis Felipe Mijares sobrino con la historia del español
aquel, indetenible y sin aburrimiento alguno, que fue pasando de generación en
generación, incluso a sus nietos que más Mijares que guaireños se sentían, y
que a través de las repetidas, y a veces inventadas anécdotas, fue mostrándoles
a sus oyentes lo bonito de La Guaira y Caracas en una narración cargada de
sentimientos que se enredaba con un recuerdo que le rompía el alma; Luis Felipe
recordó que mientras miraba desde la ventana del avión, las montañas que
cubrían el litoral se perdían en la distancia sin perder la esperanza de que
alguna le hablara y le pidieran que regresara a Galipán, donde la solitaria
casa de los Mijares seguía esperándolos.
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