R. M. Millán

martes, 15 de diciembre de 2015

EL HERMANITO DE MARCOS


Un animal doméstico, un amigo fiel, un descuido desastroso, un compañero leal. Tantas cosas pudieran decirse de los perros, muchos son los testigos que dan fe del compromiso, la entrega de los canes a los seres humanos; un vínculo que para muchos es más bien caprichoso, aunque para otros es tan real como el amor de un familiar.
Marcos amaba a su perro, y pudiera dar fe de que el amor era mutuo, por eso no perdió tiempo y corrió en busca de leche tibia al ver a Obby cabizbajo, apenas rozando la taza de agua vacía y el plato de comida volteado al otro extremo cuyas iniciales desgastadas por el sol murmuraban O-Y desde lo lejos.
Marcos sabía que muy a pesar del entusiasmo de su mascota, Obby también esperaba a cambio gestos traducidos en abrazos explosivos y exclusivos como el movimiento de la cola o un salto inofensivo, pero bien calculado, sobre el regazo de su amo, gestos que en su ausencia jamás recibió.
Marcos se aproximó sudado e inhalando el vapor de la leche, Obby seguía inmerso en la pesadez, en su poco ánimo por jugar.
Marcos consentía a Obby incluso más que a su hermano menor, queien lo veía con cara de culpa desde la puerta que apuntaba hacia el comedor. No quería, no se atrevía a mirar a Marcos a los ojos, mucho menos a Obby después de haberle ofrecido el jugo letal de su agonía.
Las pulsaciones de Obby disminuían, Marcos lo había notado. El pequeño sólo quería un poco de atención.
‘La leche tibia corta el efecto del veneno’, recordaba Marcos las sugerencias de su abuela durante una anécdota similar en su niñez. Pero por mucho que le hubiera vertido la leche a las fuerzas, el raticida ya había reclamado los nervios y órganos más vulnerables de Obby.
Marcos se dio por vencido, supo que ya era tarde, y a la espera del último aliento de Obby, conversaba con sus padres sobre qué lugar resultaría más apropiado para que, al menos, tuviera un sepelio digno por parte de la familia. No hubo lágrimas ni mayor pesar, pero sí remordimientos en la cabeza del pequeño que, indispuesto a continuar con la carga, confesó antes de la cena la causa de la muerte de Obby.
Marcos se reconfortó al enterarse que su hermano había sido el verdugo de Obby en un incontrolado acto de celos, pero no se sentía reconfortado por la muerte sino porque mientras esperaban la llegada de su esposa, se gestaba una noticia que prefirió dejar para otra ocasión. El día transcurrió como cualquier otro.
Meses pasaron desde la muerte de Obby y desde que el hermanito de Marcos había iniciado un tratamiento psiquiátrico que le ayudaría a controlar la depresión y elevar la autoestima. ‘Está sanando’, consideró Marcos después de saludar a su hermanito durante una llamada telefónica. Y entonces hizo saber a la familia que un nuevo miembro estaba por nacer.

Los padres celebraron el nacimiento junto a Marcos y su esposa, excepto por el pequeño hermanito que tuvo que conformarse en casa con un par de postales que usó para adornar el espejo de clóset.  



sábado, 5 de diciembre de 2015

SE ACERCA EL ’31. EL 17 YA ES HISTORIA


Se encontraba próximo el año, el ‘31, próximas las navidades. Ya no habría nochebuena. Ya no habría batallas ni razones para batallar. Horas de descontento y una víctima que agonizaría hasta la actualidad. Un viaje tísico. Aire incierto, salitre corroyendo el metal y, por fin, ya a lo último de la realidad que nadie nunca sabrá, ahí, la celebración del contrincante.

Siempre habrá quien celebre por lo irónicamente lamentable; celebraron la caída de Alejandro Magno, la de Napoleón y la de Atila de los Hunos. La única caída aparentemente no celebrada fue la de Cristo, pero tres días más tarde hubo razones para celebrar. Cae la figura y al instante las verdaderas víctimas se pierden en el olvido. ¿Cuántas almas se evaporan antes de la llegada del ‘31? Irónico si alguien tuviera la cifra exacta, pero eso no importa, lo que importa ahora es que Bolívar consiguió la independencia de las cinco Naciones en 1218 viajes y que en el último de ellos tuvo, al menos, la dicha de celebrar la muerte como es tradición en la humanidad.

Menos de doce horas y el 17 ya era historia, la fecha que nadie olvidará y en la que Bolívar cantaba victorias en compañía de María Teresa, el Mariscal de Ayacucho, aquel general irlandés y el oficial fiel cuyo nombre no importa ahora ni nunca ha importado.

Seis horas para acabar el día y Bolívar corría incrédulo ante el semblante de su oficial, pero enaltecido tras la victoria, el soberano lo animaba porque todo saldría bien. Su aspecto irreconocible, cada vez más intrigante, le decía al Libertador que igual no había de qué preocuparse porque mientras estuviera de pie, habría vida, y mucha, por delante. De pie, O’Leary se mofaba las medallas y al trote de la despreocupación iba y venía Sucre vitoreando el nombre de su héroe y la conquista, María Teresa, presumida y orgullosa, bajo la sombra del manzanero, no apartaba la mirada de su hombre incompartido, fiel a su fragancia, que había mutado de europea a latina.

Tres horas y Bolívar seguía turbado por quien hoy nadie recuerda, pero esperanzado le toma la mano porque ‘todo estaría bien’, ‘estaría bien’, sea al culminar las horas, sea durante el regocijo que la independencia le tamboreaba en el tímpano.

-¡Levantad la mirada, soldado, que tus hijos serán reflejo de tus éxitos!”.  Mudo el oficial obedecía a la voz de mando que se apagaba con el pasar de los minutos.

Una hora y media, el 18 de diciembre estaba próximo, pero Bolívar hacía planes de si en Caracas o Bogotá resurgiría el desarrollo postcolombino y si por esclavo seguiría teniendo o sirvientes queridos a cada lado. No debía perder el tiempo en pendejadas, hacía mucho que no le hacía el amor a María Teresa. Ya Manuela no le bastaba. El furor de momento le hizo desnudarse el pecho y con la mano de oficial preso entre los suyos le bufoneaban las formas en que su mujer lo complacía y que ni Saenz jamás pudo superar.

Así pensaba Bolívar entre la tanta felicidad que le provocaba haber culminado la batalla absoluta por el dominio de Suramérica.


Se acabaron las horas. El 17 de diciembre de 1830 ya es historia. 


A MILLION SENSES MEET

A million senses meet,
A thousand colors combine;
I walk up each step of a ladder
And think of the horizon
Waiting ahead on top.
A million petals fall,
A thousand hands fail the catch,
Pretending flowers rather than beauty
Have the satisfactory purpose
Of dressing every human’s ground
With future blackish pitty
At the mercy of a ghost.
A million words rush the mouth of a victim
A thousand guilties push down the victims from the risk
While a steady number of sea waves
Crush the rocks turning them to sand.
A million tortoises egg the season,
A thousand crabs prepare for lunch
Running and caving out the flakes
Of shields of snails
Flavored and digested back in fall.
A lonely smell comes across each morning
“-It’s time you wake up”, sounds in my nose,
The song of nature rings with the tears
That both my eyes celebrate with joy.
The air brings stative life much closer
And glum my fingerprints silently,
My skin gets thicker, paler, stronger
I lose my color to despair.
I know there’s something
That yet is missing,
Not that I miss it,
Yet I realize it,
I know there’s a million stuff
I’ll see when I reach the top
Of the ladder.
Even when I think
I skip one step over impatience
But the closer I get to observe the horizon
The more vulnerable my senses become,
Despite the innumerable spectrums
 I’ll bump into on my way up.
There will always be the excuse
Of climbing,
Of reaching,
And glory-bathing
When on top of the ladder
A million senses meet.



Lluvia ácida

                -Ayer me decía mi madre que lo peor que pudo haberle pasado en la vida fue haberse interesado tanto en aprender, que mientras más aprendía más grande le parecía el mundo. Al principio me parecía un chiste que alguien tan entregada al aprendizaje me revelara su  secreto después de haberme sometido a tantas torturas por mi rebeldía académica. Me observó incrédula y muda a su revelación me tomó por el cabello que había decidido dejarme crecer por primera vez en 24 años. No diré que me asustó, pero algo, quizás la timidez o la tensión del momento, me hizo guiñarle inocentemente y sin consciencia a mis actos, no fui capaz de esquivar la sensación tan agradable que producen unos cuantos dedos al treparme la cabellera.

                -El compromiso maternal no la hizo olvidarse de sí misma en ningún instante… ¡y cómo lo disfrutaba cada vez que alguien me llamaba cuñada mientras caminábamos las avenidas de Caracas a la hora del almuerzo!  Aunque sin importar qué vista ni cómo, yo siempre la veré hermosa.  Ayer mientras me hablaba pude notar por vez primera el arte de los años plasmado en el pergamino humano que llamamos piel. Ella me miró fijo y me hizo saber que para el individuo que nace en la pobreza, los sueños se reducen incluso más cuando las responsabilidades ameritan identidad.

                -Ya la primera lágrima en asomarse me advirtió que la precisión del discurso no formaría parte de la reunión y que mi capacidad de análisis me llevaría a un único resultado: mi madre, al igual que cualquier otra, sacrificaba su todo por darme las facilidades que ella no tuvo. El único problema era que ni siquiera la dimensión de las facilidades que me obsequiaba sacaba de ella la nostalgia de seguir adelante con su meta de ir a conocer esos países, ciudades y demás lugares, que de seguro, hubiera conocido si un yo no se hubiera convertido en su piedra de tranca.

                -Sin darme cuenta me convertí en la antagonista de la historia. ¡Fuerte!

                -Cuando me alcanzó la mejilla y su lágrima se hubo evaporado debido a las altas temperaturas del orgullo, me dijo en tres claves distintas que aprovechara mi juventud tanto como debía y que me concentrara siempre más en saber que en aprender. Alguna parte de su consejo no me quedó clara, pero no me atrevía a pedirle explicación de lo que su interior iba expulsando porque además estaba seguro que ninguna de las palabras se manifestaba de forma involuntaria. Cada cosa dicha era un pedacito de emoción arrinconado urgido por escapar, que sin importar qué resultado obtuviera, o por muy metafórico, venía desde adentro con una única meta: escapar.

                -Otra lágrima quiso saludarme.

            -Mi madre jamás tuvo miedo de hablarme o contarme con discreción lo que considerara necesario. La diferencia de esta vez se escondía en la incoherencia del momento.

                -Se marchó sin más y me abandonó en la incertidumbre de la habitación, el lugar que nunca ha sabido resolver mis inquietudes cuando la sensibilidad se apodera de mí y me obliga a mojar la almohada con anhelo. Mi reacción más inmediata fue cerrar la puerta y sentarme al frente de la ventana que me dejaba ver la cara de mi verdugo eterno. Intenté de mil maneras comprender el desahogo de mi madre y entre la preocupación y la duda terminé pensando en mi obsesión, en la ausencia perenne de quien debería acompañarme, en las anécdotas perfectas que sólo habían ocurrido en mi imaginación, en los fracasos que, por muy escasos, aplacaban maravillas de una noche compartida que nuestros cuerpos sellaron con besos y vicios; pensaba como todo ser en humano empedernido sin control de sí mismo, que cree sentirse mejor cuando sabe que los demás están bien aunque uno esté mal: mentira más grande. Cuántas veces había apartado mi orgullo nada más para ganar la atención innecesaria de quien sí me importaba para terminar sentado en mi ventana y alborotar las verdades en mi cabeza y confundirlas con las mentiras que me embriagan con el más pequeño sorbo de tentación. Mi madre.

                -Mi madre ha hecho por amor las cosas que cualquier madre haría por su hijo, pero incluso, aunque sintiéndose madre, mi felicidad seguía siendo mía y no de ella. La plenitud de su libertad se había convertido en un chiste desde que supo que yo representaría la cadena que ataría sus pies de por vida. Mi madre me hizo entender de la manera más humana que el amor no sólo puede doler cuando una pareja sufre una decepción, sino que llega a doler más cuando quieres amar, tienes a quien ama, pero no eres quien deseas ser.

                -Ella, la mujer más importante en mi vida, se había escondido entre las páginas infinitas de la cultura y el aprendizaje para lograr olvidar lo que siempre ha sabido: la juventud de sus sueños había quedado atrapada en las noches de concepción, parto y crianza y que el resultado de esa juventud no le devolvería jamás lo que la inmadurez de cada persona aporta al embellecimiento de la cordura.
                -Mi juventud se había resumido siempre en un momento de intensidad carnal, una apuesta, un riesgo tomado o rechazado, un arrepentimiento sádico llamado aventura, un nuevo paso, un color, un olor, una forma, un nombre o una canción. Ha habido tanta diversidad en mis interminables preocupaciones que me cuesta concentrarme en una por más de diez minutos sin, por lo menos, seducir la otra. Pero no mi madre. Ella tiene núcleo y alrededor de su núcleo un círculo vicioso que llevarán siempre el mismo nombre y rostro y que sin lugar a reproches, terminan siendo su prioridad.
                -Mañana me toca partir de casa, de seguro no para siempre, pero sin fecha de regreso. Me aceptaron en la empresa que ambos, mi madre y yo, más anhelábamos. Ciertamente, aceptarlo significaba mi primer gran sacrificio: dejar mi hogar y mis tierras y enfrentarme a un nuevo mundo sin la protección de mi guardián más fiel. Además de eso, me retiro con el riesgo de cruzar la línea de la juventud para adaptarme al nuevo reto que llaman adultez, que obliga a sus recién llegados a resignarse al concepto plano de “realidad”.

                -Las maletas recostadas en el rincón de mi habitación junto a mi chaqueta de viaje me decían que todavía quedaba espacio para algo más, por eso dejé la ventana acribilladora y fui adonde mi madre, tomé su brazo dormido y lo até a mi fidelidad infantil. Ella abrió los ojos e iluminó la habitación de emociones, estrechó su brazo tan fuerte como la incomodidad de nuestros cuerpos le permitió hasta que me propinó un beso en la frente. Le dije que mirara el techo y dibujara con los ojos cerrados la cima del cerro El Ávila, que una vez ahí, acompañada por mi ausencia escuchara el sonido de mi voz; le dije que subiéramos el Roraima, que camináramos los médanos, que nadáramos en Los Roques, que tomara un café en el llano mientras las garzas revoloteaban bajo el azul naciente, que cruzara el Orinoco nadando, que visitara el Puente sobre el Lago, que se cubriera bien en el Pico Bolívar, que mirara la falda del Salto Ángel desde el nacimiento de su cascada, que cargara una anaconda en el Amazonas, que subiera hasta lo más alto del Monumento a la Paz, que desafiara al Caroní, que visitara toda América y demás continentes; le dije que entonces, mientras viajara, escuchara mi primera palabra, que recordara mis primeros pasos, mi llegada de la escuela, mi primera salida nocturna, mis logros que también eran suyos, pero en vez de unirlos todos en mismo cuadro, que atribuyera un escenario a cada escena.

                -La sonrisa infinita dibujada en el rostro de mi madre me hizo saber que estaba preparado para cruzar la línea, pero sus palabras me impidieron continuar:

                -“La niñez y la juventud me van a acompañar siempre que tenga la dicha de saberte con vida, hija, y ese gesto tan inesperado y maravilloso, además de atrevido, que me acabas de regalar no creo que llegue a existir forma alguna, jamás, que logre suplirlos. Sólo el hijo que se da la tarea de aprender a conocer a su madre sabrá lo que ella espera de él sin que palabras más, palabras menos lo digan. ¡No esperes, hija mía, que alguien más que tus propios hijos te regalen la fortuna de sentir un amor tan puro en la vida! Eso es todo lo que una madre quiere y lo único que ustedes podrán darnos a cambio de cualquier cosa que pretendan negociar. No dejes que el peso de tu nueva independencia de cohíba de seguir siendo la niña inocente y sensible que eres, tampoco  permitas que tu dependencia emocional te ate a lo que le hace daño a tu interior”.

                -Mi madre había vuelto a su modo ordinario de sermonearme después de haberla acompañado durante su viaje por el mundo. El reloj marcaba las once y cuarenta minutos, lo suficientemente tarde para irme a dormir.


                -Dormir se me ha hecho imposible desde que llegué a mi habitación. La impaciencia que me provoca el viaje no me deja ni siquiera cerrar los ojos, pero de eso no me preocupo, en el avión tendré tiempo para dormir. Ahora lo importante es que desde hace ya casi cuatro horas sigo sentada en la ventana que por tanto tiempo me había mostrado cómo caía la lluvia ácida de mis recuerdos.

Inocente hasta que se demuestre lo contrario

-“Vi al hombre sentado junto al arroyo, miraba el cielo con los ojos inundados de lágrimas”-, dijo a su padre con un miedo que el cuerpo no resistía y del que se iba liberando poco a poco a través del sudor que le resbalaba por la espalda. El joven sentía la presión del interrogatorio, la tensión del pudor y la incredulidad de su decisión mientras las palabras del relato se enfilaban para salir sin mostrar las debilidades que sus emociones luchaban por dar a conocer. No quería mostrarse intimidado ante los ojos exterminadores de su padre. Intentaba controlar las manos para restar los roces de la nariz y el cabello. Hablaba con tanta seguridad y aparente ingenuidad que sin que su padre lo notara, se daba cuenta de cuándo su discurso estaba dando resultados a favor y cuándo no.

-“Él no habría notado mi presencia de no haber sido porque yo mismo me acerqué a preguntarle qué hacía ahí en tal estado”-, continuaba el joven con la confesión. El lápiz bailaba de dedo en dedo sin intención de detenerse. De vez en cuando, sacaba  una moneda del bolsillo y la chocaba contra el lápiz bailarín hasta que notaba su presencia y la devolvía al lugar de origen. Incluso la silla que lo sostenía sufría las inquietudes de cada nervio al momento de balancearse hasta que los pies tenían poco contacto con el suelo.

-“Cuando se dio cuenta de que estaba ahí, me pidió que lo dejara solo. Y lo iba a hacer. Pero no porque ya había disminuido mi curiosidad sino porque noté estaba acompañado de esa pistola que reposaba a metros de él”-, confesó el joven apuntando con la mirada un arma plateada calibre cuarenta y ocho sobre el escritorio presa en una bolsa de plástico. El padre incrédulo y herido no apartaba la mirada de él, no darle importancia al arma permanecía inmóvil, la rigidez asomada en su rostro era una evidencia contundente de que lo único que esperaba era la culminación del interrogatorio.

-“Ni siquiera sé su nombre. Nunca antes había visto esa arma. No sabía qué pretendía hacer con ella. Temía a que me dispara al retirarme. Por eso me quedé inmóvil. Cuando ya había decidido retirarme, lo vi agarrar esa cosa. Entonces me habló y me pidió que no dijera nada a nadie, que él no lo había hecho adrede. ¡Ni siquiera había visto el cadáver en el arroyo! ¡¿POR QUÉ TE CUESTA TANTO CREERLE A TU PROPIO HIJO?!”-, preguntó el joven impaciente y alterado. El padre apenas movía la cabeza de un lado al otro con los ojos rojos y húmedos indispuesto a mostrar misericordia.

-“¿Qué hubieras hecho tú en mi posición? Así, en mis zapatos… a mi edad. ¡No me digas que lo habrías resuelto porque sabes que no! Además, él me dijo que no era culpable. ¡Por Dios! Había un cuerpo sin vida en frente de él. ¿Qué se supones que debía hacer? ¿Creerle? ¿Salir a toda prisa y correr el riesgo de que me disparara por la espalda? El hombre parecía un desquiciado, tal y como me has descrito a los hombres que has atrapado en tus redadas y búsquedas de criminales. ¡Había una persona MUERTA con él y un arma a su lado! Sé que cometí un error al tomar el arma. ¡Lo sé! Pero lo hice para tomar el control de la situación y evitar daños mayores.”

-“Tiene tus huellas. ¿Cómo comprobar que no fuiste tú quien acabó con la vida de ambos?”

-“Para eso están los detectives, ¿no?”- respondió el joven en medio de la ira a su padre.

-“Si no tienes cómo demostrar que tu hijo es inocente, entonces deja de pretender que estás haciendo un gran trabajo interrogándome. Ambos sabemos que detrás de esos espejos hay personas escuchando lo que yo te digo. Y todos, incluyéndolos, sabemos que es ridículo esperar que yo haga algo que pueda inculparme, siendo o no culpable. Sé cómo trabajan, padre. Además, soy el único testigo y sospechoso de los hechos. ¡No conocía al hombre ni a la mujer en el arroyo, por Dios! Tienes acceso a todas mis cuentas en las redes sociales, a mi teléfono y todo lo que necesites. No tienen cómo demostrar que yo asesiné a esas personas”.

-“En defensa propia, por ejemplo”.

“Es eso lo que TÚ quieres que yo diga, ¿no? Para demostrar que eres tan bueno en tu trabajo que lograste que tu propio hijo cargara con un crimen que jamás cometió. Buena suerte con tu trabajo entonces. ¡Sal y declárame culpable! Yo seguiré diciendo lo que sé. Él se suicidó porque la consciencia no lo iba a dejar vivir de todas maneras. Ya te lo dije y te lo repito por última vez: el hombre iba a acabar con su viva estando yo ahí o no”.

-“Si ya habías tomado el arma, ¿Cómo es que él pudo dar con ella de nuevo?”

- “Me dijo que la última bala la había disparado cuando, ‘accidentalmente’, hirió a su esposa”.

-“¿Y tú le creíste?”

-“No sé si le creí o reaccioné por miedo, pero ni siquiera me tomé la molestia de revisar el peine”.

-“¿Y entonces acabó con su vida… así nada más?

-“Sí. La agarró y me dijo que me alejara porque se quería suicidar, si no obedecía, me iba a disparar también. Me mostró el peine y, sí, estaba cargada”-. Aunque el joven se había resignado, no se mostraba desanimado. Su padre le había repetido en muchas ocasiones que para ser inocente, sólo hay que demostrarlo sin importar cuál culpable lo sea. Él estaba demostrando de todas las formas posibles que era inocente. El padre estudió el arma y con mucho cuidado retiró el peine. -“Esperemos ahora que este peine diga las mismas palabras que tú. De lo contrario, me encargaré de encerrarte y condenarte personalmente. No me formé como oficial para que mi hijo se divirtiera jugando a ser el criminal. Pasé muchos años de mi vida intentando ser el mejor en mi trabajo para brindarles a ustedes el mejor presente y futuro”.

-“Le dedicaste tanto tiempo a tu trabajo que se te olvidó dedicarle tiempo a tu verdadero rol de vida. Un padre de verdad sacrifica su tiempo para conocer a sus hijos como nadie más nunca los podría conocer. Te agradezco una cosa, padre, cuando tengas los resultados no regreses pidiéndome perdón ni que comprenda tus obligaciones. Si esa idea llega a atravesarte la mente en algún momento, considera tú primero que a quien estás acusando es al mismo que has estado criando desde su nacimiento”.

El padre tomó el peine y se retiró con el eco de las palabras de su hijo resonándole en la cabeza. El orgullo del más pequeño había sido una herencia exacta de su padre, pues quien hubiera salido de la sala de interrogatorios con la última prueba del crimen, regresó minutos más tardes con los ojos aún rojos, pero ahora llenos de lágrimas de arrepentimiento a decirle a su hijo que tenía que marcharse a casa. -“Puede retirarse, ciudadano. –anunció un oficial que había acompañado al padre del acusado durante el interrogatorio.- Se han retirado los cargos en su contra”.

El joven inocente apretó la corbata de su decepción y al levantarse, se sacudió el poco afecto familiar que le quedaba, pero antes de marcharse, estiró con firmeza la mano que su padre no se atrevió a saludar: -“Tienes el mismo semblante del difunto antes quitarse la vida, con el mismo remordimiento que se te asoma en los ojos ahora. No te guardo rencor por esto, padre, pero no me pidas que deposite mi confianza en ti nuevamente. No porque ya no lo quisiera sino porque acabo de darme cuenta de que no fuiste capaz de tan siquiera reconocer el resultado de tu dedicación a la familia”.


El oficial enmudecido, el que dejó caer la lágrima platinada con su placa de alto rango, escoltó al joven hasta el auto y condujo a casa en un viaje acompañado por el silencio más largo que hubiera experimentado en vida. 

El sabor del mar

Ya perdí el sabor del mar, quedó atrapado en un resfriado de mi niñez. Ahora el mar me corta los labios y no es cálido por las mañana; ya las ansias metamorfaron e intrigas rebotan con cada puerta de sol en el horizonte, la salitre se ha convertido en escamas y la espuma en ácido traicionero que alberga medusas venenosas que seducen con su transparencia y tentáculos.

El sabor del mar ya no toca mi lengua, en cambio se apresura hasta la córnea de mis ojos y me irrita la esperanza. La sal, que de niño disfrutaba mezclar con la arena, se ha vuelto trozos de vidrio camuflada entre las piedras que me descuartizan la palma de la mano.

El mar ya no es amigo del sol.

Y el sol que ni amigo de alguien más algún día fue arremete contra la ligereza de mi piel para librarse de las artimañas del reflejo del mar.

El mar ha perdido su sabor y yo la sensibilidad que nada más él me provocaba al escuchar su nombre en días de fiesta. El mar maldijo mi inocencia y creó en mí una dependencia. El mar nunca ha tenido sabor alguno o cordura alguna yo jamás tuve, pero observar el mar no era lo que antes más me atraía porque con apenas verme, el mar oleaba de alegría, pero ahora es calmo a mi vista y traicionero a mi espalda, ya dejó de ser azul de día y plateado en el alba.

El mar ya no me pausa, él más bien me secuestra, y cuando apenas dejo de alucinar ya no siento el sabor del mar.

Amaneció igualito

Amaneció igualito,
Con la misma incertidumbre por la cantidad de estrellas,
Amaneció con ganas de amanecer otra vez,
Pero con un sol que en vez de astro
Resultó meteorito.

Aún no llega la tarde
Pero da lo mismo si claro u oscuro,
Las banderas ya no visten las astas
Sino que limpian la sangre,
¿O es esmalte?
Y de esa manera llegó el martes
Con los pañuelos bañados de menta o de vinagre
Y los informales haciendo subastas
Con otro protagonista, no aquel fulano Yaguno;
“Basil, mi intención no era asesinarte”.
Le gritaba alguno.

Me hubiese gustado un discurso más bonito
Pero escuchando en todos la voz de Castro
No encuentro en ninguna la sensatez
De un filo que ya no necesita mella
Sino un dueño amaestraíto.

Pasaron martes tras martes,
El almuerzo se volvió innecesario
El contraste se hizo más evidente
Y las estrellas seguían confundidas

“¡Hasta pronto!”




miércoles, 2 de diciembre de 2015

Adrianka y sus Amazonas

Adrianka y sus Amazonas

Quien la mira por vez primera no recuerda haberla visto antes, aunque al menos unas incontables veces, la precisión de la posición de los ojos de quien más le atraía en el momento le daba la sensación de presencia que terminaba convenciéndola de que la ausencia siempre se presentaba apresurada antes que ella misma. Adrianka, mujer de las aventuras, sin importar de cuáles ni cuántas se trataran, siempre aventuras, y como buena hija del viento, creyó haberse dado por vencida cuando las hojas salvajes del Amazonas le silbaban festejando que había llegado a casa de nuevo.

Cuenta la leyenda, apenas alterada entre lengua y lengua, que de imperante tenía ella el semblante aunque de sumisa su complemento entero; Adrianka, la chica mulata de ritmo tamboreño al andar, conocía las extremidades del sentir, siempre a flor de piel, que más que un interior desesperado, llevaba ella en cambio un corazón obstinado. Fácil, podría decirse, que se tratara de un hábito dramático de la chica común de esta época, pero Adrianka no comprendía los términos de época cuando intentaba adivinarse entre el antes y después de Cristo, pues la mistura de color de vida le enseñó una lección muy valiosa: quien mezcla tiene por origen, épocas tiene por experiencia. Desde el Gardel de la revolución del tango hasta la Kahlo de la actualidad mejicana, incluso desde el amor colonial, alcanzaba cualquier pariente suyo a verla bailar un tambor inexplicable que le prensaba los labios y, hundida en la intranquilidad de su cintura, armaba coreografías herejes que para los Capetos hubiera sido una excusa más para crear cruzadas más teñidas que las malcriadeces de Hitler.

Una decisión forzosa significaba siempre una expresión de lágrimas indiscutible, una necesidad controversial que acreditaba a algunos el insulto infalible de quien tuviera que merecerlo además del deseo inderogable de olvidar las desgracias con el primer trago de cerveza, porque sacrificar el segundo, tercero y otros venideros, concluiría en más pretextos bañados en lágrimas que le mostraban lo grande que era como persona, pero lo tan poco que ella creía en esas verdades. Por eso seguía en el Amazonas, a todos lados que fuera, seguía en el Amazonas, a toda persona que conociera terminaba hablándole del Amazonas, porque inconsciente de sus actos, su lucha por dejar el pasado en el olvido le pedía refuerzo al ver la escasez a su alrededor, fenómeno escamoso y espinoso que le dejó cicatrices irreparables en el rostro, además de estrías en la espalda que descubrió cuando ya la piel no tenía reparo alguno. Y cuando por fin comprendió que no había forma de escapar del Amazonas, tomó la decisión de llevar consigo un pedazo de sí que sembraría despechada en cada hectárea de terreno ajeno hasta que nada más quedara de ella el pedazo de pureza inalterable que había heredado de sus padres.

Se supo de ella cuando ya no estuvo entre los suyos porque ya no estaba entre ellos; viajó con semillas de esperanza a tantos lados que sembró bosques de Venezuela más grandes que el Pacífico y más virgen que Madagascar. Prefería luchar incansable mientras pudiera evitar el recuerdo. Odiaba recordar y sentir que era lo que era. Lo que somos. Quiso en muchas ocasiones ser ambiciosa, quiso ser como los demás, quiso no ser nadie, quiso seguir siendo y entre tanto querer había olvidado lo que se sentía desear de verdad. Incluso llegó a creer que era tanto lo que deseaba, que sentía miedo de ser ambiciosa otra vez y caer en un círculo vicioso donde lo único que cambiaba era el oyente de sus discursos de decepción e incomprensión de los hechos. Él o ella, siempre dos, preferiblemente, los escogía por energía y no por condición, pero siempre él o ella acompañaba a Adrianka en las batallas internas, ambos con el mismo propósito afligido de no hacerle daño nunca, pero buscando la forma más amigable posible de decirle que no tenía sentido alguno luchar contra los gigantes que el de La Mancha no pudo derrotar. No existían y nunca existirán. Maravillas anecdóticas le cruzaban la mente entre un traslado aburrido y el otro, se reía sola y nadie notaba su felicidad, pero sí notaron su ausencia con prontitud. Mundo ingrato, pudiera decirles, pero se le asomaba entre lengua y diente la verdad del mundo y es que mientras no lo conozcas entero, no estarás en condiciones, nunca, de generalizar tus tragedias para atribuírselas a él, al mundo, ser más inocente que acarrea las penumbras deshonrosas de quienes se dan por vencidos. Así se supo de ella, porque un alma curiosa entró inadvertida a su intimidad después de haberse marchado y notó un envoltorio de papel arrinconado a un lado de la cama que nadie más quiso ver por la sorpresa de haber sabido que ya no sabrían de ella. El papel desenvuelto parecía más bien un confesionario graficado entre la pena y la urgencia por dejar la identidad física pegada en las letras y dejar la de verdad florecer como hiedra venenosa hasta convertirse en orquídea de mares de aguas caribeñas. La carta que su madre más tarde recibió y conservó le revelaba que:

-La brisa con aroma a libertad solo se respira cuando vas a mucha prisa por entre las enredaderas de la selva. Ahora no me preguntes de cuál selva hablo. Yo he sido libre en muchas ocasiones y por eso es que de nada más recordarlas, la sonrisa se me escapa inadvertida, la mirada se pierde en medio del recuerdo; cual kinestésica, prefiero vivir atrapada en el laberinto de mis sentidos y no en la realidad que me toca admitir por vida. Tan simple como creerme nómada del universo o tan complejo como no olvidar que pertenezco, de vez en cuando, al ombligo que me cortaron al nacer. ¡Sé que siempre va a ser así, mamá! Contraponiéndose a mis ideales, siempre van a estar mis principios, literalmente hablando o en el sentido que desees interpretarlo. Soy enemiga declarada de la monotonía, pero mi sangre indígena me otorgó la mejor herencia, la percepción y convicción de mis propósitos. No apuesto a alcanzar metas sino a contar y recontar las que ya he alcanzado, por eso es que no creo mucho en mi futuro ni en el destino escrito o jurado; yo, por el contrario, creo en lo que soy capaz de crear y es por eso que todo rincón me trae recuerdos inmortales de mi niñez y quizás sea pura obsesión, pero ya me es inevitable no encontrar una similitud, por muy sencilla o irrelevante que parezca, de mi lugar de origen; es por eso que no importa dónde esté, para mí el mundo siempre será una parte desconocida de mi Amazonas.

Adrianka, o hija del otoño, según su padre, le dieron por nombre para honrar el entorno y circunstancia que le sirvió de cuna, pero incrédula a tales honores, confiaba más en las palabras de su madre:

-Adrianka no es ni siquiera un nombre, hija mía, sino un atributo a tus plegarias. Tu nombre recolecta la esencia de lo que no fuimos capaces de ser ni hacer, es por eso que sentirás confusión continua, pero no sacrifiques tus lágrimas por la agonía e impotencia de no saber a qué les pertenezcan. Déjalas fluir, que el Río Grande, por muy ofensivo que pretenda parecer, será siempre una vena inofensiva que nace y muere en el mar. Cuando sientas la inexplicable duda del llanto tocarte, déjalo salir y compréndelo mientras se retira. Las lágrimas jamás te mentirán, pero tú sí puedes hacerlo y mucho. ¿Pero sabes qué no solo dice siempre la verdad, sino que también te delata cuando intentas ocultarla? La sonrisa, hija mía. No le prestes mucha atención a lo que te corre por dentro del cuerpo porque a veces él se manifiesta de formas imposibles de comprender, siempre debes estar a la ofensiva con tu mejor arma: la sonrisa. Adrianka, hija, la irregularidad de tus pies no son un error de la naturaleza, es de hecho una proyección de tu jerarquía. Mientras fuiste creándote, ya le habías dicho a tu naturalidad qué y cómo querías ser. Eres caminante del mundo. ¡Hazme un gran favor! Sé lo que tengas que ser, pero lleva contigo esto que ves, respira siempre esto que hay y vive siempre porque así tu nombre nunca morirá.

Su madre la conocía más que nadie, supo de inmediato que nada le arrebataría la idea de recorrer lo que tuviera que recorrer hasta llegar a donde sus pies dejaran de sentir que había vidrios en la superficie. Las palabras de su madre fueron el motor que acobardaron a la joven Adrianka, pero quién sabe qué la habrá obligado a partir tan de pronto y sin despedidas, pues lo único que quedó de su partida fue una declaración esperanzada para una madre que la espera día a día en el Amazonas de una ciudad en sequía, y ansiosa de nutrirse con lluvias sanadoras que devuelvan las semillas que Adrianka le arrebató un día y que en todo el mundo siguen esparcidas. 






Luis Mijares 1800-2000

Don Luis Mijares fue el primer hombre de su familia en nunca faltarle el respeto a su mujer ni ninguna otra que jamás hubiera conocido. Los Mijares de antes y los Mijares de después han mantenido viva la única tradición de no dejar perder entre los escombros de los azotes continuos de la naturaleza y la sociedad, la herencia que Don Luis Mijares abuelo comenzó el día que tocó suelo venezolano. Don Luis Mijares abuelo dejó Europa en el pasado tal y como lo hizo con su identidad. « ¡Eshpañol y punto! », respondía asqueado por la intriga de quienes dudaban de su condición de hombre reservado. « No me vaish a decir que eshte esh “Eshpañol y punto” con ese semblante de proteshtante y actitud de irlandésh, juraría por mi madre y la mishmísima Reina que de católico tiene ese lo que yo de monarca», -advirtió un marino que compartía nave con Don Luis durante su traslado al nuevo mundo.

« ¡No me habléis tú de mala vida, muchacho, que más he recorrido este mundo! » -le reprochó Don Luis abuelo a su hijo bastardo un día cualquiera en el que el adolescente se quejaba de tener que salir a robar alimento en las parcelas adyacentes a la Güipuzcoana. «¡Cómo quisiera que recibiera él las pedradas y mordidas de perros a ver si sus viajes se comparan con bajar a la Guayra y volver casi muerto¡ » -repetía el hijo, Pablo, que por falta de registro legal, a los diecisiete años se cambió el nombre a Luis Mijares hijo como condición obligatoria para desposar a Mérida, una prostituta española deprimida que se involucró en el negocio pecaminoso a los quince y a sus veinticinco seguía siendo virgen, y que por evitar el suicidio, se aventuró en un viaje al nuevo continente como cocinera del Habanero. Apenas abandonó la embarcación, prefirió aventurarse sigilosa entre los montes oscuros de una montaña imperante que escondía un valle muy mencionado entre carruaje y carruaje en los caminos fangosos de la ciudad. Mérida y Pablo se conocieron en su ambiente de trabajo por mera coincidencia: Pablo observaba temeroso los sembradíos para decidir qué y cómo robar para llevarle a su padre mientras Mérida, sin vergüenza alguna, se acercaba a los alambrados y estirando el brazo sin preocupación de desangrar o desgarrarse el trapo que vestía, cavaba la arena y adivinaba las papas y zanahorias que Pablo ya hacía suyas. La vio desde lejos y la siguió hasta sorprenderla en la quebrada más próxima, pues, pensaba Pablo que más fácil era robar a la chica que evitar una mordedura de perro. Así se conocieron Pablo y Mérida, un encuentro casual a mitad de la quebrada que terminó en rasguños y el desmayo de Mérida que preocupó tanto a Pablo que terminó cargándola inconsciente hasta la casa de su padre. «¿Ya te la follasteis, que las has traído a casa? » -se burló Don Luis Mijares de su hijo antes de dejarle claro que en la casa no había espacio para más personas. Mérida reaccionó y un año más tarde seguía rasguñando a Pablo, su esposo, quien ya había adoptado la nueva identidad (Don Luis Mijares hijo), después de que Don Juan Mijares muriera de un infarto en la ausencia de su hijo y nuera que trabajaban para traer la comida a casa. 

Don Luis Mijares hijo, heredero de las pertenencias de su padre, llevaba a su hijo a la escuela mientras Doña Mérida Mijares vendía boletos de ferrocarril en la estación Caracas-La Guaira. Y así pasaron los días durante los siguientes siete y ocho años. « ¡No me vas a hablar tú de mala vida, muchacho, que no tuviste a mi padre ni de abuelo! » -enmudeció Don Luis Mijares, ahora padre, a su hijo Luis, después de que el joven se quejara de no poder lidiar con las tareas y cargar maletas en la estación del ferrocarril.  Después de que Don Luis Padre le contara a Luis hijo lo que Don Luis abuelo le había contado durante su juventud sobre mendigar por el mundo y enterrar su pasado para rehacer una nueva vida, Luis hijo tuvo la ligera inquietud de que no quería ser como su abuelo ni su padre.

Al terminar la escuela, Luis hijo se despidió de la familia y después de tanto insistir y llenarse los pulmones de polvo y cemento, consiguió su primer trabajo legal en el Palacio Federal Legislativo como mensajero por al menos nueve años hasta que conoció a Doña Federica de León, mujer aburrida de la modernización de Caracas, que prefería el andar de pocas prendas y el agua intranquila del mar y los ríos. « ¡Me voy a casar! » -celebró Luis hijo con sus padres el día que les presentó a Doña Federica de León. La futura señora de Mijares recorría la casa intranquila, esperando que en cualquier momento Luis hijo la invitara a conocer las famosas playas de Macuto y recorrer descalza la popular y recién construida Plaza de las Palomas. Incluso desde la falda de Galipán, Doña Federica de León creía escuchar el mar chocar contra los barcos. « ¡Hasta que por fin me lo dices! » -aceptó Doña Federica de León la invitación de su prometido, ansiosa por intercambiar el ruido de las cacerolas por las de la briza costeña que siempre quiso adoptar.

« ¡Aquí nos casaremos, Luis! » -le ordenó risueña Doña Federica de León a Don Luis Mijares una tarde en la que el sol apuntaba directamente a la fachada de la Iglesia San Sebastián de Maiquetía. « ¡Aquí nos casaremos y bautizaremos los que tengamos que bautizar! » -le gritaba Doña Federica de León al complacido Don Luis Mijares, que la veía correr hasta adentro de la imponente estructura católica que imitaba otras estructuras frecuentadas de la época. Pocos fueron los invitados al bautizo de la primogénita de Don Luis y Doña Federica Mijares, pero acogedora la celebración  que realizaron en casa de Don Luis Mijares abuelo, terreno que había crecido a lo ancho y largo después de que de Don Luis Mijares hijo comprara un par de parcelas con sus ahorros y los de su esposa a un comerciante mejicano despavorido por el terremoto de 1900 y que estaba pronto a regresar a su país; la compra la realizaron un año antes de que las autoridades locales les exigieran el pago obligatorio que los imperios inglés, alemán e italiano seguían exigiendo al puerto de la Guaira.

Doña Mérida Mijares acompañaba tanto a la pequeña María Teresa Mijares de León hasta el punto de esperarla hasta la salida de la escuela por miedo a que los prófugos de la Revolución Libertadora se pronunciaran contra las autoridades del Litoral como ya se venía escuchando desde 1903.

« ¡Luis, querido, María Teresa tendrá un hermanito pronto! » -le reveló Doña Federica Mijares a su esposo al confirmar su segundo embarazo. Nació Luis Cuarto, así con nombre registrado en la jefatura de Maiquetía, el mismo día que Luis Mijares segundo murió. El embarazo estuvo acompañado de síntomas insoportables y riesgos que el médico consideró más bien evitar tanto por el bienestar de Doña Federica como de Luis Cuarto. El pequeño Luis Cuarto fue creciendo a la misma velocidad de la explotación petrolera, curioso e hiperactivo se involucraba en cuantas actividades escuchaba y a los trece años de edad creyó conocer la sensación de libertad que su padre le había contado que su bisabuelo y abuelo tuvieron en vida y que él mismo seguía gozando por haber nacido hijos únicos. María Teresa Mijares de León se había marchado al occidente con hambre de desarrollo y contribución social, con planes de participar en la modernización y el avance, aspectos que su madre había criticado en presencia y ausencia de todos desde que podía recordar. Luis Cuarto alcanzó tal popularidad que a sus dieciocho años se la pasaba dando discursos en escuelas y demás instituciones sobre las ventajas de ser venezolano, siempre agradeciendo a su amistad con el hijo del ministro de turno de La Guaira, hasta que enamoró a punta de elocuencias a Frau Waltz, hija de emigrantes alemanes que habían escapado de Berlín antes de la invasión a Polonia. Luis Cuarto era el típico caraqueño nacido en cualquier parte del país que no fuera Caracas, que se mofaba de piropos cada vez que explicaba las complejas estrategias económicas que ubicaban a Venezuela entre los pilares del mundo durante y después de la crisis del ‘29. Su orgullo era tal que durante la inauguración de la autopista Caracas-La Guaira se ofreció para dar el sermón de augurio, además de cruzar ambos viaductos a pie en compañía de Pérez Jiménez, « ¡Pregúntenle a los presos si este puente se va a caer! », -vociferaba el enaltecido Luis Cuarto Mijares mientras cruzaba los viaductos. Como gesto de agradecimiento, el Presidente se encargó de que le equiparan un apartamento con tecnología de punta en una de las torres que adornaban la entrada de la parroquia Raúl Leoni hoy día conocida como los Bloques de 10 de marzo, nombre que responde a la fecha del natalicio de quien fuera uno de los más grandes ilustres de la región guaireña, José María Vargas, presidente, médico y primer rector de la Universidad Central de Venezuela, casa que licenció a Luis Cuarto con el título de sociólogo y abogado.

Apenas acababa de graduarse de abogado Luis Cuarto Mijares de León cuando le propuso matrimonio a su novia alemana, Marie Waltz. Luis Cuarto pasó la mayor parte de su vida en Caracas, pero después de la inauguración de la autopista Caracas-La Guaira decidió regresar a su ciudad natal y vivir con su esposa en casa de los Mijares en la falda del cerro el Ávila, Galipán. Marie disfrutaba inmensamente visitar Galipán, pero cuando sentía el calor de La Guaira, le imploraba a Luis Cuarto que volvieran a la Colonia Tovar a pasar días en casa de sus padres. Entre ir y venir, Luis Cuarto no se cansaba de repetir que él mismo había cruzado ambos viaductos y que Pérez Jiménez era un gran amigo suyo. Marie le concedió a Luis Cuarto la dicha de ser padre de un par de morochos que criaron en casa de los Mijares durante la temporada de clases y la Colonia Tovar en vacaciones y fines de semana hasta que los morochos Luis Alberto y Luis Felipe Mijares Waltz, con más pinta de alemanes que españoles emigrantes, alcanzaron edad suficiente para vivir solos en el apartamento que Pérez Jiménez le había obsequiado a su padre. El día de la mudanza, Luis Cuarto compartió con sus hijos, en presencia de su esposa Frau Mijares, las anécdotas que su padre, Luis Mijares tercero, le contó sobre él, sobre Luis Mijares padre y sobre Luis Mijares abuelo.

Luis Alberto se mudó a Caracas a los veintitrés años después de conseguir un contrato sustancioso como profesor de Historia en la universidad Simón Bolívar; Luis Felipe terminó el bachillerato y después de recibir la herencia inesperada de su tía, decidió dedicarse a la pescadería. « ¡Hermano, esa tía de nosotros dejó petróleo, pero como que nunca supo que éramos dos porque en el testamento dice Luis Felipe Mijares Waltz nada más; apenas tenga acceso al dinero, yo corro con los gastos de tu boda! ¡Lo mejor es que te dediques a mantener el apellido Mijares con vida porque ya sabemos que aquí el que preña eres tú! », -le ofreció Luis Felipe a Luis Alberto como regalo de navidad un veinticinco de diciembre mientras observaban, en compañía de la cuñada, a los niños de la región montar sus bicicletas durante las misas de aguinaldo. « ¡Eres un desgraciado suertudo! », -le agradeció Luis Alberto bañado de lágrimas de alegría a su hermano. Tal y como lo prometió, Luis Felipe se hizo cargo de cualquier gasto que fuera necesario para que la boda de su morocho fuera perfecta y como si no fuera poco, le obsequió un par de boletos a Aruba por su luna de miel. Desde entonces, para Luis Felipe, Aruba había pasado a ser la isla de la fertilidad que bendijo a su hermano con la dicha de concebir, no uno sino cinco hijos.

El cuarto de los cinco habría sido el primer varón de la última generación de los Mijares, pero el susto del ‘67 le provocó un aborto inmediato a Berta de Mijares, esposa del morocho Luis Felipe. Se escuchaban noticias de posibles réplicas o maremotos en las costas del país, el estrés lo obligó a ocultarse en casa de los Waltz en la Colonia Tovar por al menos dos meses hasta que Luis Alberto empezó a extrañar el mar y la pesca. Los morochos y su familia regresaron a La Guaira. Tres años después del terremoto Berta sorprendió a los morochos con un nuevo embarazo, el varón venía en camino. Cuando el nuevo Luis de la familia nació, Luis Felipe, en secreto, redactó un testamento donde le dejaba a su sobrino todo lo que hubiera sido suyo y de su tía María Teresa Mijares de León alguna vez, pero como condición, debía asegurarse de que a sus hermanas no les faltara nunca nada. Luis Alberto se dedicó a contarles a sus hijos las historias que su padre le había contado sobre el abuelo Luis Mijares al llegar en una embarcación española y otras anécdotas heroicas y melancólicas después de que Luis Felipe tío perdiera la vida en el incendio de Tacoa, catástrofe que acabó con la vida de residentes, cuerpos bomberiles y demás voluntarios que incluía a muchos de los pesqueros de la región. Nunca se dejó de hablar del incendio de Tacoa en La Guaira ni en cualquier otro lado del territorio venezolano. Luis Alberto murió de un infarto y Berta de tristeza poco antes del Caracazo. La hermana mayor de Luis Felipe sobrino se encargó de reestructurar la casa de los Mijares, ahora menos frecuentada; la segunda de las hermanas conoció a un beisbolista que acababa de ser firmado para jugar con los Cardenales de Lara, y la tercera intercambiaba estadía entre la Colonia Tovar y los Bloques de 10 de Marzo, siempre indispuesta a residir en Caracas tras haber experimentado el levantamiento contra Carlos Andrés.

Luis Felipe Junior conoce a Adriana, amiga de la menor de sus hermanas y exparticipante del Miss Venezuela, anécdota que no dejó de repetir en su primera visita al apartamento de los Mijares en 10 de Marzo. «¡Esa corona era mía, pero todos estamos conscientes de que el papá de esa chama compró el evento! ». Adriana se excusaba cada vez que podía y visitaba las playas del Shératon donde se reunía con Luis Felipe sobrino y una que otras veces con su cuñada. En el ‘98, Luis Felipe sobrino la invitó al club de yate de Caribe y en conspiración con el staff de su restaurant favorito, y en presencia de sus hermanas, le propuso matrimonio a Adriana. Casi un año duraron los preparativos y en octubre del año siguiente se casaron.

«¡Estas lluvias me tienen muy preocupada, Luis Felipe! », -le advertía Adriana a su esposo un diciembre oscuro que opacó a una Guaira que despertó días más tarde sepultada en peñascos y arenas que la lluvia le había arrebatado al Ávila. La casa de los Mijares había perdido más de la mitad del terreno y un miembro muy apreciado de la familia. Lo que los venezolanos todavía conocen como la Guaira pasó a ser un estado, Vargas. Los hermanos Mijares se encargaron de restaurar lo que pudieron en la casa de Galipán, y cada mes se reunían ahí a recordar las veces que su padre, Luis Alberto Mijares Waltz, les contaba sobre las vivencias de los Luis que les antecedían.

Luis Felipe sobrino nunca se lamentó por haber tenido solo una hija, pero muy en el fondo le costaba no sentirse culpable por no haber podido traspasarle a otro Luis la tradición que había nacido hacía más de cien años en una familia y que sin intención alguna había sabido mantener. Su hermana mayor nunca tuvo hijos. La segunda de sus hermanas dio a luz a dos varones que entrenaron para que fueran los mejores beisbolistas de su generación. Adriana se aburrió de vivir en los Bloques de 10 de Marzo y después de que quedó embarazada, le pidió a Luis Felipe sobrino que aprovecharan para mudarse a la Colonia Tovar. Luis Felipe lo consultó con su hermana, que solo bajaba a la Guaira para reunirse con sus hermanos en Galipán, ella, como era de esperarse, les comentó que era lo mejor que podían hacer. Vargas seguía literalmente bajo tierra y un bebé no podía llegar al mundo en tales condiciones. Luis Felipe renunció a su trabajo en una de las aduanas del Puerto Litoral Central y se fue definitivamente con Adriana a una de las casas de los Waltz en la Colonia Tovar. Su hermana, la esposa del beisbolista, bendecida con el talento de sus hijos, emigró tras conseguir que uno de ellos fuera admitido en una universidad extranjera gracias a una beca deportiva.

Los Mijares empezaban a reducirse. El 2002 le trajo a la menor de las Mijares recuerdos similares a los de 1994, que le invadieron el cuerpo de terror y la cabeza de incertidumbres. « ¡No puedo, Luis! ¡De verdad, no puedo quedarme! », -fueron las palabras de despedida que recibió Luis Felipe sobrino a cambio de un -« ¿Segura que no te quieres quedar? »- después de que la voz de una mujer indicara el abordo al avión que trasladaría a la angustiada hermana a Europa.

«¡Los únicos que faltan somos nosotros, Luis Felipe! », -reclamó Adriana en abril de 2013, impactada al ver a su hija de casi catorce años pegada al televisor lamentando resultados que una niña ni siquiera comprendía una generación antes. Luis Felipe Mijares Waltz sobrino, último de los Mijares, dio la discusión por terminada y dispuesto a mantener viva la tradición del primero de los Luis Mijares, esperó la oportunidad perfecta para regresar por última vez a la casa de los Mijares en Galipán, allí estuvieron por al menos dos o tres días más esperando que el día de su partida por fin llegara.


Los boletos de viaje indicaban que debían apresurarse al Aeropuerto Internacional de Maiquetía Simón Bolívar para tomar un vuelo que primero haría parada en La Guardia, Nueva york. Una voz nada familiar les decía en inglés que el vuelo a España ya estaba próximo, los Mijares continuaron con su ruta hasta que después de varias horas llegaron a Barcelona. No había parientes ni contactos. No había nada familiar más que el idioma que seguía chocándoles un poco. Había de todo, pero no tenían nada. Luis Felipe sobrino miró la Fuente de la plaza de España con tal detenimiento que se perdió entre las líneas de los arcos por un momento y en un intento por recuperar los ánimos que él mismo daba por perdidos, se puso de pie, de frente a su esposa e hija: -«¿Ya conocen la historia de Luis Mijares, el español que zarpó al nuevo continente a mediados de 1800, sin nada en el bolsillo, sin familia ni pasado, sin nada más que estrategias de supervivencia y esperanzas? », -les dijo mientras se acomodaba la niña a un lado de la plaza interesada en la charla, -«Pues, bien…»-, continuó Luis Felipe Mijares sobrino con la historia del español aquel, indetenible y sin aburrimiento alguno, que fue pasando de generación en generación, incluso a sus nietos que más Mijares que guaireños se sentían, y que a través de las repetidas, y a veces inventadas anécdotas, fue mostrándoles a sus oyentes lo bonito de La Guaira y Caracas en una narración cargada de sentimientos que se enredaba con un recuerdo que le rompía el alma; Luis Felipe recordó que mientras miraba desde la ventana del avión, las montañas que cubrían el litoral se perdían en la distancia sin perder la esperanza de que alguna le hablara y le pidieran que regresara a Galipán, donde la solitaria casa de los Mijares seguía esperándolos.