R. M. Millán

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Luis Mijares 1800-2000

Don Luis Mijares fue el primer hombre de su familia en nunca faltarle el respeto a su mujer ni ninguna otra que jamás hubiera conocido. Los Mijares de antes y los Mijares de después han mantenido viva la única tradición de no dejar perder entre los escombros de los azotes continuos de la naturaleza y la sociedad, la herencia que Don Luis Mijares abuelo comenzó el día que tocó suelo venezolano. Don Luis Mijares abuelo dejó Europa en el pasado tal y como lo hizo con su identidad. « ¡Eshpañol y punto! », respondía asqueado por la intriga de quienes dudaban de su condición de hombre reservado. « No me vaish a decir que eshte esh “Eshpañol y punto” con ese semblante de proteshtante y actitud de irlandésh, juraría por mi madre y la mishmísima Reina que de católico tiene ese lo que yo de monarca», -advirtió un marino que compartía nave con Don Luis durante su traslado al nuevo mundo.

« ¡No me habléis tú de mala vida, muchacho, que más he recorrido este mundo! » -le reprochó Don Luis abuelo a su hijo bastardo un día cualquiera en el que el adolescente se quejaba de tener que salir a robar alimento en las parcelas adyacentes a la Güipuzcoana. «¡Cómo quisiera que recibiera él las pedradas y mordidas de perros a ver si sus viajes se comparan con bajar a la Guayra y volver casi muerto¡ » -repetía el hijo, Pablo, que por falta de registro legal, a los diecisiete años se cambió el nombre a Luis Mijares hijo como condición obligatoria para desposar a Mérida, una prostituta española deprimida que se involucró en el negocio pecaminoso a los quince y a sus veinticinco seguía siendo virgen, y que por evitar el suicidio, se aventuró en un viaje al nuevo continente como cocinera del Habanero. Apenas abandonó la embarcación, prefirió aventurarse sigilosa entre los montes oscuros de una montaña imperante que escondía un valle muy mencionado entre carruaje y carruaje en los caminos fangosos de la ciudad. Mérida y Pablo se conocieron en su ambiente de trabajo por mera coincidencia: Pablo observaba temeroso los sembradíos para decidir qué y cómo robar para llevarle a su padre mientras Mérida, sin vergüenza alguna, se acercaba a los alambrados y estirando el brazo sin preocupación de desangrar o desgarrarse el trapo que vestía, cavaba la arena y adivinaba las papas y zanahorias que Pablo ya hacía suyas. La vio desde lejos y la siguió hasta sorprenderla en la quebrada más próxima, pues, pensaba Pablo que más fácil era robar a la chica que evitar una mordedura de perro. Así se conocieron Pablo y Mérida, un encuentro casual a mitad de la quebrada que terminó en rasguños y el desmayo de Mérida que preocupó tanto a Pablo que terminó cargándola inconsciente hasta la casa de su padre. «¿Ya te la follasteis, que las has traído a casa? » -se burló Don Luis Mijares de su hijo antes de dejarle claro que en la casa no había espacio para más personas. Mérida reaccionó y un año más tarde seguía rasguñando a Pablo, su esposo, quien ya había adoptado la nueva identidad (Don Luis Mijares hijo), después de que Don Juan Mijares muriera de un infarto en la ausencia de su hijo y nuera que trabajaban para traer la comida a casa. 

Don Luis Mijares hijo, heredero de las pertenencias de su padre, llevaba a su hijo a la escuela mientras Doña Mérida Mijares vendía boletos de ferrocarril en la estación Caracas-La Guaira. Y así pasaron los días durante los siguientes siete y ocho años. « ¡No me vas a hablar tú de mala vida, muchacho, que no tuviste a mi padre ni de abuelo! » -enmudeció Don Luis Mijares, ahora padre, a su hijo Luis, después de que el joven se quejara de no poder lidiar con las tareas y cargar maletas en la estación del ferrocarril.  Después de que Don Luis Padre le contara a Luis hijo lo que Don Luis abuelo le había contado durante su juventud sobre mendigar por el mundo y enterrar su pasado para rehacer una nueva vida, Luis hijo tuvo la ligera inquietud de que no quería ser como su abuelo ni su padre.

Al terminar la escuela, Luis hijo se despidió de la familia y después de tanto insistir y llenarse los pulmones de polvo y cemento, consiguió su primer trabajo legal en el Palacio Federal Legislativo como mensajero por al menos nueve años hasta que conoció a Doña Federica de León, mujer aburrida de la modernización de Caracas, que prefería el andar de pocas prendas y el agua intranquila del mar y los ríos. « ¡Me voy a casar! » -celebró Luis hijo con sus padres el día que les presentó a Doña Federica de León. La futura señora de Mijares recorría la casa intranquila, esperando que en cualquier momento Luis hijo la invitara a conocer las famosas playas de Macuto y recorrer descalza la popular y recién construida Plaza de las Palomas. Incluso desde la falda de Galipán, Doña Federica de León creía escuchar el mar chocar contra los barcos. « ¡Hasta que por fin me lo dices! » -aceptó Doña Federica de León la invitación de su prometido, ansiosa por intercambiar el ruido de las cacerolas por las de la briza costeña que siempre quiso adoptar.

« ¡Aquí nos casaremos, Luis! » -le ordenó risueña Doña Federica de León a Don Luis Mijares una tarde en la que el sol apuntaba directamente a la fachada de la Iglesia San Sebastián de Maiquetía. « ¡Aquí nos casaremos y bautizaremos los que tengamos que bautizar! » -le gritaba Doña Federica de León al complacido Don Luis Mijares, que la veía correr hasta adentro de la imponente estructura católica que imitaba otras estructuras frecuentadas de la época. Pocos fueron los invitados al bautizo de la primogénita de Don Luis y Doña Federica Mijares, pero acogedora la celebración  que realizaron en casa de Don Luis Mijares abuelo, terreno que había crecido a lo ancho y largo después de que de Don Luis Mijares hijo comprara un par de parcelas con sus ahorros y los de su esposa a un comerciante mejicano despavorido por el terremoto de 1900 y que estaba pronto a regresar a su país; la compra la realizaron un año antes de que las autoridades locales les exigieran el pago obligatorio que los imperios inglés, alemán e italiano seguían exigiendo al puerto de la Guaira.

Doña Mérida Mijares acompañaba tanto a la pequeña María Teresa Mijares de León hasta el punto de esperarla hasta la salida de la escuela por miedo a que los prófugos de la Revolución Libertadora se pronunciaran contra las autoridades del Litoral como ya se venía escuchando desde 1903.

« ¡Luis, querido, María Teresa tendrá un hermanito pronto! » -le reveló Doña Federica Mijares a su esposo al confirmar su segundo embarazo. Nació Luis Cuarto, así con nombre registrado en la jefatura de Maiquetía, el mismo día que Luis Mijares segundo murió. El embarazo estuvo acompañado de síntomas insoportables y riesgos que el médico consideró más bien evitar tanto por el bienestar de Doña Federica como de Luis Cuarto. El pequeño Luis Cuarto fue creciendo a la misma velocidad de la explotación petrolera, curioso e hiperactivo se involucraba en cuantas actividades escuchaba y a los trece años de edad creyó conocer la sensación de libertad que su padre le había contado que su bisabuelo y abuelo tuvieron en vida y que él mismo seguía gozando por haber nacido hijos únicos. María Teresa Mijares de León se había marchado al occidente con hambre de desarrollo y contribución social, con planes de participar en la modernización y el avance, aspectos que su madre había criticado en presencia y ausencia de todos desde que podía recordar. Luis Cuarto alcanzó tal popularidad que a sus dieciocho años se la pasaba dando discursos en escuelas y demás instituciones sobre las ventajas de ser venezolano, siempre agradeciendo a su amistad con el hijo del ministro de turno de La Guaira, hasta que enamoró a punta de elocuencias a Frau Waltz, hija de emigrantes alemanes que habían escapado de Berlín antes de la invasión a Polonia. Luis Cuarto era el típico caraqueño nacido en cualquier parte del país que no fuera Caracas, que se mofaba de piropos cada vez que explicaba las complejas estrategias económicas que ubicaban a Venezuela entre los pilares del mundo durante y después de la crisis del ‘29. Su orgullo era tal que durante la inauguración de la autopista Caracas-La Guaira se ofreció para dar el sermón de augurio, además de cruzar ambos viaductos a pie en compañía de Pérez Jiménez, « ¡Pregúntenle a los presos si este puente se va a caer! », -vociferaba el enaltecido Luis Cuarto Mijares mientras cruzaba los viaductos. Como gesto de agradecimiento, el Presidente se encargó de que le equiparan un apartamento con tecnología de punta en una de las torres que adornaban la entrada de la parroquia Raúl Leoni hoy día conocida como los Bloques de 10 de marzo, nombre que responde a la fecha del natalicio de quien fuera uno de los más grandes ilustres de la región guaireña, José María Vargas, presidente, médico y primer rector de la Universidad Central de Venezuela, casa que licenció a Luis Cuarto con el título de sociólogo y abogado.

Apenas acababa de graduarse de abogado Luis Cuarto Mijares de León cuando le propuso matrimonio a su novia alemana, Marie Waltz. Luis Cuarto pasó la mayor parte de su vida en Caracas, pero después de la inauguración de la autopista Caracas-La Guaira decidió regresar a su ciudad natal y vivir con su esposa en casa de los Mijares en la falda del cerro el Ávila, Galipán. Marie disfrutaba inmensamente visitar Galipán, pero cuando sentía el calor de La Guaira, le imploraba a Luis Cuarto que volvieran a la Colonia Tovar a pasar días en casa de sus padres. Entre ir y venir, Luis Cuarto no se cansaba de repetir que él mismo había cruzado ambos viaductos y que Pérez Jiménez era un gran amigo suyo. Marie le concedió a Luis Cuarto la dicha de ser padre de un par de morochos que criaron en casa de los Mijares durante la temporada de clases y la Colonia Tovar en vacaciones y fines de semana hasta que los morochos Luis Alberto y Luis Felipe Mijares Waltz, con más pinta de alemanes que españoles emigrantes, alcanzaron edad suficiente para vivir solos en el apartamento que Pérez Jiménez le había obsequiado a su padre. El día de la mudanza, Luis Cuarto compartió con sus hijos, en presencia de su esposa Frau Mijares, las anécdotas que su padre, Luis Mijares tercero, le contó sobre él, sobre Luis Mijares padre y sobre Luis Mijares abuelo.

Luis Alberto se mudó a Caracas a los veintitrés años después de conseguir un contrato sustancioso como profesor de Historia en la universidad Simón Bolívar; Luis Felipe terminó el bachillerato y después de recibir la herencia inesperada de su tía, decidió dedicarse a la pescadería. « ¡Hermano, esa tía de nosotros dejó petróleo, pero como que nunca supo que éramos dos porque en el testamento dice Luis Felipe Mijares Waltz nada más; apenas tenga acceso al dinero, yo corro con los gastos de tu boda! ¡Lo mejor es que te dediques a mantener el apellido Mijares con vida porque ya sabemos que aquí el que preña eres tú! », -le ofreció Luis Felipe a Luis Alberto como regalo de navidad un veinticinco de diciembre mientras observaban, en compañía de la cuñada, a los niños de la región montar sus bicicletas durante las misas de aguinaldo. « ¡Eres un desgraciado suertudo! », -le agradeció Luis Alberto bañado de lágrimas de alegría a su hermano. Tal y como lo prometió, Luis Felipe se hizo cargo de cualquier gasto que fuera necesario para que la boda de su morocho fuera perfecta y como si no fuera poco, le obsequió un par de boletos a Aruba por su luna de miel. Desde entonces, para Luis Felipe, Aruba había pasado a ser la isla de la fertilidad que bendijo a su hermano con la dicha de concebir, no uno sino cinco hijos.

El cuarto de los cinco habría sido el primer varón de la última generación de los Mijares, pero el susto del ‘67 le provocó un aborto inmediato a Berta de Mijares, esposa del morocho Luis Felipe. Se escuchaban noticias de posibles réplicas o maremotos en las costas del país, el estrés lo obligó a ocultarse en casa de los Waltz en la Colonia Tovar por al menos dos meses hasta que Luis Alberto empezó a extrañar el mar y la pesca. Los morochos y su familia regresaron a La Guaira. Tres años después del terremoto Berta sorprendió a los morochos con un nuevo embarazo, el varón venía en camino. Cuando el nuevo Luis de la familia nació, Luis Felipe, en secreto, redactó un testamento donde le dejaba a su sobrino todo lo que hubiera sido suyo y de su tía María Teresa Mijares de León alguna vez, pero como condición, debía asegurarse de que a sus hermanas no les faltara nunca nada. Luis Alberto se dedicó a contarles a sus hijos las historias que su padre le había contado sobre el abuelo Luis Mijares al llegar en una embarcación española y otras anécdotas heroicas y melancólicas después de que Luis Felipe tío perdiera la vida en el incendio de Tacoa, catástrofe que acabó con la vida de residentes, cuerpos bomberiles y demás voluntarios que incluía a muchos de los pesqueros de la región. Nunca se dejó de hablar del incendio de Tacoa en La Guaira ni en cualquier otro lado del territorio venezolano. Luis Alberto murió de un infarto y Berta de tristeza poco antes del Caracazo. La hermana mayor de Luis Felipe sobrino se encargó de reestructurar la casa de los Mijares, ahora menos frecuentada; la segunda de las hermanas conoció a un beisbolista que acababa de ser firmado para jugar con los Cardenales de Lara, y la tercera intercambiaba estadía entre la Colonia Tovar y los Bloques de 10 de Marzo, siempre indispuesta a residir en Caracas tras haber experimentado el levantamiento contra Carlos Andrés.

Luis Felipe Junior conoce a Adriana, amiga de la menor de sus hermanas y exparticipante del Miss Venezuela, anécdota que no dejó de repetir en su primera visita al apartamento de los Mijares en 10 de Marzo. «¡Esa corona era mía, pero todos estamos conscientes de que el papá de esa chama compró el evento! ». Adriana se excusaba cada vez que podía y visitaba las playas del Shératon donde se reunía con Luis Felipe sobrino y una que otras veces con su cuñada. En el ‘98, Luis Felipe sobrino la invitó al club de yate de Caribe y en conspiración con el staff de su restaurant favorito, y en presencia de sus hermanas, le propuso matrimonio a Adriana. Casi un año duraron los preparativos y en octubre del año siguiente se casaron.

«¡Estas lluvias me tienen muy preocupada, Luis Felipe! », -le advertía Adriana a su esposo un diciembre oscuro que opacó a una Guaira que despertó días más tarde sepultada en peñascos y arenas que la lluvia le había arrebatado al Ávila. La casa de los Mijares había perdido más de la mitad del terreno y un miembro muy apreciado de la familia. Lo que los venezolanos todavía conocen como la Guaira pasó a ser un estado, Vargas. Los hermanos Mijares se encargaron de restaurar lo que pudieron en la casa de Galipán, y cada mes se reunían ahí a recordar las veces que su padre, Luis Alberto Mijares Waltz, les contaba sobre las vivencias de los Luis que les antecedían.

Luis Felipe sobrino nunca se lamentó por haber tenido solo una hija, pero muy en el fondo le costaba no sentirse culpable por no haber podido traspasarle a otro Luis la tradición que había nacido hacía más de cien años en una familia y que sin intención alguna había sabido mantener. Su hermana mayor nunca tuvo hijos. La segunda de sus hermanas dio a luz a dos varones que entrenaron para que fueran los mejores beisbolistas de su generación. Adriana se aburrió de vivir en los Bloques de 10 de Marzo y después de que quedó embarazada, le pidió a Luis Felipe sobrino que aprovecharan para mudarse a la Colonia Tovar. Luis Felipe lo consultó con su hermana, que solo bajaba a la Guaira para reunirse con sus hermanos en Galipán, ella, como era de esperarse, les comentó que era lo mejor que podían hacer. Vargas seguía literalmente bajo tierra y un bebé no podía llegar al mundo en tales condiciones. Luis Felipe renunció a su trabajo en una de las aduanas del Puerto Litoral Central y se fue definitivamente con Adriana a una de las casas de los Waltz en la Colonia Tovar. Su hermana, la esposa del beisbolista, bendecida con el talento de sus hijos, emigró tras conseguir que uno de ellos fuera admitido en una universidad extranjera gracias a una beca deportiva.

Los Mijares empezaban a reducirse. El 2002 le trajo a la menor de las Mijares recuerdos similares a los de 1994, que le invadieron el cuerpo de terror y la cabeza de incertidumbres. « ¡No puedo, Luis! ¡De verdad, no puedo quedarme! », -fueron las palabras de despedida que recibió Luis Felipe sobrino a cambio de un -« ¿Segura que no te quieres quedar? »- después de que la voz de una mujer indicara el abordo al avión que trasladaría a la angustiada hermana a Europa.

«¡Los únicos que faltan somos nosotros, Luis Felipe! », -reclamó Adriana en abril de 2013, impactada al ver a su hija de casi catorce años pegada al televisor lamentando resultados que una niña ni siquiera comprendía una generación antes. Luis Felipe Mijares Waltz sobrino, último de los Mijares, dio la discusión por terminada y dispuesto a mantener viva la tradición del primero de los Luis Mijares, esperó la oportunidad perfecta para regresar por última vez a la casa de los Mijares en Galipán, allí estuvieron por al menos dos o tres días más esperando que el día de su partida por fin llegara.


Los boletos de viaje indicaban que debían apresurarse al Aeropuerto Internacional de Maiquetía Simón Bolívar para tomar un vuelo que primero haría parada en La Guardia, Nueva york. Una voz nada familiar les decía en inglés que el vuelo a España ya estaba próximo, los Mijares continuaron con su ruta hasta que después de varias horas llegaron a Barcelona. No había parientes ni contactos. No había nada familiar más que el idioma que seguía chocándoles un poco. Había de todo, pero no tenían nada. Luis Felipe sobrino miró la Fuente de la plaza de España con tal detenimiento que se perdió entre las líneas de los arcos por un momento y en un intento por recuperar los ánimos que él mismo daba por perdidos, se puso de pie, de frente a su esposa e hija: -«¿Ya conocen la historia de Luis Mijares, el español que zarpó al nuevo continente a mediados de 1800, sin nada en el bolsillo, sin familia ni pasado, sin nada más que estrategias de supervivencia y esperanzas? », -les dijo mientras se acomodaba la niña a un lado de la plaza interesada en la charla, -«Pues, bien…»-, continuó Luis Felipe Mijares sobrino con la historia del español aquel, indetenible y sin aburrimiento alguno, que fue pasando de generación en generación, incluso a sus nietos que más Mijares que guaireños se sentían, y que a través de las repetidas, y a veces inventadas anécdotas, fue mostrándoles a sus oyentes lo bonito de La Guaira y Caracas en una narración cargada de sentimientos que se enredaba con un recuerdo que le rompía el alma; Luis Felipe recordó que mientras miraba desde la ventana del avión, las montañas que cubrían el litoral se perdían en la distancia sin perder la esperanza de que alguna le hablara y le pidieran que regresara a Galipán, donde la solitaria casa de los Mijares seguía esperándolos.

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