R. M. Millán

domingo, 23 de junio de 2013

Aún recuerdo a Esmeralda

“¿Qué hacer antes las fantasía que produce la mirada reflejada en tu espejo, que te dice que los ojos en frente de ti no son los tuyos sino los de alguien más? ¿Qué hacer cuando tus labios, reflejados en el mismo espejo se mueven y le hablan directamente a tus oídos y te obligan a oler el inevitable deseo de abrazar y besar a quien más lejano se encuentra de ti? ¿Por qué mirar al espejo de tu vida y no al de tu destino? Tú, que te ves a diario y eres incapaz de reconocerte, ves a tu otro yo ir y venir y no alcanzas a identificar tu mitad escondida por la ceguera que te produce el dolor. ¿Hasta cuándo, entonces, dejarás de ser quien no eres para comenzar a ser lo que siempre has debido?”
Se llamaba Esmeralda y al mundo le temía. Pero no se trataba de cualquier mundo. Se trataba del mundo asqueroso que absorbe a todos los seres humanos, del que muy pocos logramos escapar. Yo me encontré ahí durante mucho tiempo y fue justamente a mi salida dónde conocí a la hermosa Esmeralda. Su nombre le entallaba con tal precisión que parecía imposible que mujer tan majestuosa pudiera jamás ser víctima de semejante fenómeno perturbador.  -¿Tú qué me ves?- me dijo con mucho dolor en los ojos. Quería entonces acercarme y lavarle el rostro amargado con un beso y ser quien hiciera de su oscuridad la innegable luz que la guiara a la torre más alta del paraíso, esa torre nunca mencionada que solo ha servido de habitación orgásmica para la vista de los afortunados visitantes. Aunque nunca he visitado esa torre, vez tuve la oportunidad de pasar cerca de sus doradas barreras protectoras. Leones brillantes colmaban lo más alto de las barandas y hermosas serpientes, delicadamente talladas iban en descenso hasta tocar el suelo. Hojas, aparentemente unidas por una rama imaginaria, unían a su vez las serpientes que sostenían a los erguidos leones de oro. Todas las ramas comenzaban y terminaban en el mismo destino: una puerta a medio cuerpo, que parecía hecha de mármol o lágrimas congeladas de ángeles alegres. Un largo camino decorado de flores y rocas apuntaba a la enorme entrada de la torre, pero iba muy deprisa. Tanto que no me detuve lo suficiente para entrar y subir hasta lo más alto de ella y observar la majestuosidad de los alrededores. -¿Acaso disfrutas burlarte de los desgraciados?- seguía preguntándome, pero yo permanecía inmóvil ante la maravilla que deleitaba a mis ojos: una mujer indescriptible que me robó el alma. Reaccioné por un momento y decidí acercarme, -No tengo intenciones de hacerle daño, señorita. Al contrario, quisiera ayudarla.- Me miró con desdén y poco después frunció el ceño y respondió: -No necesito su ayuda. ¿Qué le hace pensar que la necesito?- No supe qué decir, así que me senté a unos cuantos metros de ella le hablé. Le dije que conocía muchos lugares que podían interesarle, que tenía muchas cosas que podría contarle y seguramente le habrían encantado. Observé que se interesaba y aproveché para acercarme más. -¿Cuál es su nombre?- Le pregunté. -¡No me ha dicho usted el suyo, señor!- -¡Tiene usted razón!- dije entonces -¡Me llamo Juan! ¡O como dicen por ahí, “me llaman Juan”!- Algo debió causarle gracia porque sus labios giraron en una media luna que reveló ante mí su perfección. -¿Cuál es su nombre?- insistí. -¡Esmeralda!- ¿Cómo no adivinarlo si era tan obvio? Me acerqué un poco más y estiré mi brazo hacia ella. Tomó el pañuelo que había en mi mano y se secó las lágrimas.
Tenía yo veintitrés años. Había vivido pocas y muchas cosas al mismo tiempo. Cosas que, estoy seguro, muchos seres humanos han vivido y dejado de vivir. Mi padre siempre me decía que la vida era una sola y por eso no había que andar corriendo, que las cosas que nos correspondían venían sin nosotros buscarlas, pero mi madre me decía que era esa precisamente la razón por la que debía seguir  en vez de esperar. Ella pasó la vida esperando y no consiguió nada. Yo no quería ser como ellos ni como nadie. No me ha gustado nunca que me anden comparando con nadie porque no nací para imitar, y por eso me fui de casa a tan temprana edad.  Trabajé mucho, pero no conseguía tanto por no haber terminado los estudios. Cada año cambiaba de trabajo y por esa razón, no conocí amistades de esas que te corrompen… ni el amor. Mi juventud fue tan vacía que todavía siento la necesidad de ser niño otra vez, o al menos ser un muchacho travieso como los demás y conocer muchachas que me ayudasen a poner en práctica mi inexperiencia humana. Cuando cumplí veinte, me fui a trabajar a una fábrica de papel. Allí conocí a Juan, el único amigo que tuve en mi vida. En la empresa nos decían Juanitos por la coincidencia de nuestros nombres, además de ser los más jóvenes. Juan era extranjero, no sé de dónde exactamente, ni siquiera él estaba seguro. Su padre murió cuando era apenas un niño y su madre lo envió desde su país para que consiguiera una mejor vida con otra familia, pero las cosas no le salieron tan bien. Ingresamos a la fábrica al mismo tiempo, entre los dos rentamos una habitación en una residencia cercana a la fábrica. Nos turnábamos para los gastos, de manera que cada uno pudiera ahorrar mientras el otro se encargaba de los deberes. Juan me contaba sus historias todas las noches; me hablada de Rebeca, Vanessa, Melisa, Yoana. Todas lograron enamorarlo de distintas maneras, tanto así que el pobre no lograba olvidar a ninguna. Hasta que un día conoció a Anita. La relación duró tanto como el sol dura sobre el cielo claro, ¡pero cómo le dolió eso a Juan! Nunca me atreví a preguntarle por qué le causaba tanto dolor si apenas y se conocían, de daba terror verlo sufrir nuevamente.
Tenía yo veintitrés años cuando conocí a Esmeralda. Tenía veintitrés años cuando de ella me enamoré. Las similitudes compartidas con Juan me hicieron quererla aún más. Parecía extranjera por el color de sus ojos y cabello. Incluso su voz me parecía ajena a la cotidianidad de la gente de esta ciudad. –No tengo familia ni amigos…- me dijo, y en mi mente la imagen de mi infancia se vistió de ella.  –Ya no sé qué edad tengo por haberme perdido en el tiempo, pero no debo tener más de veintidós. Me echaron de todo lugar donde fui a pedir trabajo y en ningún lado me han aceptado nunca. Me han llamado Esmeralda desde que tengo uso de razón, pero no puedo asegurarte que sea ese mi nombre.  No sé leer ni escribir y no he comido bien desde mucho antes de aceptar llamarme Esmeralda- Fue entonces cuando le hablé de los lugares mágicos que conocía, esperé el momento adecuado para hablarle de ellos sin ofenderla. Me quité el abrigo y se lo puse sobre los hombros. La invité a levantarse. No podía creer lo que le estaba sucediendo, pero no quiso desaprovechar la oportunidad, o algo así me dijo más tarde. A pocas cuadras del lugar donde la encontré había varios restaurantes de bajo presupuesto que no la harían sentirse tan fuera de lugar. Comió “bien” y mucho. La llevé a la casa donde yo vivía con Juan y le preparé el baño. Tardó unas cuantas horas, tantas que llegué a preocuparme. La vi salir con los mismos trapejos que lucía cuando la conocí, y no me hubiera perdonado prolongar la penitencia que su piel venía pagando con esa mugre. Volvimos a salir, esta vez fuimos a conseguir nueva vestimenta. Compramos algunas prendas para ella y ella seleccionó otras para mí. Nos deshicimos de la vieja ropa y al salir del mostrador noté que algo estaba faltando, pero no lograba dar con ninguna imperfección. Ella se acercó y me agradeció el gesto y con algo de timidez me habló al oído: -te agradezco mucho lo que haces por mí, pero podríamos dejar toda esta ropa acá y comprar más comida con ese dinero.- Me fijé en el reloj y me di cuenta de que era hora de cenar. No había sentido yo hambre a causa del ensimismamiento que me provocaba Esmeralda. Íbamos de camino a un restaurante cuando vimos a Juan al otro lado de la calle, -Ey, ¡Juan! ¡Por acá!- lo llamé y se acercó. -¿Adónde vas?- me preguntó, -A cenar con Esmeralda- presumí. -¡Conoce a Esmeralda! ¡Esmeralda, él es Juan, mi mejor amigo!- Ambos intercambiaron saludos y nos fuimos a cenar. Cuando llegamos a casa, le indiqué a Esmeralda el sitio donde dormiría. -¿Y desde cuándo conoce usted a esta muchacha, Juan, que ya se queda a dormir en nuestra casa? ¿Por qué no me había hablado de ella? Déjeme decirle algo... ¡No se ve nada mal... con todo respeto! ¿Encontró el amor finalmente?-  Tantas preguntas me estaban produciendo una guerra neural. –La conocí hoy- Los ojos de mi amigo parecían salírseles por los oídos, pero Juan siempre había sido un hombre discreto, entonces respiró profundo y me habló luego con más calma: -¿Perdió usted la cabeza, compañero? ¿Cómo mete a nuestra casa a una mujer que acaba de conocer? Le dije que se ve bastante bien, es cierto, pero eso no quiere decir que es de confianza. – Juan tenía razón, pero no era capaz de dejarla y condenarme a pasar las noches pensando qué habría sido de ella, la mujer que me había hecho sentir lo que nunca nadie había podido, andando sin rumbo por la calle, corriendo el riesgo de ser maltratada por cualquier insensible de la ciudad. –No tiene a dónde ir, Juan. La encontré en la calle esta tarde. No tiene familia ni amigos ni nada. La pobre no sabe leer ni escribir. Tenía tanto tiempo sin comer que ya ni lo recordaba.- Juan se sentó y atrapó su cabeza con las manos. Aún cabizbajo me preguntó: -¿Y usted le compró el trapo que lleva puesto, aparte de la comida de hoy?- Me acomodé en una silla y le expliqué cómo mi vida acababa de cambiar . Le hablé de las cosas que nunca antes había dicho y que ahora no me avergonzaban. Le hablé de mí y de ella. Por fin sentí la libertad de hablar como los tontos, los locos, los vivos, los que aman, los que sienten, los que no le consiguen sentido a nada o le consiguen sentido a todo. Me sentí como siempre había querido sentirme, pero que no conocía realmente. – Así que usted nunca ha conocido el amor ni la decepción. No conoce el despecho ni la ilusión. ¡Oh, hermano mío! Usted ha tenido una vida vacía y miserable, pero alejada al mismo tiempo del dolor. El único pecado suyo, amigo mío, es llegar a tal edad y no haber tenido la dicha de conocer la conexión carnal. Cuando los cuerpos se unen, el alma renace. El corazón crece y el cuerpo se llena de tanta vida que te reproduces. ¿Pero está usted seguro de que esa chica es la que su corazón necesita?- Juan me hablaba con un lenguaje completamente desconocido, pero sabía que poco a poco lo iría entendiendo. –No sé, Juan. Espero que sí.- Fueron las únicas palabras que salieron de mí.
  Los días fueron pasando y mi amor por Esmeralda creciendo. Salimos a almorzar y a cenar. Al teatro y al café. Juan me ayudaba con las clases de lectura y escritura, era de los mejores con la escritura y pasaba horas leyendo. Nunca me gustaron las pilas de libros acumuladas en un rincón almacenando polvo y telarañas. Compramos más ropas y vinos caros. A veces, mientras íbamos por la calle, Esmeralda reconocía las palabras y se le llenaban los ojos de alegría. Esperé unos cuando meses para revelarle mis sentimientos, y aunque que no había nada que revelar, quise hacerlo de manera formal. Quería sentirme más cerca de tocar sus labios y descubrir la pasión que los famosos besos despertaban en los humanos. Una noche la invité a caminar a una de las plazas más hermosas de la ciudad, de las pocas que se veían adornadas con flores y fuentes. En el centro había un faro que no alumbraba por las noches, pero sí estimulaba el orgullo de los locales tras haber sido proclamado patrimonio nacional. Esmeralda se veía tan hermosa como siempre y nunca desperdiciaba un momento pasa salir a apreciar la ciudad, ni de día ni de noche, y mientras las clases de lectura y escritura avanzaban, más razones tenía para salir a ponerse en práctica. Nos sentamos en el banco más cercano a la fuente, con vista al faro, y levanté la mirada al cielo nocturno, tomé una flor del jardín de la plaza y la posé sobre su mano. – Esmeralda,… hay algo que he querido decirte desde hace mucho tiempo.- Ella me miraba con incertidumbre, sin impacientarse. -¿Y qué tienes que decirme, Juan?- Las palabras se me enredaban en la lengua al mismo tiempo que los nervios se acumulaban en mi garganta y no me dejaban hablar. – Es que desde el primer día que te vi sentí que había algo en ti que me hacía feliz. Eres la única persona que me ha hecho vivir tantas cosas bonitas que no puedo esperar más para hacértelo saber. Quiero vivir el resto de mis días a tu lado. Despertarme a tu lado y conocer el mundo entero contigo. ¡Imagina todos nuestros días como estos! ¿Qué dices?- Ese fue el día en que caminé junto a la torre del paraíso tan cerca, la torre de la perfección que le daba la bienvenida a todos sus visitantes. Esmeralda dejó caer la flor de sus manos y miró al cielo detenidamente. Pasaron unos segundos que para mí parecían años y me preguntó: -¿Qué hacer antes la fantasía que produce la mirada reflejada en tu espejo, que te dice que los ojos en frente de ti no son los tuyos sino los de alguien más?- no entendí al principio. -¿Qué hacer cuando tus labios, reflejados en el mismo espejo se mueven y le hablan directamente a tus oídos y te obligan a oler el inevitable deseo de abrazar y besar a quien más lejano se encuentra de ti? ¿Por qué mirar al espejo de tu vida y no al de tu destino?  Tú, que te ves a diario y eres incapaz de reconocerte, ves a tu otro yo ir y venir y no alcanzas a identificar tu mitad escondida por la ceguera que te produce el dolor. ¿Hasta cuándo, entonces, dejarás de ser quien no eres para comenzar a ser lo que siempre has debido?- No comprendí sus palabras, pero no parecía pensar en lo que decía sino que dejaba escapar cosas desde su interior. –No sé qué quieres decir con todo eso.- Me miró a los ojos entonces y tomó me tomó de las manos. – Juan, querido… hay muchas cosas que quiero agradecerte, pero las gracias no son suficiente para expresarlas. Estoy en completa deuda contigo por haberme salvado la vida, el alma. Si necesitas que pague mi deuda de tal manera que pueda hacerte sentir bien por el resto de tu vida, no podría negarme, pero hacerte feliz de esa manera no es hacerme feliz. Tú descubriste en mí nuevas emociones, nuevos deseos y nuevas ganas, pero no eres culpable de sentirte así y te entiendo perfectamente. Y yo podría responderte mis preguntas, pero no quiero herir a tu corazón palpitante con mi honestidad. Tú ves en mis ojos los que yo veo en los ojos de Juan, ese, tu amigo y compañero. Cada cosa que me dices las escucho con la simple esperanza de que sea Juan quién alguna vez me las diga. Pero soy fiel a mis deberes y es a ti a quien más debo en mi vida. Es por eso que estoy dispuesta a sacrificar mi destino por recompensar el tuyo. Por eso, estoy dispuesta a dejar de ser quien soy para no comportarme como mi corazón me obliga a hacerlo.-
La honestidad es el arma más dolorosa que el ser humano pudo haber creado jamás y Esmeralda está muy bien armada. Ese día pensé en Juan de muchas maneras, pero recordé a Anita también. Recordé el daño que le provocó a mi gran amigo en tan solo unas pocas horas. Comparé esas horas con los segundos que encierran el discurso de Esmeralda y siento que Anita no estaba tan entrenada para tal batalla como la chica de la calle que me robó el corazón. Mi mundo se despedazó en millones de partículas incapaces de reunirse nuevamente. Y volvía a pensar en Juan y en Anita. -¿Juan sabe algo de esto?- habló por fin mi dolor. Ese sentimiento amargo que no había conocido jamás. -¡No lo sabrá hasta que tú así lo decidas!- El faro en frente de mí seguía apagado e inútil como mi propuesta. Pero no mi cerebro. Me levanté y recogí la flor del suelo. La coloqué nuevamente en sus manos y le estiré la mía como aquella vez cuando nos conocimos. -¡Vamos!- la invité a levantarse. Ella aceptó y me siguió sin preguntar. Llegamos a casa y nos sentamos en la mesa del comedor. –Creo que debemos esperar por Juan. Hay cosas que debe saber- Ella me miró con algo de tensión, pero no hubo oposición alguna. Juan llegó un par de horas más tardes con un cuaderno y libros nuevos. Lo llamé a la mesa y no dudó en unirse. Tomé la mano de Esmeralda y la de él al mismo tiempo: -Hay algo que debes saber y ella te lo dirá- junté sus manos y salí del comedor. Cuando la charla acabó, salí de mi habitación con una maleta y algunas de mis pertenencias, por lo menos las más importantes. -¿Adónde vas, Juan?- Me preguntó mi amigo. Mis lágrimas hablaban más por mí que de mí, pero a duras penas logré pronunciar algo: -Esta casa ya es muy pequeña para los tres, amigo Juan. Es mejor que yo me vaya a otro lado, seguramente algo por aquí cerca para que sigamos viéndonos frecuentemente. Quiero desearles la mejor de las suertes y que recuerden que su amigo Juan está siempre a la orden.- Salí de la casa sin mayor problema y así mismo tomé el primer auto que me llevara lo más lejos posible de la ciudad.

      Tenía yo veinte años cuando conocí a mi mejor y único amigo. Tenía yo veintitrés años cuando conocí a mi mejor y único amor. Tengo ahora setenta y dos y sigo recordando a Esmeralda, la mujer de la calle que me sacó del mundo vacío y asqueroso donde viven aquellos que no saben lo que es amar. 


No hay comentarios: