R. M. Millán

lunes, 24 de junio de 2013

La manilla dejó de girar

El mayor testigo de los actos ocurridos en la 
historia de la humanidad no es otro más que el tiempo mismo.
El tiempo va, huele y escucha,
 y sin darnos cuenta nos va tocando poco a poco 
hasta que ya es muy tarde
 para notar el impacto que ha dejado sobre nosotros.


Andrea, al igual que nosotros, jamás pensaba en el tiempo. Mucho menos en sus consecuencias. Ella simplemente se recostaba y esperaba que la puerta del cuarto se abriera para luego contemplarla al ser cerrada. Así fue repitiéndose por mucho tiempo hasta que un día la manilla comenzó a girar mientras se abría la puerta con timidez. Una mano conocida se asomó. Andrea fijó su mirada en el anillo que vestía el dedo anular en dirección al interruptor que apagaría las luces. Andrea comprendió el mensaje y decidió acomodarse sobre la cama. Toma el control remoto y acaba con la poca iluminación que el televisor brindaba a la habitación. La puerta se abre por fin casi completamente a medida que la tenue claridad proveniente del interior de la casa revela la figura de su esposo. La excitación se apoderaba de sus cuerpos. Ella, acostada, posaba su hermoso cuerpo provocativamente sin quitarle la mirada en ningún segundo a su marido. Él fue acercándose cada vez más, inclinando su cuerpo hacia ella. La besa por largo rato. Ella apresura el paso quitándose la ropa. Él, con menos prisa, se deshizo del saco que vestía, fue desatando su correa y retirándose la camisa. Andrea se levanta, pero la imposibilidad de alcanzar sus labios la obliga a besarle el pecho en descenso y al ligero intento de tocar su cuerpo, el hombre la atrapa por las manos y la recuesta nuevamente en la cama. Era entonces su turno de recorrerla con los labios para a continuación levantarse y desnudarse casi por completo. Ella, ahora desnuda, lo invita a seguir. Él la sigue besando mientras su mano la complace. Su mirada se pierde tras la excitación y la oscuridad. Sus ojos se cierran. Él, invadido de nervios, aprovecha para desnudar su arma y llegar al acto más importante. Andrea suelta un grito de dolor. Él la entiende, pues es la primera vez que experimentan tal acto. Él la nota un poco adolorida, pero no puede detenerse. Lo hace una, dos, tres y tantas veces que no puede controlarse. Un último grito le advierte que ya todo acabó. El hombre se levanta extasiado y se dirige al baño. Se baña. Observa la sangre sobre sí, pero sin mayor problema la retira. Lava ahora su arma y la envaina en un estuche de cuero negro. Se viste. Al salir del baño echa un vistazo a la cama por última vez, con la mirada fija en una luz titilante que provenía del teléfono de Andrea. Toma el teléfono y al abrirlo lee un mensaje: -“Hola, preciosa. Avísame cuando tu esposo se haya ido.”- Ignorando el cuerpo de su esposa, dejó caer el teléfono sobre la cama nuevamente, abrió la puerta y la manilla dejó de girar.





El día de mi boda

-Amaneció por fin y dentro de pocas horas me caso. ¿Quién lo habría imaginado? ¡Yo casado! ¡Hasta raro suena eso! Pero bueno, ya no hay chance para acobardarse. Ya tu futura esposa debe estar poniéndose el vestido y ese poco ‘e mujeres deben estar halándole los pelos y pintorreándole la cara. ¡Me imagino a la suegra! Esa debe estar corre pa’quí, corre pa’llá. ¿Y mi mamá? ¿Qué estará haciendo la vieja? Seguro debe estar metida en la cocina preparando los pasapalos.

-¡El cielo está de playa! ¡Tremendo solazo y no hay  nubes feas por ahí cerca! Todo el mundo debe estar desesperado con la pinta y el regalo mientras yo estoy aquí, tan relajado pensando en todo el mundo. Seguro que en este momento nadie piensa en mí sino en mi futura esposa. ¿Pero quién va a estar preocupándose por el novio si lo único que tengo que ponerme es ese traje y echarme gel en el pelo? Todos se preguntan por la novia, que si cómo lucirá, qué se pondrá y cómo se lo pondrá. ¿Llegará tarde? ¿Cuánto se echará en llegar? ¿Por qué tanto rollo con eso de la boda? La gente lo que está es pendiente de la fiesta, el bochinche y el aguardiente y nada más. Como si uno no pudiera hacer todo eso sin necesidad de casarse. ¡Las mujeres y sus vainas! Tanta veces dijiste que no te ibas a casar y mírate ahora: a poco más de medio día para contradecirte. Pero te apuesto que si soy yo el que le pide algo que no le guste, esa no va a  pensarlo dos veces para decirme que no. ¿Cómo vas a comparar el matrimonio con eso? ¿Te volviste loco? ¡Es que la conozco como si fuera hija mía y no mi mujer! Y yo lo que no quiero es que nos pase como a esas otras parejas que se casan y les caen las siete plagas de Egipto. Y no es que a mí me importe estar casado o no porque al final, si nos llegáramos a dejar, ella se va a quedar con todo: los reales, la casa, mi vida, mis felicidad, mi todo. ¿Será que la llamo para ver cómo va todo por allá? ¡No! Mejor no. Esas mujeres deben estar en lo suyo y lo mejor es no interrumpir.

                -¡Dios mio! Ahora tengo que anotar otro día en mi calendario porque si se me olvida un día como este, seguro me sale divorcio. El día de su cumpleaños, nuestro aniversario de novios, el primer beso, la primera noche, el día del compromiso, el día de la boda. Cuando tengamos hijos se me va a olvidar el día en que yo nací sólo para no olvidar los días que son importantes para ella. Y no es que no sean importantes para mí, ¿Pero no es más fácil recordar solamente el momento y cómo pasó todo? Yo creo que eso es lo que importa, ¿o no? ¡Pero di ahora que no ha valido la pena! Esa mujer vale eso y más. Nadie se hubiese calado JAMÁS las cosas que ha vivido conmigo. ¡Y pensar que todo comenzó cuando éramos niños! ¡Lo que hace el chalequeo y la inmadurez! Para ver… si yo tenía trece… ella tenía catorce. ¡No, mentira! Ella tenía trece también, pero estaba por cumplir los catorce. Le faltaban unos mesesitos. ¡Qué loco todo! ¡La condenada era flaquita, pero hermosa! ¡Chiquitica, pero con carácter! Creo que debería recordarle eso cuando llegue a la iglesia: el día que me rechazó porque yo era muy niñito para ella. ¡Mírenla ahora! Y yo por sin vergüenza, porque hombre rechazado no se humilla dos ni tres veces, pero por mentepollo vine a parar al Santo Sacramento ¿Qué tal? ¿Qué habría sido de mí si no hubiese insistido?

-Y todavía tengo las cartas que me escribió antes y durante el noviazgo. Yo que pensaba que no había leído más que los Meridianos en mi vida, mira la cantidad de cartas escritas por esa mujer. Aunque con las mías juntas podrían hacer otra Biblia.

-¿Y cómo no recordar mi primer beso? ¡Qué espectáculo! Yo sentía como si de mí dependiera el destino de la tierra en ese momento. ¡Cómo sudaba y temblaba! Gracias a Dios que reaccioné rápido, cerré los ojos y la besé. ¡Por fin había logrado besarla! ¡POR FIN! Tenía casi quince años cuando logré besarla, pero por más larga que había parecido la espera, después de ese día, los besos venían uno detrás de los otros, tanto que llegó un momento en que parecían parte de un contrato que teníamos que cumplir obligatoriamente. Menos mal que estábamos en esa etapa en que uno va creciendo y se pone curioso y nos damos cuenta de las cosas con más prisa, porque si no, estuviéramos a punt’e beso todavía o quizás nos hubiésemos dejado. ¡Menos mal que no! Esa mujer me deja y yo me muero, ¿oyó? Es como si estuviese en la luna y de repente me rompieran el casco y se me escapara el oxígeno. Probablemente el compadre tenía razón y a mí lo que me hacía falta era probar con otras muchachas, pero no me arrepiento de nada. ¿De qué me voy a arrepentir si ella me ha dado todo lo que necesito?

-Este día podría ser el día más importante para ella, pero no para mí. Y no es que este día no sea importante para mí, pero sinceramente, hay cosas mejores que un día de gala. Yo aprendí con ella que hay diferencias muy grandes entre el morbo y  el amor, y es que cuando la vi desnuda la primera vez, yo renací por dentro. Qué pena no haber podido responderle como debía, pero no podía desprenderme de mi impresión. No sé si tenía que ver con el hecho de haber visto a una mujer así por primera vez, pero no creo, porque yo era el primero para ella también, así que no había ningún tipo de intimidación que me hubiese hecho reaccionar de tal forma. Yo todavía sigo convencido de que no estaba preparado para tanta perfección en un mismo día. Después me costó verle la cara y pasaron días para que yo dejara eso de “la perfección” a un lado y me pusiera serio en el otro asunto. ¿Qué mujer se hubiese aguantado eso? Si hubiese sido otra, sale corriendo para que las amigas a decir quién sabe qué barbaridades de uno. ¡Las mujeres son candela, chamo! Entonces llegó el día más increíble de mi vida. Ciertamente, no lo podré olvidar jamás. Más que por los hechos y todo el relajo, hubo muchas cosas que decoraron su perfección: ese día cada beso me llevó a nuestro primer beso. Me sentía tan espantado y sudoroso como aquella vez, pero tan lleno de magia y felicidad que iba en contra y a favor de las cosas que hacía. Desde ese día nuestros besos volvieron a ser besos y no una rutina de nuestra relación. Desde esa vez crecimos y cambiamos, pero afortunadamente cambiamos al mismo tiempo y siempre estuvimos agarrados de la mano para no desviarnos en el camino del cambio. ¡Claro! Nunca imaginé que ese camino me iba a traer hasta este.

-¡Vaya! Estoy seguro que hasta ahora ella considera como su anécdota favorita el día que le entregué el anillo. ¡Pero es que me boté con esa sorpresa! Todo estaba bonito y arregladito. Menos mal que la gente de ese restaurante es burda de pana porque si no, todo hubiese sido un desastre y en vez de boda, hoy  todos se estuvieran reuniendo para mi funeral. ¡Esa cena estaba sabrosa! Ahora estoy convencido de que no pude haber pensado en mejores anfitriones para el banquete que ellos, y por eso los contraté. ¡Contratar! Me siento un señor y todo…, pero el deudón que me viene ahora me va a hacer llorar hasta el día de nuestro primer aniversario y cuando llegue ese día y recuerde el gasto que me ha tocado, seguiré llorando.


-Pero ya estoy aquí. Contando los minutos desde que me levanté y tan nervioso que no sé ni por dónde empezar. Estoy aquí tan feliz que me uno a los demás y me pregunto: ¿Cómo estará mi mujer en este momento? No me pregunto cómo se verá porque sé que nadie podrá opacar su imagen este día y por eso es que para ellas es tan importante el matrimonio, porque necesitan saber que los hombres no somos protagonistas de las relaciones en todo momento. Yo sería feliz siendo su sombra, pero admito que la sociedad nos ha empujado un poquito a las tradiciones que ella odia, y que por alguna extraña razón las sigue. ¡Tiene que ser eso! Porque ¿Qué otra cosa podría ser? ¡Tampoco es que somos muy religiosos! Realmente eso no me interesa en este momento. ¡Deja los recuerditos para los invitados y empieza a arreglarte que tienes bastante trabajo! ¡Todos los ayudantes están con las novia y el novio tiene que arreglárselas solo! ¡A bañarse ahora, que el día es largo! 



domingo, 23 de junio de 2013

La dicha de ser humano

                Rey. Así me llaman quienes en marcadas y en punto se acercan a mí; quienes me niegan el nombre que adornaba la cesta que Ana se quedó en mi llegada. Pero no me quejo de la ironía de mis aguas porque de bautizo continúo sin haber. Pero no me quejo de la ironía de la corona en mi cintura cuyas joyas se asemejan tanto que solo la diferencian unos hilos que las separan una de la otra. Tanta es así mi atención, que muchos ojos se posan en sobre mí al apenas dar un par de pasos que más grande en tamaño no tiene el fuerte que entre tristezas me protege de los azotes bárbaros de mis iguales. No hablar de mis desiguales.
                Por rey entiendo aquel que desde su ignorancia o quién sabe cuánta sapiencia, controla lo que sus ojos alcanzan a ver y no más que eso porque más allá gobiernan otros ojos que los del rey toman por nombre.
                El cetro lo llevo conmigo, a veces izado y otras tantas no, sin mango fijo por dónde cogerlo, infiel a mis manos cuanto a otras bocas que senos y culos y vaginas, pero siempre leal a mi imaginación. Mi imaginación y mi reino, porque más que la mente misma no hay realeza a mi alrededor, que por nombre no gozo ni de riquezas.
                No me sorprende si haya sido Ana, que además de lo físico envidió mi más por demás y lo que todavía envidia mi cetro y no mi corona, pero sí mi demás.
                A mi edad cuento mis canas que no sé si tenga una, y espero empero que la sorpresa de a mi frente asome la respuesta a lo que años atrás me torturaba por curioso. Y por curioso vine a parar aquí, rey con corona y cetro, sin riqueza ni reino, sin seguidores ni quien me odie. Curioso fui y los años me han cobrado cada interrogante, y no lo afirmo así si por entre mis venas no sintiera yo correr las penitencias que van desde donde no las siento hasta donde me agonizan, hasta donde me emplacen por llorar o reír o toser.
                Empiézome in curioso cuando no la más importante duda había atravesado mi nostalgia y me preguntaba entre ir y venir si algún zodíaco me apadrinaba o si por padre o madre algún rostro vería, pero Ana a capito de mi inconformidad me dijo que aquí llegué de gota y de lluvia, y cual si las gotas deslloviéndose, extraño desde aquel día a la madre y al padre que por blanco o gris a mí me vieren crecer.
                A dosier vino el dos y el tres también; si mi campana hubo de sonar en enero, el tin tan no pudo haber sonado más que por un par de días, pero a oscuridad del conteo de este lugar, ni por campana ni por campanero me sé.
                Por continuación aprendí a aprender y ni de vaina a olvidar porque quien vela llevase o lámpara al menos, iluminaría a mí la cordura por equivocación. Conocí de poco por poco al maestro y al culpable, que por estudioso fui a parar en desdicha, sin padre ni fecha de nacimiento ni hora de llegada ni nombre por origen, pero nunca bruto ni mal sabido, y solo sí malinterpretado.
                Dormí junto a Ana cuanto mi cuerpo metamorfizó los poros al exterior y en hebras dio vida a mi humor. La curiosidad no quedó ahí, más bien se alimentó a mi desbeneficio y con las lunas me preparaba en esquinados para apreciar la montanidad de Ana que no por montañas mas por cerros a relieve dibujaba el horizonte, y no entre ausencias de la multifacética quedaba Ana sola, pues en la oscuridad mis ojos descansaban mientras mis oídos hacían de fiesta en vez.
                Llegaba de sombras y no de mudo quién desafinado mezclaba la melodía del lecho con la impaciencia y la preocupación de Ana. Desentendía yo la música que por falta de letra capturaba entonces las notas graves y en de menos las agudas. Ana y su sombra en conjunto recitaban las canciones que no otro dueto jamás produjo en mi inocencia, y feliz de mí sido lo hubiera de no ser por mis hebras que por querer crecer se devolvían hasta que de canción y de melodía bailaba yo de trío o de orgía, pues coreografía no faltó y más que testigo hube de acabar con el dueto que me incluyó en el repertorio despermiso de respeto.  Las manos de Ana, a mi vista, suaves y limpias y a mi tacto tierra y lodo que a mi gusto oscuro fin ahora, uniéronse a las mías engañándome para tomar de mí el cetro sin éxito de arrebato. Mi aprecio alcanzaba el infinito cuando oscuro en techo disfrazaba y por alegre lo conseguía de cuando en vez, pero vacilar por debajo innecesario fuera hasta que de media o de toda regresara la más grande estrella. No la supe por Ana sino por sombra, pero de curioso igual me preguntaba qué tanto ha de hacer mujer como ella que me alcanzaba en la cama. Mis miembros de largas en largas estaban prisioneros de movimientos, pero el aroma se escapaba de violento y de sudor. Fue infiel mi cetro a su rey de por vez primera y en arrepentimiento ha de estar en horas, pero rey aun yo era sin corona. Hasta que la luna en disimulo tocó el marco de la ventana y que de Ana se acompañaba, me vi yo invadido de ira y de pena cuando la sombra se abandonaba de mis piernas. Ana a lo lejos y de cerca la sombra y con ella mis oídos y conmigo aún el tacto. Si por mí entiendes tú disparate, interrogue pues a Ana quien prefirió mudarme con el Dr. Botaco.
                Yo, en preferencia, le llamo de maestro. El Dr. que aquí menciono, su hermano y colega y no a quien conozcas mejor que yo, escuchó de mí tanto pude dejar escapar y con mentiras me enseñó lo bueno de volar. Que con mentiras sobreviví ya que aire había menos donde fui creciendo. El maestro, su par, me escuchó de Ana y de la sombra, y a sus metros bajaba la cabeza para observarme incrédulo y yo narrando me permitía escuchar el arpa de su lástima, de que por notas caían diamantes mas no a riqueza incrementaban sino a impotencia y a venganza. Mío se convirtió su reposo y de lecho a él el mesedor, ya donde me escoltaba para cerrar la caja de diamantes. Sus lentes, en portadas del libro de turno, también estuvieron presentes incluso el día que él quedó por ausente.
                El Dr. maestro dio sombra con luz y entre conmoción solo Ana dio señales de párpito, pues ni de sombra ni de Botaco quedó esperanza alguna. El maestro viome por despedida en tardes cuanto ya nada o poco tenía para decirle, y le dije por cambio de Ana y de sus cantos. Acto suficiente para el presto del maestro que en cerca de Ana fue. Y se fue.
                En dos, uno adelante y otro detrás, llegaron doctores. Uno, no que por sombra, y otro por maestro, que por segundo, a él hice entrega de mi descanso que nunca fue mío sino de Botaco. De uno, un tres lo convertimos, y que de dos ya tenía tiempo, pero entre charlas a mí mudas, de poco por poco cupimos todos; el doctor por maestro en cama, quien no por sombra en el mesedor y yo por joven en el suelo.
                Escuchélos hablar de medicina y de cómo el experimento había de ser, yo por curioso no hube de preguntar, pero sí de por poco aprendí a aprender. Supe entrar a la venenosa y las osas molidas en las coyunturas no era aceita a aplicarse sino D vitamínicos y estos genos. A los que por más vivos las azules y picadas y a los que por muertos las más blancas y rojas enteras. De los azules habrían de lucir a sueñas y de los blanquirojos empepados o de una, muertos. Decíanse entre ir y venir que por malsidos habrían de coronarlo sea con sedas o con palos. Así mismo lo vi yo que de llanto por dentro inundado estaban los lacrimales, pero de afuera por grande fui de piedra.
                Ya la luz se había encendido tantas veces y otras apagado que escuché en primicia a cuyo nombre no me viene en mente, pues por mí fue señor y Dr. de siempre, que si no tenía yo origen debía crearme uno. Y que me ayudaría de mucho él y con Ana a él yo lo ayudase.
Así hice y origen pido por él.
                Escuche atento ahora que de esto no quiero volver a hablar y si por mí fuera, borrara de mi memoria. Me dijo Ana que no caminara sus lagunas, que el Dr. Spannight, creo que así fuera su nombre, ya grande era. Tanto era por edad que de tamaño ya iba en descenso, pero no aquel otro más joven y de atrás, de apariencia calma y de poco discurso. Entre cinco y diez centímetros saltaba el piojo de haberlos de mi cabeza a la suya, pero por rostro el mío más inocente además.
                Mario. Su nombre tan común como lo eran Ana y su nombre. No lo llamé nunca Dr. porque así fue su petición y yo por obediencia tengo más que por nombre y persona.
                Spannight de Ana y Ana de Mario, pero Mario de Ana ni el saludo. Yo de ni uno ni del otro y al mismo tiempo de quien pudiere.
                Mario me enseñó cuanto de medicina sabía y Spannight cuanto de intervenciones aplicaba. El uno con las buenas y el otro con las malas. Aprendí y de poco por poco y en experto me volví. Y por experto, ahora con usted heme aquí.
                De niño ya había a mí solo memoria, porque por cuerpo y deseo de mí no quedaba curiosidad sino vergüenza, pues de mí por axilas ya tenía sobacos y ni de miembro mas de pene y hombre y hasta de primate la cubierta.
                Me enseñó Mario la seda hasta que de seda fui a parar en el algodón desnudo y erecto, con Mario a un lado y Ana al otro.
                Tanto como ignorarlo hubiera preferídolo yo, pero el de adelante depositó un desmadre en sobre Mario y que por cabellos ya se había hecho con Ana. Yo seguía inmóvil y más de por poco confundido, con el ¡Hijo!, con la ¡Puta! Y el ¡Marica! mis intérpretes no hacían caso sino al tormento al otro lado de mis sienes.
                De mora acabé en el laboratorio hasta que resultado encontrasen, pero ya Dr. Spannight me había cantado de concierto y de privado lo depravado que Ana y Mario conmigo fuero en la indefensa. Quedéme en el conjunto de químicos y cristales recordando lo que Mario mismo me pidió que evitare. ¡Evitar una mierda! Y menos a quien de mí hizo abuso sin saber yo de tanto ni cuánto, que ni de Ana por alcahuete ni de Mario por transparente. Y en doncella dejé el ricino con azufre y licor de almendra por luces amarillas y otras blancas. Cuando no hubo blancura en la penumbra serví de jugo al uno y a la una con expresión  de desagrado en la presencia.
                Ana y Mario caminarían con el maestro, su sangre, de no ser por ser más que yo bastardos. Y no fuere yo más que el mismo otro de la familia sino hubiera sido el sabio quien me diagnosticase, quien a oscuras de mi luz no supo nunca que siempre supe yo qué reacción esperaba del desigual, pues de beneficio me sirvió saber el saber de Mario y en des me sirvió aplicarlo a él. Dejóme de pupilo que por entendido no fue jamás Dr. Spannight, a quien le agradezco con cada dentro y fuera por haberme coronado, pues de no ser así más acompañantes hubiera tenido aquel de atrás y aquella Ana común.
                No tiene que verme ahora cual desentendido, a luces de mi desgracia y que por Ana no vino a parar aquí una menos hambrienta, que de mozo me tenía y al momento de mi sanatorio solo por debajo me desvestía.
                Así de penitencia recorríanme por entre las venas y las venenosas la corriente que mis pecados provocaban al hacer contacto con los suyos, agrupados en las yemas de sus dedos.
                Ana, aunque por común y ausente e indispuesta a ser interrogada, podría gritarle desde el calabozo lo nulo que fueron sus intentos de destronarme. Ella no fue de mí lo que Mario ni sustituta ni sombra fueron, pero sí camino conductor de mi desdicha.
                Ahora, por interno y no por criado, me tienes aquí a merced de angustia y de intriga, como si intriga no supiera yo alguna que de padres carezco y existencia pura.
                Dígame usted, Dr. Botaco, siendo a ti mi disposición, ¿cuántos reyes han heredado suerte que la mía? No tendrá respuesta, cierto, porque para hijo rey por campana harán siempre falta padres reyes que campaneros. Y no por manicomio mas por castillo y que de a menos provincia.
                Ahora soy a su merced lo que Botaco padre o Botaco hijo o hermano ha de hacer para conmigo. Y solo he de cuestionar en molestia si me concedieras el honor que por años, creo me he ganado: ¡descoróname que ni rey por Rey intento ser y por Spannight, que no despertó de la excitación de la sustituta, pueda yo tener origen mío y no impuesto! Desnúdame tú en lo alto que yo me defiendo por mi cuenta. Y si por amentado me cree, solo voltee y no venga aquí a recordar mis recuerdos que por humano, aunque usted los imagine, solo yo los siento.

                Véngame usted y sepa que de no ver yo sorpresa en su rostro ni aire de por encima, sé que sobrevivo de joven y vida me espera al frente mientras unicolor el sol siga y de muchas máscaras lo acompañe la luna. Acaba con mi desdicha y permíteme ver lo buen de demás, y ser humano.


Aún recuerdo a Esmeralda

“¿Qué hacer antes las fantasía que produce la mirada reflejada en tu espejo, que te dice que los ojos en frente de ti no son los tuyos sino los de alguien más? ¿Qué hacer cuando tus labios, reflejados en el mismo espejo se mueven y le hablan directamente a tus oídos y te obligan a oler el inevitable deseo de abrazar y besar a quien más lejano se encuentra de ti? ¿Por qué mirar al espejo de tu vida y no al de tu destino? Tú, que te ves a diario y eres incapaz de reconocerte, ves a tu otro yo ir y venir y no alcanzas a identificar tu mitad escondida por la ceguera que te produce el dolor. ¿Hasta cuándo, entonces, dejarás de ser quien no eres para comenzar a ser lo que siempre has debido?”
Se llamaba Esmeralda y al mundo le temía. Pero no se trataba de cualquier mundo. Se trataba del mundo asqueroso que absorbe a todos los seres humanos, del que muy pocos logramos escapar. Yo me encontré ahí durante mucho tiempo y fue justamente a mi salida dónde conocí a la hermosa Esmeralda. Su nombre le entallaba con tal precisión que parecía imposible que mujer tan majestuosa pudiera jamás ser víctima de semejante fenómeno perturbador.  -¿Tú qué me ves?- me dijo con mucho dolor en los ojos. Quería entonces acercarme y lavarle el rostro amargado con un beso y ser quien hiciera de su oscuridad la innegable luz que la guiara a la torre más alta del paraíso, esa torre nunca mencionada que solo ha servido de habitación orgásmica para la vista de los afortunados visitantes. Aunque nunca he visitado esa torre, vez tuve la oportunidad de pasar cerca de sus doradas barreras protectoras. Leones brillantes colmaban lo más alto de las barandas y hermosas serpientes, delicadamente talladas iban en descenso hasta tocar el suelo. Hojas, aparentemente unidas por una rama imaginaria, unían a su vez las serpientes que sostenían a los erguidos leones de oro. Todas las ramas comenzaban y terminaban en el mismo destino: una puerta a medio cuerpo, que parecía hecha de mármol o lágrimas congeladas de ángeles alegres. Un largo camino decorado de flores y rocas apuntaba a la enorme entrada de la torre, pero iba muy deprisa. Tanto que no me detuve lo suficiente para entrar y subir hasta lo más alto de ella y observar la majestuosidad de los alrededores. -¿Acaso disfrutas burlarte de los desgraciados?- seguía preguntándome, pero yo permanecía inmóvil ante la maravilla que deleitaba a mis ojos: una mujer indescriptible que me robó el alma. Reaccioné por un momento y decidí acercarme, -No tengo intenciones de hacerle daño, señorita. Al contrario, quisiera ayudarla.- Me miró con desdén y poco después frunció el ceño y respondió: -No necesito su ayuda. ¿Qué le hace pensar que la necesito?- No supe qué decir, así que me senté a unos cuantos metros de ella le hablé. Le dije que conocía muchos lugares que podían interesarle, que tenía muchas cosas que podría contarle y seguramente le habrían encantado. Observé que se interesaba y aproveché para acercarme más. -¿Cuál es su nombre?- Le pregunté. -¡No me ha dicho usted el suyo, señor!- -¡Tiene usted razón!- dije entonces -¡Me llamo Juan! ¡O como dicen por ahí, “me llaman Juan”!- Algo debió causarle gracia porque sus labios giraron en una media luna que reveló ante mí su perfección. -¿Cuál es su nombre?- insistí. -¡Esmeralda!- ¿Cómo no adivinarlo si era tan obvio? Me acerqué un poco más y estiré mi brazo hacia ella. Tomó el pañuelo que había en mi mano y se secó las lágrimas.
Tenía yo veintitrés años. Había vivido pocas y muchas cosas al mismo tiempo. Cosas que, estoy seguro, muchos seres humanos han vivido y dejado de vivir. Mi padre siempre me decía que la vida era una sola y por eso no había que andar corriendo, que las cosas que nos correspondían venían sin nosotros buscarlas, pero mi madre me decía que era esa precisamente la razón por la que debía seguir  en vez de esperar. Ella pasó la vida esperando y no consiguió nada. Yo no quería ser como ellos ni como nadie. No me ha gustado nunca que me anden comparando con nadie porque no nací para imitar, y por eso me fui de casa a tan temprana edad.  Trabajé mucho, pero no conseguía tanto por no haber terminado los estudios. Cada año cambiaba de trabajo y por esa razón, no conocí amistades de esas que te corrompen… ni el amor. Mi juventud fue tan vacía que todavía siento la necesidad de ser niño otra vez, o al menos ser un muchacho travieso como los demás y conocer muchachas que me ayudasen a poner en práctica mi inexperiencia humana. Cuando cumplí veinte, me fui a trabajar a una fábrica de papel. Allí conocí a Juan, el único amigo que tuve en mi vida. En la empresa nos decían Juanitos por la coincidencia de nuestros nombres, además de ser los más jóvenes. Juan era extranjero, no sé de dónde exactamente, ni siquiera él estaba seguro. Su padre murió cuando era apenas un niño y su madre lo envió desde su país para que consiguiera una mejor vida con otra familia, pero las cosas no le salieron tan bien. Ingresamos a la fábrica al mismo tiempo, entre los dos rentamos una habitación en una residencia cercana a la fábrica. Nos turnábamos para los gastos, de manera que cada uno pudiera ahorrar mientras el otro se encargaba de los deberes. Juan me contaba sus historias todas las noches; me hablada de Rebeca, Vanessa, Melisa, Yoana. Todas lograron enamorarlo de distintas maneras, tanto así que el pobre no lograba olvidar a ninguna. Hasta que un día conoció a Anita. La relación duró tanto como el sol dura sobre el cielo claro, ¡pero cómo le dolió eso a Juan! Nunca me atreví a preguntarle por qué le causaba tanto dolor si apenas y se conocían, de daba terror verlo sufrir nuevamente.
Tenía yo veintitrés años cuando conocí a Esmeralda. Tenía veintitrés años cuando de ella me enamoré. Las similitudes compartidas con Juan me hicieron quererla aún más. Parecía extranjera por el color de sus ojos y cabello. Incluso su voz me parecía ajena a la cotidianidad de la gente de esta ciudad. –No tengo familia ni amigos…- me dijo, y en mi mente la imagen de mi infancia se vistió de ella.  –Ya no sé qué edad tengo por haberme perdido en el tiempo, pero no debo tener más de veintidós. Me echaron de todo lugar donde fui a pedir trabajo y en ningún lado me han aceptado nunca. Me han llamado Esmeralda desde que tengo uso de razón, pero no puedo asegurarte que sea ese mi nombre.  No sé leer ni escribir y no he comido bien desde mucho antes de aceptar llamarme Esmeralda- Fue entonces cuando le hablé de los lugares mágicos que conocía, esperé el momento adecuado para hablarle de ellos sin ofenderla. Me quité el abrigo y se lo puse sobre los hombros. La invité a levantarse. No podía creer lo que le estaba sucediendo, pero no quiso desaprovechar la oportunidad, o algo así me dijo más tarde. A pocas cuadras del lugar donde la encontré había varios restaurantes de bajo presupuesto que no la harían sentirse tan fuera de lugar. Comió “bien” y mucho. La llevé a la casa donde yo vivía con Juan y le preparé el baño. Tardó unas cuantas horas, tantas que llegué a preocuparme. La vi salir con los mismos trapejos que lucía cuando la conocí, y no me hubiera perdonado prolongar la penitencia que su piel venía pagando con esa mugre. Volvimos a salir, esta vez fuimos a conseguir nueva vestimenta. Compramos algunas prendas para ella y ella seleccionó otras para mí. Nos deshicimos de la vieja ropa y al salir del mostrador noté que algo estaba faltando, pero no lograba dar con ninguna imperfección. Ella se acercó y me agradeció el gesto y con algo de timidez me habló al oído: -te agradezco mucho lo que haces por mí, pero podríamos dejar toda esta ropa acá y comprar más comida con ese dinero.- Me fijé en el reloj y me di cuenta de que era hora de cenar. No había sentido yo hambre a causa del ensimismamiento que me provocaba Esmeralda. Íbamos de camino a un restaurante cuando vimos a Juan al otro lado de la calle, -Ey, ¡Juan! ¡Por acá!- lo llamé y se acercó. -¿Adónde vas?- me preguntó, -A cenar con Esmeralda- presumí. -¡Conoce a Esmeralda! ¡Esmeralda, él es Juan, mi mejor amigo!- Ambos intercambiaron saludos y nos fuimos a cenar. Cuando llegamos a casa, le indiqué a Esmeralda el sitio donde dormiría. -¿Y desde cuándo conoce usted a esta muchacha, Juan, que ya se queda a dormir en nuestra casa? ¿Por qué no me había hablado de ella? Déjeme decirle algo... ¡No se ve nada mal... con todo respeto! ¿Encontró el amor finalmente?-  Tantas preguntas me estaban produciendo una guerra neural. –La conocí hoy- Los ojos de mi amigo parecían salírseles por los oídos, pero Juan siempre había sido un hombre discreto, entonces respiró profundo y me habló luego con más calma: -¿Perdió usted la cabeza, compañero? ¿Cómo mete a nuestra casa a una mujer que acaba de conocer? Le dije que se ve bastante bien, es cierto, pero eso no quiere decir que es de confianza. – Juan tenía razón, pero no era capaz de dejarla y condenarme a pasar las noches pensando qué habría sido de ella, la mujer que me había hecho sentir lo que nunca nadie había podido, andando sin rumbo por la calle, corriendo el riesgo de ser maltratada por cualquier insensible de la ciudad. –No tiene a dónde ir, Juan. La encontré en la calle esta tarde. No tiene familia ni amigos ni nada. La pobre no sabe leer ni escribir. Tenía tanto tiempo sin comer que ya ni lo recordaba.- Juan se sentó y atrapó su cabeza con las manos. Aún cabizbajo me preguntó: -¿Y usted le compró el trapo que lleva puesto, aparte de la comida de hoy?- Me acomodé en una silla y le expliqué cómo mi vida acababa de cambiar . Le hablé de las cosas que nunca antes había dicho y que ahora no me avergonzaban. Le hablé de mí y de ella. Por fin sentí la libertad de hablar como los tontos, los locos, los vivos, los que aman, los que sienten, los que no le consiguen sentido a nada o le consiguen sentido a todo. Me sentí como siempre había querido sentirme, pero que no conocía realmente. – Así que usted nunca ha conocido el amor ni la decepción. No conoce el despecho ni la ilusión. ¡Oh, hermano mío! Usted ha tenido una vida vacía y miserable, pero alejada al mismo tiempo del dolor. El único pecado suyo, amigo mío, es llegar a tal edad y no haber tenido la dicha de conocer la conexión carnal. Cuando los cuerpos se unen, el alma renace. El corazón crece y el cuerpo se llena de tanta vida que te reproduces. ¿Pero está usted seguro de que esa chica es la que su corazón necesita?- Juan me hablaba con un lenguaje completamente desconocido, pero sabía que poco a poco lo iría entendiendo. –No sé, Juan. Espero que sí.- Fueron las únicas palabras que salieron de mí.
  Los días fueron pasando y mi amor por Esmeralda creciendo. Salimos a almorzar y a cenar. Al teatro y al café. Juan me ayudaba con las clases de lectura y escritura, era de los mejores con la escritura y pasaba horas leyendo. Nunca me gustaron las pilas de libros acumuladas en un rincón almacenando polvo y telarañas. Compramos más ropas y vinos caros. A veces, mientras íbamos por la calle, Esmeralda reconocía las palabras y se le llenaban los ojos de alegría. Esperé unos cuando meses para revelarle mis sentimientos, y aunque que no había nada que revelar, quise hacerlo de manera formal. Quería sentirme más cerca de tocar sus labios y descubrir la pasión que los famosos besos despertaban en los humanos. Una noche la invité a caminar a una de las plazas más hermosas de la ciudad, de las pocas que se veían adornadas con flores y fuentes. En el centro había un faro que no alumbraba por las noches, pero sí estimulaba el orgullo de los locales tras haber sido proclamado patrimonio nacional. Esmeralda se veía tan hermosa como siempre y nunca desperdiciaba un momento pasa salir a apreciar la ciudad, ni de día ni de noche, y mientras las clases de lectura y escritura avanzaban, más razones tenía para salir a ponerse en práctica. Nos sentamos en el banco más cercano a la fuente, con vista al faro, y levanté la mirada al cielo nocturno, tomé una flor del jardín de la plaza y la posé sobre su mano. – Esmeralda,… hay algo que he querido decirte desde hace mucho tiempo.- Ella me miraba con incertidumbre, sin impacientarse. -¿Y qué tienes que decirme, Juan?- Las palabras se me enredaban en la lengua al mismo tiempo que los nervios se acumulaban en mi garganta y no me dejaban hablar. – Es que desde el primer día que te vi sentí que había algo en ti que me hacía feliz. Eres la única persona que me ha hecho vivir tantas cosas bonitas que no puedo esperar más para hacértelo saber. Quiero vivir el resto de mis días a tu lado. Despertarme a tu lado y conocer el mundo entero contigo. ¡Imagina todos nuestros días como estos! ¿Qué dices?- Ese fue el día en que caminé junto a la torre del paraíso tan cerca, la torre de la perfección que le daba la bienvenida a todos sus visitantes. Esmeralda dejó caer la flor de sus manos y miró al cielo detenidamente. Pasaron unos segundos que para mí parecían años y me preguntó: -¿Qué hacer antes la fantasía que produce la mirada reflejada en tu espejo, que te dice que los ojos en frente de ti no son los tuyos sino los de alguien más?- no entendí al principio. -¿Qué hacer cuando tus labios, reflejados en el mismo espejo se mueven y le hablan directamente a tus oídos y te obligan a oler el inevitable deseo de abrazar y besar a quien más lejano se encuentra de ti? ¿Por qué mirar al espejo de tu vida y no al de tu destino?  Tú, que te ves a diario y eres incapaz de reconocerte, ves a tu otro yo ir y venir y no alcanzas a identificar tu mitad escondida por la ceguera que te produce el dolor. ¿Hasta cuándo, entonces, dejarás de ser quien no eres para comenzar a ser lo que siempre has debido?- No comprendí sus palabras, pero no parecía pensar en lo que decía sino que dejaba escapar cosas desde su interior. –No sé qué quieres decir con todo eso.- Me miró a los ojos entonces y tomó me tomó de las manos. – Juan, querido… hay muchas cosas que quiero agradecerte, pero las gracias no son suficiente para expresarlas. Estoy en completa deuda contigo por haberme salvado la vida, el alma. Si necesitas que pague mi deuda de tal manera que pueda hacerte sentir bien por el resto de tu vida, no podría negarme, pero hacerte feliz de esa manera no es hacerme feliz. Tú descubriste en mí nuevas emociones, nuevos deseos y nuevas ganas, pero no eres culpable de sentirte así y te entiendo perfectamente. Y yo podría responderte mis preguntas, pero no quiero herir a tu corazón palpitante con mi honestidad. Tú ves en mis ojos los que yo veo en los ojos de Juan, ese, tu amigo y compañero. Cada cosa que me dices las escucho con la simple esperanza de que sea Juan quién alguna vez me las diga. Pero soy fiel a mis deberes y es a ti a quien más debo en mi vida. Es por eso que estoy dispuesta a sacrificar mi destino por recompensar el tuyo. Por eso, estoy dispuesta a dejar de ser quien soy para no comportarme como mi corazón me obliga a hacerlo.-
La honestidad es el arma más dolorosa que el ser humano pudo haber creado jamás y Esmeralda está muy bien armada. Ese día pensé en Juan de muchas maneras, pero recordé a Anita también. Recordé el daño que le provocó a mi gran amigo en tan solo unas pocas horas. Comparé esas horas con los segundos que encierran el discurso de Esmeralda y siento que Anita no estaba tan entrenada para tal batalla como la chica de la calle que me robó el corazón. Mi mundo se despedazó en millones de partículas incapaces de reunirse nuevamente. Y volvía a pensar en Juan y en Anita. -¿Juan sabe algo de esto?- habló por fin mi dolor. Ese sentimiento amargo que no había conocido jamás. -¡No lo sabrá hasta que tú así lo decidas!- El faro en frente de mí seguía apagado e inútil como mi propuesta. Pero no mi cerebro. Me levanté y recogí la flor del suelo. La coloqué nuevamente en sus manos y le estiré la mía como aquella vez cuando nos conocimos. -¡Vamos!- la invité a levantarse. Ella aceptó y me siguió sin preguntar. Llegamos a casa y nos sentamos en la mesa del comedor. –Creo que debemos esperar por Juan. Hay cosas que debe saber- Ella me miró con algo de tensión, pero no hubo oposición alguna. Juan llegó un par de horas más tardes con un cuaderno y libros nuevos. Lo llamé a la mesa y no dudó en unirse. Tomé la mano de Esmeralda y la de él al mismo tiempo: -Hay algo que debes saber y ella te lo dirá- junté sus manos y salí del comedor. Cuando la charla acabó, salí de mi habitación con una maleta y algunas de mis pertenencias, por lo menos las más importantes. -¿Adónde vas, Juan?- Me preguntó mi amigo. Mis lágrimas hablaban más por mí que de mí, pero a duras penas logré pronunciar algo: -Esta casa ya es muy pequeña para los tres, amigo Juan. Es mejor que yo me vaya a otro lado, seguramente algo por aquí cerca para que sigamos viéndonos frecuentemente. Quiero desearles la mejor de las suertes y que recuerden que su amigo Juan está siempre a la orden.- Salí de la casa sin mayor problema y así mismo tomé el primer auto que me llevara lo más lejos posible de la ciudad.

      Tenía yo veinte años cuando conocí a mi mejor y único amigo. Tenía yo veintitrés años cuando conocí a mi mejor y único amor. Tengo ahora setenta y dos y sigo recordando a Esmeralda, la mujer de la calle que me sacó del mundo vacío y asqueroso donde viven aquellos que no saben lo que es amar. 


Un caníbal vegetariano

Cuando las ventanas se abren y nos muestran un más allá esplendoroso, un panorama lleno de aparente tranquilidad inquebrantable, nos dejamos convencer con facilidad, no por la posibilidad de conciliar las impurezas que adornan los golpes de nuestras memorias manipuladas sino por la sabia prisa que nos lleva a escapar de las tinieblas cubiertas por las paredes en cada pasillo de esa estructura que sabiamente llamamos escuela, cuyos verdugos disfrazan sus identidades inconscientes al formar parte de la sociedad inexistente que todos conocen, pero nadie jamás ve; nos dejamos hipnotizar en burla por los rayos del sol nocturno que acostumbramos a alabar, a creer, pero jamás a mirar. Yo mismo he sido testigo, víctima y provocador del malentendido que viaja por entre las líneas ventosas de los corredores que incrustan en nuestros oídos calumnias que aprendemos a repeler por el simple temor de aceptar que lo que queremos pueda, incluso, volverse realidad. Esas ventanas físicas, no imaginarias, enmarcadas de dolor y odio, de amor y justicia, de verdad y mentira, de tú y tú, son apenas una muestra ignorada de lo que significa la oportunidad dentro de un mundo que nos negamos a conocer, en donde somos incapaces de abrir los ojos porque nos conformarnos con ser lo que nuestros oídos alcanzan a escuchar.
Soy yo mismo un caníbal insaciable con incisos adoloridos por tanto monte que me ha tocado masticar, conformista alienado a quien no han enseñado a vivir, ¿pero qué sentido tendría aprender a vivir la vida de otro si con la mía puedo vivir más? He ahí, pues entre mis interrogantes, la duda más frecuente que me abofetea instantáneamente mientras abandono los pasillos, pero basta con alcanzar otro con la mirada nada más para dar mis dudas por respondidas o quizás olvidadas.
Heme a tu lado, indefenso, tal y como hube llegado antes de que a mis servicios hubieran incluido ese de convertirme en lo que no soy ni fui, pero me acostumbro sin notarlo, y de no ser por almas extraviadas, miserables o lo suficientemente descerebradas como yo, habría yo ya perdido el completo juicio heredado de mi progenitora a través de sus genes. Las armaduras que aquí llevo encima de mí no son más que adornos honrosos incomprensibles que nadie es capaz de utilizar, pues inutilizables fueron hasta que comprendí que no eran un atributo orgásmico a la vista humana sino un componente ineludible perteneciente a lo abstracto e intangible de la conciencia.

Fui, poco a poco, acostumbrándome tanto a lo que no soy que creí luego ser quien no podía, yo, cambiar; porque no es hombre fuerte aquel que ve en sí mismo quien no es sino aquel que hace de sí muchos otros, pero no abandona su esencia ni sustituye su rostro con máscaras atractivas con rasgos pertenecientes a hombres de poca estatura y con alma tan envenenada como la verdad oculta tras cada temor que camuflamos con llanto y nudillos fracturados. Hoy abro a mí, mi verdad, mi identidad, mi expediente de culpa y confieso haber caído en la trampa y os ruego me perdonéis por haber superado el obstáculo en compañía de mi soledad absoluta y nada más; os ruego seáis mis verdaderos verdugos, pues confío en su castigo más que en el abrazo de las paredes que me siguen incluso en ayuno. Fui capaz de ver las ventanas y sonreírle al soborno de la superficialidad, lo admito, pero solo cuando estaba a centímetros de haber sido de mí un forastero cobarde controlado por la inmundicia del asombro, pudo una estilla traviesa causarme dolor suficiente, y me obligué a mí y a mi cuerpo regresar y cerrar la ventana que me permite aun mirar, pero no cruzar.


Penélope

Qué bromas, chico. Ya los años empiezan a pasarme factura. ¡Los años...!
¡Ven conmigo nuevamente, amigo ausente! Tú, el único que me ha escuchado por tanto tiempo y nunca se cansa. 

     Ahora que hablo de años, muchas cosas llegan a mi mente un poquito apresuradas. Me pregunto por qué tanta urgencia. ¿Será que temen quedarse sepultadas en la tumba de mi memoria para siempre? No entiendo por qué temen tanto al encierro si yo les he enseñado a vivir con armonía al lado de la soledad. ¡Yo!, que las he alumbrado con la oscuridad de esta casa vacía. ¡Cobardes! Pero si así lo desean, yo con gusto las dejo; estoy segura de que al salir, morirán, porque todo lo que sale de mí, desaparece con la prisa de la Pelona. 

      Primero fueron mis hijos. ¡Pobres hijos míos! Y la pobre Manuelita, que tuvo que cargar con sus hermanitos muertos. ¡Esa hija mía era una santa! Yo creo que el Señor me la mandó con ese propósito, para que muriera santa; pero me la quitó tan rápido, chico. Tres hijos varones y una hija hembra, y yo, una madre sola. Ni mari'o tengo. Y no lo culpo. Después de tanta desgracia, ¿qué ganas le van a quedar?

Manuel, mi mari'o, me conoció cuando yo estaba muchachita. Ni limonsitos tenía, pues. Pero mi mamá me decía y me decía que ese era tremendo muchachote. ¡Y tremendo muchachote que era el condenado! No sé si mi tamañito tuvo que ver, pero desde que recuerdo, Manuel siempre fue así, ¡grandote!

Cuando yo era muchacha, siempre hacía lo que mi mamá me decía porque yo sabía que ella quería lo mejor para mí. Así que cuando Manuel me pidió que aceptara la propuesta de noviazgo, le dije que sí. Mi mamá era la que se jartaba todo lo que él me regalaba. Su familia tenía buena plata. ¡No como nosotras dos que de vaina teníamos pa' comer! Ahora que lo pienso, yo creo que eso es lo que mi mamá quería realmente, porque bastante que le dije que ese muchacho era muy grande pa' mí.

Mi mamá se me fue al año siguiente. Manuel siempre me decía que mi mamá era una mujer sabia y por eso se murió tan rápido. Nunca entendí lo que quiso decir, pero sé que eran buenas sus intenciones. Me decía que su partida no había sido en vano. Según mi mari'o, ella se murió pa' que nuestro matrimonio pudiera nacer. No sé si estaba mintiendo o manipulándome el hombre, pero Manuel me pidió casarnos el día del cumpleaños de mi madre para que ella estuviera presente; así que nos casamos el 20 de enero.

Si te soy honesta, después del matrimonio fue que empecé a agarrarle cariño de verdad a mi Manuel. Siempre lo había respetado, claro, pero no lo veía con ojos de amor. Seguramente ni sabía lo que era eso. Ese año, cuando me casé, estaba por cumplir mis dieciséis y no sabía nada de novios…

¡Pobre Manuelita, chico, que ni a sus veinte conoció a un Manuelito como el mío! 

    Manuelita fue producto de mi primera experiencia amorosa con mi mari'o ¡Y no vaya usted a creer que yo parí a los dieciséis ni a los diecisiete! Manuel siempre fue un hombre de verdad, de esos que no le faltan el respeto a las mujeres cuando son inocentes. ¡No, señor! Y cuando yo le preguntaba por qué había esperado tanto, él respondía con los dientes pela'otes:
« ¿Quién no lo haría, mi Penélope? » Cuando por fin cumplí mis dieciocho, decidimos consolidar el matrimonio. ¡Ese Manuel pasó como dos meses con esos dientes pela'os, pues!

Al poco tiempo noté que algo estaba menos colorido, ¡ya sabes! No me llegaba y como resultado, Manuela apareció sin avisarnos. ¡Hermosa que era mi Manuela! ¡Grandota como su papá, pero hermosa como yo! Ese Manuel estaba tan emocionado con la llegada de la niña que ni había empezado a caminar cuando Gonzalito estaba naciendo.

Gonzalito pasó más tiempo dentro de mí que afuera, pero siempre que Manuelita me preguntaba por su hermano yo le contaba con mentiras las veces que sus piecitos inmóviles me pateaban la barriga y cómo su llanto ahogado despertaba a todo el vecindario. Supe que algo estaba mal cuando vi que mi hijo salía de mí, dejando el llanto adentro. Ni siquiera me dejaron cargarlo porque tenían que limpiarme para no infectarme. ¡¿Puedes creerlo?! ¡Cómo si un hijo fuera alguna bacteria mortal para una madre! ¡No te digo, pues!

Mi mari'o no sonreía tanto como lo hizo con Manuelita al nacer, pero evitaba incomodar a la niña, que con el tiempo ya había aprendido sus primeras palabras: «pa'», «ma´», «nito».

Cuando mi hija cumplió cuatro años, mis tercero y cuarto hijos ya venían en camino. Ese mismo año Manuel se fue a buscar trabajo a la ciudad. A uno lo llamamos Víctor. Manuel decía que nuestro próximo hijo se llamaría Víctor o Victoria si lograban ganarle a la muerte que nos quitó a Gonzalito. Eso sí, no contábamos con un segundo hijo. ¡Esa Manuelita, chico! Ella como que sabía que venían dos porque al mirarlo recuerdo que dijo toda contenta: «¡Mami, este es mi hermanito Ángel! » Entonces se quedó Ángel. ¡Por eso es que yo siempre he dicho que mi Manuela era un santa que vino del cielo! ¡Esa Manuelita sí que me ayudó a criar a mis muchachos! Pero ella lo disfrutaba mucho. Estaba pendiente de los niños: si comían, si lloraban, si dormían, si estaban limpios o sucios, y cuando llegaba su papá, salía corriendo a echarle el cuento de lo bien o mal que se habían portado los morochos.
Recuerdo una noche de 1814 en que Manuelita se quedó esperando a su padre, pero Manuel no regresó más.

¡Ay, Manuel...! ¡Te me fuiste, chico, y ni siquiera te despediste! ¡Esa Manuelita, hombre, cómo te ha esperado, Manuel! ¡Te fuiste y no volviste! 


La historia de mi primer beso es una de las anécdotas que casi nunca comparto, pero la mantengo siempre trabada aquí en la lengua... ¡Así, chico!, como la lengua de Manuel que por poco me ahogó por andar de atora'o. Pero apartando los malos accidentes -y digo «malo» porque me consta que los accidentes buenos existen-, empiezo entonces a recordar lo cerca que estuve del cielo. Ya hasta llego a creer, chico, que ese mismito día fue cuando me robé a mis angelitos. Pero al igual que todo lo bueno que he tenido, papá Dios me los arrebató rapidito. ¡Pobre Manuelita! ¡Esa sí que pasó roncha!

Por ejemplo, Víctor y Angelito no alcanzaron los doce años. ¡Y tan poquito que les faltaba! La peste me los arrebató así nada más, sin aviso, sin preguntas, sin respuestas. ¡Por eso es que la gente se la pasa maldiciéndola! Primero me agarró a Víctor, pero daba lo mismo si agarraba a Angelito primero porque esos muchachos eran tan apega'os, casi como cuando estaban meti'os en la barriga mía, porque donde estaba uno, estaba el otro; y lo que empezaba uno, lo terminaba el otro. Así que cuando Víctor cayó en cama, Angelito se me deprimió to'ito. Yo, así como toda madre, pues, intentaba animarlos y les hacía creer que todo iba a pasar, ¡pero qué difícil fue eso! ¿Tú sabes lo difícil que fue ver a mis hijos varones esplaya'os ahí en esa cama? Y la pobre Manuelita iba de aquí pa'lla' poniendo y quitando trapito cuando yo no estaba. ¡Pobre Manuelita!

Antes de que Víctor se me fuera, siempre decía: «Vieja, no deje que me duerma. Cuando yo cierre los ojitos míos, me echa bastante agua fría, ¿oyó? ». Entonces yo me llenaba de fuerza para no llorar, de esa misma fuerza que sólo las madres tenemos, y me tragaba las lágrimas. Y llorando pa' dentro yo le respondía: «cuando te duermas te voy a meter en el pipote de agua». ¡Y qué hermosa sonaba esa risota ahogada en la tos de mi Víctor.

¡Pero qué dolor aquél cuando mi Angelito dejó de bromear! Desde que nació, ese sí era desordena'o y payaso. Y lo peor es que Manuel decía que lo payaso lo había sacado de mí; yo que de payasa tengo los pelos nada más.

Te cuento lo que me hizo un día ese muchacho: yo acababa de llegar a la casa a cocinar y lo llamo para que me vaya a buscar la leña, ¿y sabes lo que me dijo?: «Madre, ¿pero para qué quiere usted leña si sus hijos, mis hermanos, estamos más que nutridos gracias a la leche de su pecho? ¡Siga dándonos teta que ahí hay suficiente! » ¡No te digo, pues! ¡Tan ocurrente el Angelito!

Sin ellos, mi casa se sentía sola y triste, y a mi Manuelita le cayeron muchísimos años encima. La pobre se veía tan cansada y aburrida de que la muerte se la pasara celándole los a ella cercanos, que dejó que la amargura la invadiera. «¿Has visto, madre, como los hombres de esta familia nos abandonaron? ¡Tan cobardes los cuatro! ¡Ahora nos quedamos solas tú y yo y sin futuro por delante! » ¡Pobre Manuelita, que no tuvo oportunidad de notar que cuando no hay futuro por delante, no hay nada más.

Pero antes de toda esa amargura, era muy alegre y se la pasaba cantando, así desafinaíta como yo. Pero lo hacía con tanto amor, que a los oídos no les daba tiempo de sangra. ¡Y el Angelito ese, chicho! ¡Tan desordenado! Una vez, ya cansa'o de escuchar a Manuelita cantar, se me apareció una tarde a mitad del día con el morocho, uno cargando un tobo roto y el otro con un palo enchapa'o en la mano. Nos llamaron a mí y a Manuelita para, y que, dedicarle una canción a su hermana. Entonces empezaron a tocar y cantar hasta que la Manuelita se fue corriendo pa'l cuarto echando candela por las orejas. Ellos iban un poco más rápido, al ritmo de un joropito loco, pero decía algo así: 

«Oiga, vieja, estoy cansa'o de escuchar de Manuelita, el cantar desafina'o, porque no canta, ella grita.
Oiga, vieja, estoy cansado, pero dígale a Manuela que le cante a los gatos que ellos cantan como ella».

Menos mal que esa canción tenía más melodía que letra, porque Manuelita desapareció en seguida. Al principio me pareció tan gracioso, que aproveché la ausencia de m'ija para soltar la carcajada. ¡La culpa asomada en la cara de los morochos era un completo poema! Y no encontraban manera de disculparse con su hermana, después de tanto que había hecho esa pobre muchacha por ellos. Así que les dije que usaran su creatividad para contentar a Manuela. Y les dije también que no olvidaran traer girasoles, que a ella le encantaban. Víctor era un artista pa' escribir. Y como Ángel era tan inteligente, aprovechó la habilidad de su hermano para escribirle una carta a Manuelita que acompañaron con tres girasoles fresquecitos. La carta la encontré debajo del colchón de la hija mía una vez que me atreví, después de su entierro, a entrar a acomodar el cuarto. La encontré junto a otra que aún no leo y con una frase en la parte trasera que me arruga el corazón con nada más pronunciarla. La de los morochos estaba abierta y por eso tuve el valor de leerla, así que me acosté en la cama, como si intentara ser Manuelita por un instante, y comencé a leer. Dice así:

«Estas son, hermana, tres disculpas con aroma de vida. Tres pétalos desprendidos del dolor y la decepción. De la ingratitud. Te entregamos mil disculpas coloridas y camufladas de flor. Sabe ahora, madre segunda, que no debe llorar por escuchar a malas. Ríe, porque maldad hay en nosotros lo que libertad en ti. Recibe ahora aquí los respetos con abundante melena amarilla. Terminamos ahora, Manuelita, con la presencia enrojecida y prometemos no volver a avergonzarla a usted ni a su cantar, y con las lágrimas de sangre cristalina sellamos, hermana, esta promesa. Y desnuditos en la conciencia, te entrego este nuestro amor, que renace con el sol de cada mañana, así como solo esta flor sabe hacerlo».

¿Has visto tú, chico, cómo se querían esos hijos míos?  Y yo no recordaba las palabras de los morochos desde el día aquel cuando Manuelita se apartó de mi lado para seguir cuidando a sus hermanitos allá a lo lejos donde todo es perfecto. Yo que llegaba con las bolsas de frutas y granos pa' la comida y Manuelita que se me moría solita de amargura y soledad. La encontré toda hermosa en su cama acostada, tenía los cachetes rojitos y el cabello cubría la almohada. ¡Cómo me rompió el alma ver a mi muchachita así! ¿Pero qué madre querría ver a su hija así…? Yo me la quedé mirando por largo rato y pensé en tantas cosas que no sé ni qué pensé. ¡Tan linda mi Manuelita! Se veía hermosa, como si los ángeles la hubiesen acompañado hasta el cielo.

Hoy te llamé, Silencio, porque aquí tengo la carta de Manuela y con ella las dudas. Por eso te llamé a ti, Silencio abrazador, tú que has sido mi acompañante fiel. ¡Ponte cómodo y escucha conmigo las palabras que la vida no le permitió a mi Manuelita decir!

«Mamita Penélope. Saludos te envían quienes años pasados partieron para no volver. Sé que no es fácil enfrentar la soledad, pero fui tan ilusa que me atreví a retarla. El abandono me arrebató los sentimientos; no subestimo a la soledad, que estoy segura, duele más que mil partidas inesperadas. Primero habla mi padre y disculpa pide por la distancia. Te bendice, madre, y aún por ti llora. Su intención no fue perderse, pero la Guerra a muerte lo sorprendió mientras regresaba a casa; mucho menos quiso dejarte el peso que significaron cuatro hijos y por eso repite a su disculpa. Dice él, madre, que a sus hijos ha estado llamando para con él, hacer compañía a Gonzalito, ese tu hijo quien partió primero de tus brazos. Él también te extraña. Ríe y sus brazos mueve con alboroto al escuchar tu nombre. Víctor dice que aquí tendrás menos preocupaciones y que las leñas jamás harán falta. Ángel te espera para abrir su baúl de chistes. Los ha estado guardando solo para ti y sin ti no es capaz de contarlos, porque estando tú allá y él aquí, se siente un vacío irreemplazable por su risa ausente.

No te saludo yo, madre mía, al contrario, me despido. Pero vive ahora como nunca lo has hecho, que yo me encargo de los tuyos hasta el día de tu llegada, y solo entonces serán tuyos como antes.

Te esperamos, madre,
pero no con prisa.
Y no olvides traer contigo
tu tan anhelada sonrisa.
Con amor,
Manuel,
Manuela,
Gonzalo,
Víctor

y Ángel. »