R. M. Millán

lunes, 24 de junio de 2013

La manilla dejó de girar

El mayor testigo de los actos ocurridos en la 
historia de la humanidad no es otro más que el tiempo mismo.
El tiempo va, huele y escucha,
 y sin darnos cuenta nos va tocando poco a poco 
hasta que ya es muy tarde
 para notar el impacto que ha dejado sobre nosotros.


Andrea, al igual que nosotros, jamás pensaba en el tiempo. Mucho menos en sus consecuencias. Ella simplemente se recostaba y esperaba que la puerta del cuarto se abriera para luego contemplarla al ser cerrada. Así fue repitiéndose por mucho tiempo hasta que un día la manilla comenzó a girar mientras se abría la puerta con timidez. Una mano conocida se asomó. Andrea fijó su mirada en el anillo que vestía el dedo anular en dirección al interruptor que apagaría las luces. Andrea comprendió el mensaje y decidió acomodarse sobre la cama. Toma el control remoto y acaba con la poca iluminación que el televisor brindaba a la habitación. La puerta se abre por fin casi completamente a medida que la tenue claridad proveniente del interior de la casa revela la figura de su esposo. La excitación se apoderaba de sus cuerpos. Ella, acostada, posaba su hermoso cuerpo provocativamente sin quitarle la mirada en ningún segundo a su marido. Él fue acercándose cada vez más, inclinando su cuerpo hacia ella. La besa por largo rato. Ella apresura el paso quitándose la ropa. Él, con menos prisa, se deshizo del saco que vestía, fue desatando su correa y retirándose la camisa. Andrea se levanta, pero la imposibilidad de alcanzar sus labios la obliga a besarle el pecho en descenso y al ligero intento de tocar su cuerpo, el hombre la atrapa por las manos y la recuesta nuevamente en la cama. Era entonces su turno de recorrerla con los labios para a continuación levantarse y desnudarse casi por completo. Ella, ahora desnuda, lo invita a seguir. Él la sigue besando mientras su mano la complace. Su mirada se pierde tras la excitación y la oscuridad. Sus ojos se cierran. Él, invadido de nervios, aprovecha para desnudar su arma y llegar al acto más importante. Andrea suelta un grito de dolor. Él la entiende, pues es la primera vez que experimentan tal acto. Él la nota un poco adolorida, pero no puede detenerse. Lo hace una, dos, tres y tantas veces que no puede controlarse. Un último grito le advierte que ya todo acabó. El hombre se levanta extasiado y se dirige al baño. Se baña. Observa la sangre sobre sí, pero sin mayor problema la retira. Lava ahora su arma y la envaina en un estuche de cuero negro. Se viste. Al salir del baño echa un vistazo a la cama por última vez, con la mirada fija en una luz titilante que provenía del teléfono de Andrea. Toma el teléfono y al abrirlo lee un mensaje: -“Hola, preciosa. Avísame cuando tu esposo se haya ido.”- Ignorando el cuerpo de su esposa, dejó caer el teléfono sobre la cama nuevamente, abrió la puerta y la manilla dejó de girar.





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