R. M. Millán

domingo, 23 de junio de 2013

Penélope

Qué bromas, chico. Ya los años empiezan a pasarme factura. ¡Los años...!
¡Ven conmigo nuevamente, amigo ausente! Tú, el único que me ha escuchado por tanto tiempo y nunca se cansa. 

     Ahora que hablo de años, muchas cosas llegan a mi mente un poquito apresuradas. Me pregunto por qué tanta urgencia. ¿Será que temen quedarse sepultadas en la tumba de mi memoria para siempre? No entiendo por qué temen tanto al encierro si yo les he enseñado a vivir con armonía al lado de la soledad. ¡Yo!, que las he alumbrado con la oscuridad de esta casa vacía. ¡Cobardes! Pero si así lo desean, yo con gusto las dejo; estoy segura de que al salir, morirán, porque todo lo que sale de mí, desaparece con la prisa de la Pelona. 

      Primero fueron mis hijos. ¡Pobres hijos míos! Y la pobre Manuelita, que tuvo que cargar con sus hermanitos muertos. ¡Esa hija mía era una santa! Yo creo que el Señor me la mandó con ese propósito, para que muriera santa; pero me la quitó tan rápido, chico. Tres hijos varones y una hija hembra, y yo, una madre sola. Ni mari'o tengo. Y no lo culpo. Después de tanta desgracia, ¿qué ganas le van a quedar?

Manuel, mi mari'o, me conoció cuando yo estaba muchachita. Ni limonsitos tenía, pues. Pero mi mamá me decía y me decía que ese era tremendo muchachote. ¡Y tremendo muchachote que era el condenado! No sé si mi tamañito tuvo que ver, pero desde que recuerdo, Manuel siempre fue así, ¡grandote!

Cuando yo era muchacha, siempre hacía lo que mi mamá me decía porque yo sabía que ella quería lo mejor para mí. Así que cuando Manuel me pidió que aceptara la propuesta de noviazgo, le dije que sí. Mi mamá era la que se jartaba todo lo que él me regalaba. Su familia tenía buena plata. ¡No como nosotras dos que de vaina teníamos pa' comer! Ahora que lo pienso, yo creo que eso es lo que mi mamá quería realmente, porque bastante que le dije que ese muchacho era muy grande pa' mí.

Mi mamá se me fue al año siguiente. Manuel siempre me decía que mi mamá era una mujer sabia y por eso se murió tan rápido. Nunca entendí lo que quiso decir, pero sé que eran buenas sus intenciones. Me decía que su partida no había sido en vano. Según mi mari'o, ella se murió pa' que nuestro matrimonio pudiera nacer. No sé si estaba mintiendo o manipulándome el hombre, pero Manuel me pidió casarnos el día del cumpleaños de mi madre para que ella estuviera presente; así que nos casamos el 20 de enero.

Si te soy honesta, después del matrimonio fue que empecé a agarrarle cariño de verdad a mi Manuel. Siempre lo había respetado, claro, pero no lo veía con ojos de amor. Seguramente ni sabía lo que era eso. Ese año, cuando me casé, estaba por cumplir mis dieciséis y no sabía nada de novios…

¡Pobre Manuelita, chico, que ni a sus veinte conoció a un Manuelito como el mío! 

    Manuelita fue producto de mi primera experiencia amorosa con mi mari'o ¡Y no vaya usted a creer que yo parí a los dieciséis ni a los diecisiete! Manuel siempre fue un hombre de verdad, de esos que no le faltan el respeto a las mujeres cuando son inocentes. ¡No, señor! Y cuando yo le preguntaba por qué había esperado tanto, él respondía con los dientes pela'otes:
« ¿Quién no lo haría, mi Penélope? » Cuando por fin cumplí mis dieciocho, decidimos consolidar el matrimonio. ¡Ese Manuel pasó como dos meses con esos dientes pela'os, pues!

Al poco tiempo noté que algo estaba menos colorido, ¡ya sabes! No me llegaba y como resultado, Manuela apareció sin avisarnos. ¡Hermosa que era mi Manuela! ¡Grandota como su papá, pero hermosa como yo! Ese Manuel estaba tan emocionado con la llegada de la niña que ni había empezado a caminar cuando Gonzalito estaba naciendo.

Gonzalito pasó más tiempo dentro de mí que afuera, pero siempre que Manuelita me preguntaba por su hermano yo le contaba con mentiras las veces que sus piecitos inmóviles me pateaban la barriga y cómo su llanto ahogado despertaba a todo el vecindario. Supe que algo estaba mal cuando vi que mi hijo salía de mí, dejando el llanto adentro. Ni siquiera me dejaron cargarlo porque tenían que limpiarme para no infectarme. ¡¿Puedes creerlo?! ¡Cómo si un hijo fuera alguna bacteria mortal para una madre! ¡No te digo, pues!

Mi mari'o no sonreía tanto como lo hizo con Manuelita al nacer, pero evitaba incomodar a la niña, que con el tiempo ya había aprendido sus primeras palabras: «pa'», «ma´», «nito».

Cuando mi hija cumplió cuatro años, mis tercero y cuarto hijos ya venían en camino. Ese mismo año Manuel se fue a buscar trabajo a la ciudad. A uno lo llamamos Víctor. Manuel decía que nuestro próximo hijo se llamaría Víctor o Victoria si lograban ganarle a la muerte que nos quitó a Gonzalito. Eso sí, no contábamos con un segundo hijo. ¡Esa Manuelita, chico! Ella como que sabía que venían dos porque al mirarlo recuerdo que dijo toda contenta: «¡Mami, este es mi hermanito Ángel! » Entonces se quedó Ángel. ¡Por eso es que yo siempre he dicho que mi Manuela era un santa que vino del cielo! ¡Esa Manuelita sí que me ayudó a criar a mis muchachos! Pero ella lo disfrutaba mucho. Estaba pendiente de los niños: si comían, si lloraban, si dormían, si estaban limpios o sucios, y cuando llegaba su papá, salía corriendo a echarle el cuento de lo bien o mal que se habían portado los morochos.
Recuerdo una noche de 1814 en que Manuelita se quedó esperando a su padre, pero Manuel no regresó más.

¡Ay, Manuel...! ¡Te me fuiste, chico, y ni siquiera te despediste! ¡Esa Manuelita, hombre, cómo te ha esperado, Manuel! ¡Te fuiste y no volviste! 


La historia de mi primer beso es una de las anécdotas que casi nunca comparto, pero la mantengo siempre trabada aquí en la lengua... ¡Así, chico!, como la lengua de Manuel que por poco me ahogó por andar de atora'o. Pero apartando los malos accidentes -y digo «malo» porque me consta que los accidentes buenos existen-, empiezo entonces a recordar lo cerca que estuve del cielo. Ya hasta llego a creer, chico, que ese mismito día fue cuando me robé a mis angelitos. Pero al igual que todo lo bueno que he tenido, papá Dios me los arrebató rapidito. ¡Pobre Manuelita! ¡Esa sí que pasó roncha!

Por ejemplo, Víctor y Angelito no alcanzaron los doce años. ¡Y tan poquito que les faltaba! La peste me los arrebató así nada más, sin aviso, sin preguntas, sin respuestas. ¡Por eso es que la gente se la pasa maldiciéndola! Primero me agarró a Víctor, pero daba lo mismo si agarraba a Angelito primero porque esos muchachos eran tan apega'os, casi como cuando estaban meti'os en la barriga mía, porque donde estaba uno, estaba el otro; y lo que empezaba uno, lo terminaba el otro. Así que cuando Víctor cayó en cama, Angelito se me deprimió to'ito. Yo, así como toda madre, pues, intentaba animarlos y les hacía creer que todo iba a pasar, ¡pero qué difícil fue eso! ¿Tú sabes lo difícil que fue ver a mis hijos varones esplaya'os ahí en esa cama? Y la pobre Manuelita iba de aquí pa'lla' poniendo y quitando trapito cuando yo no estaba. ¡Pobre Manuelita!

Antes de que Víctor se me fuera, siempre decía: «Vieja, no deje que me duerma. Cuando yo cierre los ojitos míos, me echa bastante agua fría, ¿oyó? ». Entonces yo me llenaba de fuerza para no llorar, de esa misma fuerza que sólo las madres tenemos, y me tragaba las lágrimas. Y llorando pa' dentro yo le respondía: «cuando te duermas te voy a meter en el pipote de agua». ¡Y qué hermosa sonaba esa risota ahogada en la tos de mi Víctor.

¡Pero qué dolor aquél cuando mi Angelito dejó de bromear! Desde que nació, ese sí era desordena'o y payaso. Y lo peor es que Manuel decía que lo payaso lo había sacado de mí; yo que de payasa tengo los pelos nada más.

Te cuento lo que me hizo un día ese muchacho: yo acababa de llegar a la casa a cocinar y lo llamo para que me vaya a buscar la leña, ¿y sabes lo que me dijo?: «Madre, ¿pero para qué quiere usted leña si sus hijos, mis hermanos, estamos más que nutridos gracias a la leche de su pecho? ¡Siga dándonos teta que ahí hay suficiente! » ¡No te digo, pues! ¡Tan ocurrente el Angelito!

Sin ellos, mi casa se sentía sola y triste, y a mi Manuelita le cayeron muchísimos años encima. La pobre se veía tan cansada y aburrida de que la muerte se la pasara celándole los a ella cercanos, que dejó que la amargura la invadiera. «¿Has visto, madre, como los hombres de esta familia nos abandonaron? ¡Tan cobardes los cuatro! ¡Ahora nos quedamos solas tú y yo y sin futuro por delante! » ¡Pobre Manuelita, que no tuvo oportunidad de notar que cuando no hay futuro por delante, no hay nada más.

Pero antes de toda esa amargura, era muy alegre y se la pasaba cantando, así desafinaíta como yo. Pero lo hacía con tanto amor, que a los oídos no les daba tiempo de sangra. ¡Y el Angelito ese, chicho! ¡Tan desordenado! Una vez, ya cansa'o de escuchar a Manuelita cantar, se me apareció una tarde a mitad del día con el morocho, uno cargando un tobo roto y el otro con un palo enchapa'o en la mano. Nos llamaron a mí y a Manuelita para, y que, dedicarle una canción a su hermana. Entonces empezaron a tocar y cantar hasta que la Manuelita se fue corriendo pa'l cuarto echando candela por las orejas. Ellos iban un poco más rápido, al ritmo de un joropito loco, pero decía algo así: 

«Oiga, vieja, estoy cansa'o de escuchar de Manuelita, el cantar desafina'o, porque no canta, ella grita.
Oiga, vieja, estoy cansado, pero dígale a Manuela que le cante a los gatos que ellos cantan como ella».

Menos mal que esa canción tenía más melodía que letra, porque Manuelita desapareció en seguida. Al principio me pareció tan gracioso, que aproveché la ausencia de m'ija para soltar la carcajada. ¡La culpa asomada en la cara de los morochos era un completo poema! Y no encontraban manera de disculparse con su hermana, después de tanto que había hecho esa pobre muchacha por ellos. Así que les dije que usaran su creatividad para contentar a Manuela. Y les dije también que no olvidaran traer girasoles, que a ella le encantaban. Víctor era un artista pa' escribir. Y como Ángel era tan inteligente, aprovechó la habilidad de su hermano para escribirle una carta a Manuelita que acompañaron con tres girasoles fresquecitos. La carta la encontré debajo del colchón de la hija mía una vez que me atreví, después de su entierro, a entrar a acomodar el cuarto. La encontré junto a otra que aún no leo y con una frase en la parte trasera que me arruga el corazón con nada más pronunciarla. La de los morochos estaba abierta y por eso tuve el valor de leerla, así que me acosté en la cama, como si intentara ser Manuelita por un instante, y comencé a leer. Dice así:

«Estas son, hermana, tres disculpas con aroma de vida. Tres pétalos desprendidos del dolor y la decepción. De la ingratitud. Te entregamos mil disculpas coloridas y camufladas de flor. Sabe ahora, madre segunda, que no debe llorar por escuchar a malas. Ríe, porque maldad hay en nosotros lo que libertad en ti. Recibe ahora aquí los respetos con abundante melena amarilla. Terminamos ahora, Manuelita, con la presencia enrojecida y prometemos no volver a avergonzarla a usted ni a su cantar, y con las lágrimas de sangre cristalina sellamos, hermana, esta promesa. Y desnuditos en la conciencia, te entrego este nuestro amor, que renace con el sol de cada mañana, así como solo esta flor sabe hacerlo».

¿Has visto tú, chico, cómo se querían esos hijos míos?  Y yo no recordaba las palabras de los morochos desde el día aquel cuando Manuelita se apartó de mi lado para seguir cuidando a sus hermanitos allá a lo lejos donde todo es perfecto. Yo que llegaba con las bolsas de frutas y granos pa' la comida y Manuelita que se me moría solita de amargura y soledad. La encontré toda hermosa en su cama acostada, tenía los cachetes rojitos y el cabello cubría la almohada. ¡Cómo me rompió el alma ver a mi muchachita así! ¿Pero qué madre querría ver a su hija así…? Yo me la quedé mirando por largo rato y pensé en tantas cosas que no sé ni qué pensé. ¡Tan linda mi Manuelita! Se veía hermosa, como si los ángeles la hubiesen acompañado hasta el cielo.

Hoy te llamé, Silencio, porque aquí tengo la carta de Manuela y con ella las dudas. Por eso te llamé a ti, Silencio abrazador, tú que has sido mi acompañante fiel. ¡Ponte cómodo y escucha conmigo las palabras que la vida no le permitió a mi Manuelita decir!

«Mamita Penélope. Saludos te envían quienes años pasados partieron para no volver. Sé que no es fácil enfrentar la soledad, pero fui tan ilusa que me atreví a retarla. El abandono me arrebató los sentimientos; no subestimo a la soledad, que estoy segura, duele más que mil partidas inesperadas. Primero habla mi padre y disculpa pide por la distancia. Te bendice, madre, y aún por ti llora. Su intención no fue perderse, pero la Guerra a muerte lo sorprendió mientras regresaba a casa; mucho menos quiso dejarte el peso que significaron cuatro hijos y por eso repite a su disculpa. Dice él, madre, que a sus hijos ha estado llamando para con él, hacer compañía a Gonzalito, ese tu hijo quien partió primero de tus brazos. Él también te extraña. Ríe y sus brazos mueve con alboroto al escuchar tu nombre. Víctor dice que aquí tendrás menos preocupaciones y que las leñas jamás harán falta. Ángel te espera para abrir su baúl de chistes. Los ha estado guardando solo para ti y sin ti no es capaz de contarlos, porque estando tú allá y él aquí, se siente un vacío irreemplazable por su risa ausente.

No te saludo yo, madre mía, al contrario, me despido. Pero vive ahora como nunca lo has hecho, que yo me encargo de los tuyos hasta el día de tu llegada, y solo entonces serán tuyos como antes.

Te esperamos, madre,
pero no con prisa.
Y no olvides traer contigo
tu tan anhelada sonrisa.
Con amor,
Manuel,
Manuela,
Gonzalo,
Víctor

y Ángel. »








No hay comentarios: