Cuando las ventanas se abren y
nos muestran un más allá esplendoroso, un panorama lleno de aparente
tranquilidad inquebrantable, nos dejamos convencer con facilidad, no por la
posibilidad de conciliar las impurezas que adornan los golpes de nuestras
memorias manipuladas sino por la sabia prisa que nos lleva a escapar de las tinieblas
cubiertas por las paredes en cada pasillo de esa estructura que sabiamente
llamamos escuela, cuyos verdugos disfrazan sus identidades inconscientes al
formar parte de la sociedad inexistente que todos conocen, pero nadie jamás ve;
nos dejamos hipnotizar en burla por los rayos del sol nocturno que
acostumbramos a alabar, a creer, pero jamás a mirar. Yo mismo he sido testigo,
víctima y provocador del malentendido que viaja por entre las líneas ventosas
de los corredores que incrustan en nuestros oídos calumnias que aprendemos a
repeler por el simple temor de aceptar que lo que queremos pueda, incluso,
volverse realidad. Esas ventanas físicas, no imaginarias, enmarcadas de dolor y
odio, de amor y justicia, de verdad y mentira, de tú y tú, son apenas una
muestra ignorada de lo que significa la oportunidad dentro de un mundo que nos
negamos a conocer, en donde somos incapaces de abrir los ojos porque nos
conformarnos con ser lo que nuestros oídos alcanzan a escuchar.
Soy yo mismo un caníbal
insaciable con incisos adoloridos por tanto monte que me ha tocado masticar,
conformista alienado a quien no han enseñado a vivir, ¿pero qué sentido tendría
aprender a vivir la vida de otro si con la mía puedo vivir más? He ahí, pues
entre mis interrogantes, la duda más frecuente que me abofetea instantáneamente
mientras abandono los pasillos, pero basta con alcanzar otro con la mirada nada
más para dar mis dudas por respondidas o quizás olvidadas.
Heme a tu lado, indefenso, tal y
como hube llegado antes de que a mis servicios hubieran incluido ese de
convertirme en lo que no soy ni fui, pero me acostumbro sin notarlo, y de no
ser por almas extraviadas, miserables o lo suficientemente descerebradas como
yo, habría yo ya perdido el completo juicio heredado de mi progenitora a través
de sus genes. Las armaduras que aquí llevo encima de mí no son más que adornos
honrosos incomprensibles que nadie es capaz de utilizar, pues inutilizables
fueron hasta que comprendí que no eran un atributo orgásmico a la vista humana
sino un componente ineludible perteneciente a lo abstracto e intangible de la
conciencia.
Fui, poco a poco, acostumbrándome
tanto a lo que no soy que creí luego ser quien no podía, yo, cambiar; porque no
es hombre fuerte aquel que ve en sí mismo quien no es sino aquel que hace de sí
muchos otros, pero no abandona su esencia ni sustituye su rostro con máscaras
atractivas con rasgos pertenecientes a hombres de poca estatura y con alma tan
envenenada como la verdad oculta tras cada temor que camuflamos con llanto y
nudillos fracturados. Hoy abro a mí, mi verdad, mi identidad, mi expediente de
culpa y confieso haber caído en la trampa y os ruego me perdonéis por haber
superado el obstáculo en compañía de mi soledad absoluta y nada más; os ruego
seáis mis verdaderos verdugos, pues confío en su castigo más que en el abrazo
de las paredes que me siguen incluso en ayuno. Fui capaz de ver las ventanas y
sonreírle al soborno de la superficialidad, lo admito, pero solo cuando estaba
a centímetros de haber sido de mí un forastero cobarde controlado por la
inmundicia del asombro, pudo una estilla traviesa causarme dolor suficiente, y
me obligué a mí y a mi cuerpo regresar y cerrar la ventana que me permite aun
mirar, pero no cruzar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario