R. M. Millán

lunes, 6 de junio de 2016

El hombre detrás de la armadura

El rostro que sepulta tragedias en una sonrisa temporal marca líneas estratégicas que guían las expresiones alienadas de un intento efusivo por explotar cuando las flechas apuntas todas en tu misma dirección. Y palpas el escudo inquebrantable, la impenetrable armadura que representa al frente el símbolo de quien defiendes. Un tú alado con pezuñas y plumas desprendidas atacando serpientes y leones de colas múltiples ciega las puntas de las lanzas en tu dirección. Es cierto, lo que viene hacia ti no te hará daño porque el escudo te impulsa hacia adelante con un peso victorioso. Y lloras. Lloras afligido porque con cada paso al frente te acercabas a la vulnerabilidad el enemigo; porque cada flecha pisada reventaba a la mitad en señal de éxito; porque sabías que nada más te quedaba un movimiento letal inmediatamente después de levantar el escudo; lloras afligido porque por dentro ya celebrabas. Pero no hay frío que descanse en pieles cubiertas de acero inoxidable y yo, en mi batalla, luchaba desnudo porque lo importante es que detrás de mí mis soldados intimidaban lo que quedaba de mi invasión. El frío de la traición descansó entre mi pulmón y mi confusión, el mismo frío que retuerce a los vándalos que cambian hijos por años de vida, el mismo frío de la conciencia que consume de a poco las agallas que muchos labios no se atrevieron a maldecir. El frío entra con la prisa del acero y congela el fuego de la adrenalina y nada más que gotas de sangre y asombro calzan en las líneas del rostro otras expresiones que se caen de tristeza.

El escudo me lo advirtió, las fechas me lo gritaban y fui incapaz de despertar los impulsos de mi espada. Pero caímos todos en una misma armonía, hubo caravanas latentes que combinaban con la afinación melódica de mi armadura y las rodillas golpeando el piso. Y ni siquiera eso me dolió tanto como asumir que sin importar cuánto me hube destacado, no se trataba de mí. Me dolió el frío porque me congeló la nostalgia hasta que cerré los ojos y así se fijó mi mirada entre los vivos. Me dolió ver mi decepción cementada en mi mirada perdida mientras me separaba desconsolado del cuerpo sin vida que quedaba de mí. Seguía mirando al escudero que mantuvo la vista casada con mi espalda desde que le di crédito y responsabilidad de mi seguridad. Él miraba mi cuerpo perplejo, yo lo miraba después de la vida, desde mi muerte. E incluso desde aquí dolía.

Siempre estuve batallando para el enemigo y no fui capaz de comprenderlo. Al menos no en vida sino hasta que mis lágrimas crearon una ola en mi garganta casi enmudecida que sopesaba remolinos de -¡Por qués!- que rebotaban en la única mano que pude elevar desde el suelo.



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