R. M. Millán

domingo, 23 de junio de 2013

Un caníbal vegetariano

Cuando las ventanas se abren y nos muestran un más allá esplendoroso, un panorama lleno de aparente tranquilidad inquebrantable, nos dejamos convencer con facilidad, no por la posibilidad de conciliar las impurezas que adornan los golpes de nuestras memorias manipuladas sino por la sabia prisa que nos lleva a escapar de las tinieblas cubiertas por las paredes en cada pasillo de esa estructura que sabiamente llamamos escuela, cuyos verdugos disfrazan sus identidades inconscientes al formar parte de la sociedad inexistente que todos conocen, pero nadie jamás ve; nos dejamos hipnotizar en burla por los rayos del sol nocturno que acostumbramos a alabar, a creer, pero jamás a mirar. Yo mismo he sido testigo, víctima y provocador del malentendido que viaja por entre las líneas ventosas de los corredores que incrustan en nuestros oídos calumnias que aprendemos a repeler por el simple temor de aceptar que lo que queremos pueda, incluso, volverse realidad. Esas ventanas físicas, no imaginarias, enmarcadas de dolor y odio, de amor y justicia, de verdad y mentira, de tú y tú, son apenas una muestra ignorada de lo que significa la oportunidad dentro de un mundo que nos negamos a conocer, en donde somos incapaces de abrir los ojos porque nos conformarnos con ser lo que nuestros oídos alcanzan a escuchar.
Soy yo mismo un caníbal insaciable con incisos adoloridos por tanto monte que me ha tocado masticar, conformista alienado a quien no han enseñado a vivir, ¿pero qué sentido tendría aprender a vivir la vida de otro si con la mía puedo vivir más? He ahí, pues entre mis interrogantes, la duda más frecuente que me abofetea instantáneamente mientras abandono los pasillos, pero basta con alcanzar otro con la mirada nada más para dar mis dudas por respondidas o quizás olvidadas.
Heme a tu lado, indefenso, tal y como hube llegado antes de que a mis servicios hubieran incluido ese de convertirme en lo que no soy ni fui, pero me acostumbro sin notarlo, y de no ser por almas extraviadas, miserables o lo suficientemente descerebradas como yo, habría yo ya perdido el completo juicio heredado de mi progenitora a través de sus genes. Las armaduras que aquí llevo encima de mí no son más que adornos honrosos incomprensibles que nadie es capaz de utilizar, pues inutilizables fueron hasta que comprendí que no eran un atributo orgásmico a la vista humana sino un componente ineludible perteneciente a lo abstracto e intangible de la conciencia.

Fui, poco a poco, acostumbrándome tanto a lo que no soy que creí luego ser quien no podía, yo, cambiar; porque no es hombre fuerte aquel que ve en sí mismo quien no es sino aquel que hace de sí muchos otros, pero no abandona su esencia ni sustituye su rostro con máscaras atractivas con rasgos pertenecientes a hombres de poca estatura y con alma tan envenenada como la verdad oculta tras cada temor que camuflamos con llanto y nudillos fracturados. Hoy abro a mí, mi verdad, mi identidad, mi expediente de culpa y confieso haber caído en la trampa y os ruego me perdonéis por haber superado el obstáculo en compañía de mi soledad absoluta y nada más; os ruego seáis mis verdaderos verdugos, pues confío en su castigo más que en el abrazo de las paredes que me siguen incluso en ayuno. Fui capaz de ver las ventanas y sonreírle al soborno de la superficialidad, lo admito, pero solo cuando estaba a centímetros de haber sido de mí un forastero cobarde controlado por la inmundicia del asombro, pudo una estilla traviesa causarme dolor suficiente, y me obligué a mí y a mi cuerpo regresar y cerrar la ventana que me permite aun mirar, pero no cruzar.


No hay comentarios: