R. M. Millán

martes, 28 de junio de 2016

LA CIUDAD DE FUEGO

Un gigante no es un contrincante cualquiera, su presencia es una amenaza que reactiva la necesidad estratégica de la mente humana al verse en riesgo, no solo de perder la vida sino el placer el vivirla. Y Andea, por tratarse de la ciudad, aunque más apartada, más productiva del reino de Ipza bajo el dominio de Hastenón, se convirtió en un punto débil que cualquiera pudiera someter. Mucho más, tratándose de un gigante.

No hubo advertencia cuando el robusto e impaciente mostro apareció dispuesto a hacerse con la ciudad. El gigante reclamaba un territorio de fieles, estaba decidido a conquistar el valle y sus colinas así tuviera que reducir la infraestructura a cenizas; daba pisadas de intimidación que salpicaban bolas de fuego en toda dirección. Ni la lluvia pudo aplacar las flamas asfixiantes en Andea de aquel día.

Los más valientes y astutos escaparon en busca de refuerzos. Tercio, un soldado retirado, cabalgaba entre provincias y provincias reuniendo tropas de herreros, carpinteros, viudos y huérfanos; ni el cabello sudado le interrumpía el galope. El diluvio rebotaba con el salto de las herraduras del caballo, el humo de a ratos lo aturdía y el impacto de los pasos del gigante le recordaba que no había tiempo para descansar. El gigante no se distraía de otras formas que golpeando plazas y arrojando barriles de combustible por doquier.

Tercio acababa de ver a su hermano menor perder la batalla contra el enorme enemigo. Se alejó de la escena lamentando a gritos la derrota, clamaba ayuda a regañadientes, preguntaba por su amada entre la multitud apaciguada.

El gigante continuaba haciendo estragos y los temblores despavorían a los habitantes de Andea.

De entre las tropas, la mayoría resultó diestra en la arquería; otros estaban dispuestos a aprender la técnica que le asignaran para dar el toque letal que el gigante merecía. Tercio seguía cabalgando en busca de su amada. Alguno la había visto correr cerca del ateneo con dos niños, otros juraban haberla visto arder en llamas minutos antes; otra dama de edad avanzada, cuyo relato Tercio prefirió creer, lo hizo regresar a Andea. La anciana detalló el recuerdo para que Tercio diera fe de su identidad: la vio arrastrar el cuerpo de un joven evidentemente maltratado por el gigante, era de piel canela y cabello liso, que se había despojado de su ropa para maniobrar mejor con el cadáver. Tercio no podía estar equivocado, era su amada Mengana intentando rescatar a su cuñado al verlo perecer, actuaba como su amado habría actuado, estaba convencida de que Tercio jamás la hubiera desamparado en la ciudad ardiendo en fuego; se ocultó en el circo de Andea que custodiaba el coliseo donde golpeaba el rostro sin vida de Után; prefería golpearlo que llorarlo. Lo abrazaba en cada reposo de bofetadas para resucitarlo. 

Cuando la multitud corrió de las amenazas del gigante, la valiente mujer se escondió dentro del circo con su difunto cuñado, la bestia atraída por el aroma de Mengana desprendió el techo del edificio. Se encontró de nuevo con el rostro, ahora sin vida, del osado Után. ¡Falta de respeto más grande la que sintió el gigante al ver que tan hermosa doncella prefería resguardar en su regazo la intimidad de un derrotado!

El gigante la miraba directo a los ojos; ella corrió. No se perdonó por haber dejado el cuerpo de Után abandonado, no se perdonó por haberse mostrado débil ante el enemigo. Como pudo, se coló entre los demás que seguían huyendo. Detuvo la marcha en un pasillo del coliseo que no danzaba con luz natural o la del fuego incesante que arropaba a Andea; se despojó de lo que quedaba de su vestido y con apenas unos trapejos cubrió de sí la prudencia que le seguía perteneciendo a Tercio. Recogió una botella quebrada del suelo y se cortó el cabello para burlar la persecución del gigante.

Tercio no habría confundido a su amada, ni siquiera si las llamas le hubieran derretido la tez. Su esencia era lo que la descubría ante él porque su belleza fue lo último que lo enamoró.

Andea quedaba vulnerable con cada baja y huida de los andés, pero Tercio no se iría sin Mengana, no le dejaría otra parte de él al mostro ladrón de riquezas de hombres.
Las tropas encontraron a Tercio en el ateneo y preparados para la batalla, se separaron para rodear al gigante. Los arqueros empezaron a atacar para estudiar los movimientos del enemigo y encontrar su punto débil. Las flechas no traspasaban la gruesa piel repleta de grasa y callos, los herreros con sus espadas semiafiladas no arrebataban completamente las capas de cuero. Tercio no quería dejar a un lado su preocupación por Mengana, pero el gigante era la causa de las desgracias de su familia, de su ciudad.

Veían de lado a lado, esperando que la lluvia, el fuego o el humo del incendio jugara a favor de los hombres. Y así fue. El gigante dio tres pasos de desequilibrio al pisar dos barriles de combustible que se rehusaban a apagarse a pesar del diluvio y las palmadas del mostro maloliente. Y ahí, entre las costillas superiores, vio Tercio la herida viva que necesitaban agrandar, una herida que seguramente el mismo gigante ganó en una lucha contra otro de su especie y que por infección no sanaba.

Tercio les ordenó a los arqueros no desperdiciar las flechas, que apuntaran todos al mismo blanco. Los herreros y carpinteros improvisaron catapultas con bobinas de paja encendidas que salían disparadas al rostro y pecho del adversario. Esperaban el descuido preciso para llegarle a la herida.

El gigante ya se había hartado de las bolas de fuego y arremetió contra las catapultas, quería acabar con los herreros y carpinteros.

-Neich jab o!- gritó Tercio y los combatientes salieron corriendo del lugar. –Zabjé!- ordenó y las flechas dieron en el blanco. Los quejidos del gigante se escucharon en todo el reino, Tercio se subió a la catapulta y voló de un impulso hasta el pecho del gigante aturdido por el dolor que parecía haberle dormido los sentidos. Se lanzó adolorido intentando retirar las flechas que le irritaban la herida infectada. Los herreros y demás luchadores corrieron a toda prisa para acorralar a la bestia.

Mengana reconoció a Tercio que guindaba de los pelos del torso del gigante. Vio cómo su amado se apresuraba a cuchilladas a un costado del enemigo. La satisfacción le robó una sonrisa, su amado seguía en Andea tal como lo había supuesto; y esquivando fuegos, escombros y cuerpos sin vida, se deslizó bajo la lluvia para también ayudar a Tercio. Se sentía en la obligación de pelear a su lado y cantar victoria por amor.

Centímetros de hedor separaban a Tercio de la herida, el andés de convicción por orgullo y aferrado al latir de su amor, penetró la peste del gigante con su espada de hoja irregular. Celebró al verlo perder movilidad. Esquivó el impacto del brazo del gigante que se resistía a morir. Las tropas se acercaron y culminaron con un impacto letal que hizo de sus nombres emblemas inolvidables entre las generaciones.

Por lo menos tres días y tres noches más pasaron hasta que el fuego cesó y dos noches más para que la lluvia dejara de bañar la desgracia de Andea. Mengana no se había acercado a Tercio a pesar de encontrarse tan cerca, sentía vergüenza y miedo a ser rechazada. Tercio había pedido a sus tropas buscar entre los vivos y los nuestros a la mujer de piel canela y cabellera lacia, pero siempre regresaban vacíos de buenas noticias.

Alguien advirtió la llegada de carrozas decoradas y filas de caballos blancos en Andea que exigían la presencia de Tercio. El rey Hastenón y emperador de las veinticuatro ciudades de Ipzá, que incluían la ciudad de Andea, entregó a Tercio una espada de honor y una corona de oro y joyas incrustadas que solo los príncipes y herederos presumían. El rey dio su discurso y pidió honrar el nombre del hombre que puso fin a lo que él mismo no había sido capaz. Y entregando un cetro nuevo a Tercio, declaró a Andea la nueva ciudad autónoma de Ipza bajo el gobierno del héroe andés.

Tercio pasó al centro con la mirada perdida sin mostrar emoción alguna; los andeses esperaban con ansias escuchar las palabras de su nuevo gobernante. –Mengana-, susurró Tercio, con los ojos brotados a punto de estallarles en lágrimas y con el recuerdo de Után muriendo noches atrás. Tercio veía sin mirar a una ciudad entera preguntándose qué había balbuceado.

-Mengana-, repitió levantando la mirada. Tercio volvía en sí y empezaba a comprender que no pagaría una condena perpetua de soledad, de desamor; ni entre los muertos ni entre los vivos estaba su amada. -¡Mengana! ¡Mengana! ¡MENGANA!- gritó y gritó rodeado por sus súbditos. Gritó interrumpido por el llanto, se lanzó entre los presentes llorando el nombre de su amor. -¡MENGANA!- se escuchó el nombre en la voz quebrada. Y ahí la vio, al frente, dentro de muchos que no importaban nada comparados con ella; la vio, la reconoció mientras ella se aseguraba los trapejos manchados de sudor y sangre, con la irregularidad de su cabello maltratado. Tercio apartó a quienes sus manos alcanzaban, con las rodillas temblorosas amenazaba con caer. Mengana se acercó para atajarlo en la conmoción. Lo abrazó. Lo besó. Le habló. Tercio necesitaba calmarse y ella le habló.

El rey puso en duda la cordura del héroe, hasta su capacidad de amar, pero ya la declaración estaba hecha, no se iba a contradecir. Su proclamación no debía verse alterada por una impresión momentánea y desagradable que percibía del aspecto poco atractivo de Mengana.


Poco a poco fueron alejándose del ateneo, al centro quedaron Tercio y Mengana; y rondando el ateneo, las tropas que resguardaban la tranquilidad de su nuevo gobernante, protegiendo la paz que el gigante ladrón de riquezas de hombre les había arrebatado. 

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