Capítulo 1 - Carlos Briceño
El
tablero marcaba las principales ciudades de Europa como disponibles. Entre las
más convenientes, suponía, se encontraban Liverpool, Praga, Barcelona,
Ámsterdam, Roma, -"París... ¡Esa es!"-,
celebró el joven convencido de que había encontrado la ciudad que reunía los
requisitos que él había anotado en su mente.
-"Carlos Briceño"-, se presentó el
intrépido viajero en el chequín antes de concretar la compra del boleto. Lo
necesario lo llevaba en mano en su morral favorito, que no incluía
remordimientos sino una frustración que esperaba intercambiar en el territorio
de las revoluciones, en la ciudad del amor. Buscaba algo como eso.
Carlos
aterrizó en Francia horas más tarde, confiado de que la poca fluidez de su
dominio del francés se vería compensado con los años de prácticas de inglés en
la universidad. Lo primero que hizo fue trasladarse a París, al centro del
embrollo, lo más cerca posible de la Torre para contarle un secreto. Se sentía
estúpido hablándole a una torre rodeada de genes que provenían todos lados.
-"Más estúpido es seguir estando
soltero"-, espetó. Le contó su necesidad por visitar a la ciudad del
amor, y antes de marcharse tomó un par de fotos que no apreciaría sino hasta
conseguir donde revelarlas.
Dándole
la espalda a su erguida confidente, caminó derecho hacia el sur, atravesó
cuantas tiendas de moda podían existir en un mismo lugar, criticó el modernismo
y la exageración de los autos, y respiró aliviado al encontrar un restaurante
que le inspirara confianza. Entro al Bon Chance de la 3ra Avenida con la calle
Les Maisons, su lugar favorito.
Qué
hacer en una ciudad desconocida por cuatro días, ya lo sabía; dónde hacerlo, ya
lo suponía. El tercer día se apresuró y Carlos aún sin cumplir el objetivo. No
quedaba de otra, París no era la ciudad que él esperaba.
Ya era
hora de volver a Caracas. Carlos se levantó más temprano de lo que esperaba,
recogió sus pertenencias y entregó las llaves de su habitación rentada.
Era más
que una obligación para él desayunar en el Bon Chance, cuyo nombre le anticipó
desde el día uno que debía esmerarse más.
El taxi
estaba a media hora del desayuno y a una del aeropuerto.
Carlos
pagó la comida y regresó a su mesa. El mesonero de turno, ya casi su único
amigo durante las vacaciones, (aunque lamentaron no hablar el mismo idioma), le
obsequió una postal del Bon Chance con una torre Eiffel de pocos trazos al
fondo.
En diez
minutos llegaría el taxi. Carlos volteó la postal y escribió una nota 'a quien
pudiera interesar':
"Carlos Briceño.
Venezolano, nacido en Caracas.
Ingeniero civil desde hace unas semanas. Disfruto más el cine. Voy a los museos
con frecuencia y leo historietas en inglés (más que todo para practicar mi
lectura). No conozco a nadie aquí (París) aparte del brother que me atendió
siempre en este restaurant (Bon Chance).
Vine a París porque me dijeron
que era la ciudad del amor, y tiene mucho sentido porque en Caracas eso como
que no existe... sólo aquí, debo suponer. Y como no soy francés, entonces
desconozco eso del amor.
Nunca he salido con una chica. Sé
que hay gente que habla muy bien del amor: en el museo lo describen muy bien,
en el cine lo pintan muy bien; Spider-Man lo vive muy mal. Pero él es irreal,
así que el museo debe tener más razón.
En este momento debo irme al
aeropuerto, mi vuelo está cerca.
Si eres de aquí y sabes del amor,
-espero que también hables español... (¿O crees que debí escribirlo en inglés?)
En fin. Te dejo mi dirección por
si te interesa enseñarme sobre esto aparentemente abstracto que llaman
amor".
Carlos
depositó la postal en un vaso de vidrio con servilletas y se marchó al
aeropuerto para tomar su vuelo directo a Maiquetía.
Capítulo 2 – Micaela Iriarte
La melodía
poco apreciada del despertador levantó a Micaela de sobresalto. Después de la
celebración por la culminación del curso Cuisine Méditerranéene en L’Institut
Culinaire de Paris, Micaela olvidó desactivar la alarma. No había necesidad de
sacrificar más el sueño porque ya había recibido su certificado de Chef
especialista en platos mediterráneos.
Muy a
pesar del cansancio, Micaela no conciliaba recuperar el sueño una vez que algo
o alguien le saboteaba el descanso. Y esa fue una de las razones que la hizo
cambiar de residencia al menos unas siete veces en los seis meses de estadía en
París.
Fiére,
su mejor amiga, una chica alemana de padres franceses-suizos, había visitado
París tantas veces que conocía los hostales más accesibles y cómodos de la ciudad.
Después de su sexto intento por encontrar un lugar donde pudiera dormir sin
perturbaciones nocturnas, Micaela le pidió ayuda a Fiére. Y no fue tan difícil
después de todo. Fiére la llevó hasta la 3ra Avenida con la calle Les Maisons,
a dos cuadras de uno de sus restaurantes favoritos. El hostal La Soirée no
permitía acompañantes en las habitaciones y era casi exclusivo para estudiantes
de intercambio que debían cumplir una serie de normas imposible de recordar de
manera que no intervinieran en el estudio de los inquilinos. Micaela leyó la
lista de normas con la sonrisa desbordándole de oreja a oreja. “¡Este es!"-, celebró la joven
convencida de que había encontrado el lugar que reunía los requisitos que
llevaba anotados en mente.
Micaela
rentó una habitación por los siguientes dos meses. Fiére la llevó a cenar al Le
Citronnier, un local inspirado en los años 20 con música en vivo todas las
noches. Decía Fiére que los mejores desayunos venían acompañados de un vaso de
limonada de Le Citronnier.
Los dos
meses de desayunos variados pasaron ininterrumpidos con el respectivo vaso de
limonada que Micaela agradeció y adoptó como parte de su rutina. Trataba de
educar el paladar con las costumbres parisinas, analizaba los aromas de la calle,
de los locales, perfumes y vestimenta que pudiera asociar con la cocina.
Micaela
y Fiére aprovecharon los días próximos al cierre del curso para despedirse de
la ciudad, pues ambas, por coincidencia, dejaban Francia el mismo día: Fiére
partiría en la madruga y Micaela por la noche. Cuando Micaela despertó, leyó el
mensaje de despedida de su amiga y supuso que ya estaba en Alemania. No
respondió. Quiso darle tiempo de que compartiera y detallara en familia la
experiencia en París. –“Fiére visita
París todos los años. Seguro no hubo mucho qué contar”- pensó mientras se
cepillaba los dientes y combinaba internamente la ropa con la que saldría a
desayunar.
Le
Citronnier estaba cerrado. ¡No podía creerlo! Su último desayuno en París y Le
Citronnier estaba cerrado. No tenía ánimos ni fuerzas para ir al centro de la
ciudad por un desayuno. Micaela caminó dos cuadras al este, quería que su
último desayuno fuera al aire libre, rodeada de aromas placenteros que la
hicieran superar la resaca de la noche anterior, que le levantaran los ánimos
para empacar y llegar a tiempo al aeropuerto por la noche.
Por
fin, una mesa vacía al frente de su caminata, el único lugar que no estaba
invadido por los clientes decepcionados del Le Citronnier. Aceleró el paso y
sin disimulo, el estómago ya le dedicaba serenatas de hambre, no iba a dejarse
arrebatar la mesa.
-“Le menú, s’il vous plaît”-
Micaela necesitaba burlar la atención del mesero para tomar a escondidas un par
de servilletas y secar el sudor de su premura y la transpiración etílica que
intentaba ocultar con rocíos de perfume. La torpeza de momento le provocó una
caída aparatosa al vaso de las servilletas, que además, hospedaba una postal ‘a quien pudiera interesar’. Micaela se
fijó en la descripción en el reverso de la postal decorada con una caligrafía
que llegó a suponer que no iba a entender sin antes sorber una taza de café
caliente. ¡Bien caliente!
-“Venezolano. Caracas. Ingeniero.
Cine. Teatro… ¡Soltero!”- Micaela atesoró la postal en lo
más íntimo de su cartera y pidió el desayuno para llevar. En La Soirée, Micaela
se aseguró de no olvidar nada de valor, le entregó a la recepcionista obsequios
que consideró que debían permanecer en París. Documentos a la mano, taxi
esperando en la entrada del hostal, abrazos de despedida en la recepción, todo
estaba según planeado.
-"Micaela Iriarte"-,
se presentó la intrépida viajera en el chequín antes de cruzar a la sala
de abordo. Lo necesario lo llevaba en mano en su cartera, que no incluía
remordimientos sino una imagen que esperaba confirmar en el país que la había
despedido hacía seis meses.
-“Se les informa a los señores
pasajeros con destino al Aeropuerto Internacional de Maiquetía Simón Bolívar,
Venezuela, que deben abordar el vuelo 5331 por la puerta número 13”.
Micaela encontró su asiento y sin darle tiempo al avión de despegar, sacó la
postal con la dirección de un tal Carlos Briceño que había regresado a Caracas
con la esperanza de que el amor ahora lo encontrara a él.
Capítulo 3 – María Angélica Gómez
Aunque
menos congestionado que el de Francia, el aeropuerto venezolano comúnmente
presenta retrasos en sus vuelos. Los amigos y familiares impacientes de los
recién llegados salían disparados hasta donde se les permitiera para
lanzárseles encima y desbordar en el primer abrazo de bienvenida todas las
lágrimas de emoción. Tal no era el caso de María Angélica Gómez, la amiga loca
de Carlos, la que le aconsejó e insistió hasta el cansancio irse al Roraima o
al Salto Ángel para sacarse la pava, pues llegar pavoso a París era como no
haber salido nunca.
Sentada
frente al tablero de los destinos y llegadas, observaba aburrida el reloj a
cada rato esperando que su café por fin se enfriara. Sin renta ni señal, no le
quedaba de otra que criticar en su mente los looks descabellados que se
paseaban por los pasillos del aeropuerto y desear estar casada con cualquiera
de los rubios de buena pinta financiera sin importarle que llevaran desnudas
las muy delgadas y peludas pantorrillas exhibidas al compás de un chancleteo
Hilfiguer o Adidas poco común en su ciudad natal.
Carlos
apareció casi una hora más tarde. El viaje desde el aeropuerto hasta Caracas
duró lo suficiente para contarle con detalle a su amiga lo que hizo y lo que no
en la capital del amor. –“Es que tú eres
más porfiado que el hijo e’ Limbe”, protestó María Angélica al final del
recuento. Carlos no quería encerrarse en su apartamento ni María Angélica dejar
de regañarlo con refranes incoherentes. –“En
el Gran Café hay combos baratos de polarsitas”, lo invitó. Ahí conversaron
más sobre lo que Carlos debía hacer, aceptó ir al Roraima, pero ya sería para
después de desocuparse en Barinas dado que su abuela materna cumpliría años al
día siguiente y se había comprometido con la familia.
Por la
noche descansaron. Ni siquiera se molestaron en desempacar. María Angélica lo
puso en contacto con unos amigos de Santa Elena para que lo recibieran la
llegar. Al final de la noche ella se quedó dormida en la cama; él, en el
balcón.
Carlos
llegó a Barinas por la tarde, antes de que la fiesta hubiera empezado, lo
importante es que no faltaba nada más por hacer: la carne giraba en las varas,
el sonido estaba a la perfección, la familia fue llegando en comparsas y ya casi
pasada la media noche, no hubo mejor entretenimiento que comer, bailar y
cantarle cumpleaños a la abuela.
Al
siguiente día, el joven salió hacia Barquisimeto, desde Barquisimeto voló hasta
Puerto Ordaz y desde ahí hasta Santa Elena de Uairén, donde los amigos de su
amiga.
En un
día conoció todo el pueblo, cruzó la línea
llegó a Brasil; por la mañana arrancó a San Francisco para no perderse
de la excursión de seis días a los tepuyes.
Seis
días después, Carlos estaba de vuelta en Santa Elena y al siguiente, voló hasta
Maiquetía. María Angélica lo esperó por menos tiempo esta vez, una diferencia
de cinco o diez minutos separó la llegada de ambos. –“¿Viste? Te dije que se te iba a quitar lo pavoso allá”, le dijo
después de reprocharle la larga espera que le tocó aguantar la vez que regresó de
Francia.
Y al
entrar al apartamento, hubo motivos para celebrar: en el piso, después de darle
un pisotón, Carlos y María Angélica encontraron un sobre blanco sin nombre de
destinatario ni descripción, pero de adentro sacaron una postal abandonada en París
y una respuesta que al principio lo enmudeció. Lógicamente, leyeron las cartas
varias veces. María Angélica le propinó al menos cinco palmadas en la nuca
acompañadas de sendos: -“¡Mareeecooo… te
lo dije! Roraima. ¡Qué Francia nada, gafo! ¡RO-RAI-MA!”
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