Un gigante no es un
contrincante cualquiera, su presencia es una amenaza que reactiva la necesidad
estratégica de la mente humana al verse en riesgo, no solo de perder la vida
sino el placer el vivirla. Y Andea, por tratarse de la ciudad, aunque más
apartada, más productiva del reino de Ipza bajo el dominio de Hastenón, se
convirtió en un punto débil que cualquiera pudiera someter. Mucho más,
tratándose de un gigante.
No hubo advertencia
cuando el robusto e impaciente mostro apareció dispuesto a hacerse con la
ciudad. El gigante reclamaba un territorio de fieles, estaba decidido a
conquistar el valle y sus colinas así tuviera que reducir la infraestructura a
cenizas; daba pisadas de intimidación que salpicaban bolas de fuego en toda
dirección. Ni la lluvia pudo aplacar las flamas asfixiantes en Andea de aquel
día.
Los más valientes y
astutos escaparon en busca de refuerzos. Tercio, un soldado retirado, cabalgaba
entre provincias y provincias reuniendo tropas de herreros, carpinteros, viudos
y huérfanos; ni el cabello sudado le interrumpía el galope. El diluvio rebotaba
con el salto de las herraduras del caballo, el humo de a ratos lo aturdía y el
impacto de los pasos del gigante le recordaba que no había tiempo para
descansar. El gigante no se distraía de otras formas que golpeando plazas y
arrojando barriles de combustible por doquier.
Tercio acababa de ver a
su hermano menor perder la batalla contra el enorme enemigo. Se alejó de la
escena lamentando a gritos la derrota, clamaba ayuda a regañadientes,
preguntaba por su amada entre la multitud apaciguada.
El gigante continuaba
haciendo estragos y los temblores despavorían a los habitantes de Andea.
De entre las tropas, la
mayoría resultó diestra en la arquería; otros estaban dispuestos a aprender la
técnica que le asignaran para dar el toque letal que el gigante merecía. Tercio
seguía cabalgando en busca de su amada. Alguno la había visto correr cerca del
ateneo con dos niños, otros juraban haberla visto arder en llamas minutos
antes; otra dama de edad avanzada, cuyo relato Tercio prefirió creer, lo hizo
regresar a Andea. La anciana detalló el recuerdo para que Tercio diera fe de su
identidad: la vio arrastrar el cuerpo de un joven evidentemente maltratado por
el gigante, era de piel canela y cabello liso, que se había despojado de su
ropa para maniobrar mejor con el cadáver. Tercio no podía estar equivocado, era
su amada Mengana intentando rescatar a su cuñado al verlo perecer, actuaba como
su amado habría actuado, estaba convencida de que Tercio jamás la hubiera
desamparado en la ciudad ardiendo en fuego; se ocultó en el circo de Andea que
custodiaba el coliseo donde golpeaba el rostro sin vida de Után; prefería
golpearlo que llorarlo. Lo abrazaba en cada reposo de bofetadas para
resucitarlo.
Cuando la multitud corrió
de las amenazas del gigante, la valiente mujer se escondió dentro del circo con
su difunto cuñado, la bestia atraída por el aroma de Mengana desprendió el
techo del edificio. Se encontró de nuevo con el rostro, ahora sin vida, del
osado Után. ¡Falta de respeto más grande la que sintió el gigante al ver que
tan hermosa doncella prefería resguardar en su regazo la intimidad de un
derrotado!
El gigante la miraba
directo a los ojos; ella corrió. No se perdonó por haber dejado el cuerpo de
Után abandonado, no se perdonó por haberse mostrado débil ante el enemigo. Como
pudo, se coló entre los demás que seguían huyendo. Detuvo la marcha en un
pasillo del coliseo que no danzaba con luz natural o la del fuego incesante que
arropaba a Andea; se despojó de lo que quedaba de su vestido y con apenas unos
trapejos cubrió de sí la prudencia que le seguía perteneciendo a Tercio.
Recogió una botella quebrada del suelo y se cortó el cabello para burlar la
persecución del gigante.
Tercio no habría
confundido a su amada, ni siquiera si las llamas le hubieran derretido la tez.
Su esencia era lo que la descubría ante él porque su belleza fue lo último que
lo enamoró.
Andea quedaba vulnerable
con cada baja y huida de los andés, pero Tercio no se iría sin Mengana, no le
dejaría otra parte de él al mostro ladrón de riquezas de hombres.
Las tropas encontraron a
Tercio en el ateneo y preparados para la batalla, se separaron para rodear al
gigante. Los arqueros empezaron a atacar para estudiar los movimientos del
enemigo y encontrar su punto débil. Las flechas no traspasaban la gruesa piel
repleta de grasa y callos, los herreros con sus espadas semiafiladas no
arrebataban completamente las capas de cuero. Tercio no quería dejar a un lado
su preocupación por Mengana, pero el gigante era la causa de las desgracias de
su familia, de su ciudad.
Veían de lado a lado,
esperando que la lluvia, el fuego o el humo del incendio jugara a favor de los
hombres. Y así fue. El gigante dio tres pasos de desequilibrio al pisar dos
barriles de combustible que se rehusaban a apagarse a pesar del diluvio y las
palmadas del mostro maloliente. Y ahí, entre las costillas superiores, vio
Tercio la herida viva que necesitaban agrandar, una herida que seguramente el
mismo gigante ganó en una lucha contra otro de su especie y que por infección
no sanaba.
Tercio les ordenó a los
arqueros no desperdiciar las flechas, que apuntaran todos al mismo blanco. Los
herreros y carpinteros improvisaron catapultas con bobinas de paja encendidas
que salían disparadas al rostro y pecho del adversario. Esperaban el descuido
preciso para llegarle a la herida.
El gigante ya se había
hartado de las bolas de fuego y arremetió contra las catapultas, quería acabar
con los herreros y carpinteros.
-Neich jab o!- gritó
Tercio y los combatientes salieron corriendo del lugar. –Zabjé!- ordenó y las
flechas dieron en el blanco. Los quejidos del gigante se escucharon en todo el
reino, Tercio se subió a la catapulta y voló de un impulso hasta el pecho del
gigante aturdido por el dolor que parecía haberle dormido los sentidos. Se
lanzó adolorido intentando retirar las flechas que le irritaban la herida
infectada. Los herreros y demás luchadores corrieron a toda prisa para
acorralar a la bestia.
Mengana reconoció a
Tercio que guindaba de los pelos del torso del gigante. Vio cómo su amado se
apresuraba a cuchilladas a un costado del enemigo. La satisfacción le robó una
sonrisa, su amado seguía en Andea tal como lo había supuesto; y esquivando
fuegos, escombros y cuerpos sin vida, se deslizó bajo la lluvia para también ayudar
a Tercio. Se sentía en la obligación de pelear a su lado y cantar victoria por
amor.
Centímetros de hedor
separaban a Tercio de la herida, el andés de convicción por orgullo y aferrado
al latir de su amor, penetró la peste del gigante con su espada de hoja
irregular. Celebró al verlo perder movilidad. Esquivó el impacto del brazo del
gigante que se resistía a morir. Las tropas se acercaron y culminaron con un impacto
letal que hizo de sus nombres emblemas inolvidables entre las generaciones.
Por lo menos tres días y
tres noches más pasaron hasta que el fuego cesó y dos noches más para que la
lluvia dejara de bañar la desgracia de Andea. Mengana no se había acercado a
Tercio a pesar de encontrarse tan cerca, sentía vergüenza y miedo a ser
rechazada. Tercio había pedido a sus tropas buscar entre los vivos y los
nuestros a la mujer de piel canela y cabellera lacia, pero siempre regresaban
vacíos de buenas noticias.
Alguien advirtió la
llegada de carrozas decoradas y filas de caballos blancos en Andea que exigían
la presencia de Tercio. El rey Hastenón y emperador de las veinticuatro
ciudades de Ipzá, que incluían la ciudad de Andea, entregó a Tercio una espada
de honor y una corona de oro y joyas incrustadas que solo los príncipes y
herederos presumían. El rey dio su discurso y pidió honrar el nombre del hombre
que puso fin a lo que él mismo no había sido capaz. Y entregando un cetro nuevo
a Tercio, declaró a Andea la nueva ciudad autónoma de Ipza bajo el gobierno del
héroe andés.
Tercio pasó al centro con
la mirada perdida sin mostrar emoción alguna; los andeses esperaban con ansias
escuchar las palabras de su nuevo gobernante. –Mengana-, susurró Tercio, con
los ojos brotados a punto de estallarles en lágrimas y con el recuerdo de Után
muriendo noches atrás. Tercio veía sin mirar a una ciudad entera preguntándose
qué había balbuceado.
-Mengana-, repitió
levantando la mirada. Tercio volvía en sí y empezaba a comprender que no
pagaría una condena perpetua de soledad, de desamor; ni entre los muertos ni
entre los vivos estaba su amada. -¡Mengana! ¡Mengana! ¡MENGANA!- gritó y gritó
rodeado por sus súbditos. Gritó interrumpido por el llanto, se lanzó entre los
presentes llorando el nombre de su amor. -¡MENGANA!- se escuchó el nombre en la
voz quebrada. Y ahí la vio, al frente, dentro de muchos que no importaban nada
comparados con ella; la vio, la reconoció mientras ella se aseguraba los
trapejos manchados de sudor y sangre, con la irregularidad de su cabello
maltratado. Tercio apartó a quienes sus manos alcanzaban, con las rodillas
temblorosas amenazaba con caer. Mengana se acercó para atajarlo en la conmoción.
Lo abrazó. Lo besó. Le habló. Tercio necesitaba calmarse y ella le habló.
El rey puso en duda la
cordura del héroe, hasta su capacidad de amar, pero ya la declaración estaba
hecha, no se iba a contradecir. Su proclamación no debía verse alterada por una
impresión momentánea y desagradable que percibía del aspecto poco atractivo de
Mengana.
Poco a poco fueron
alejándose del ateneo, al centro quedaron Tercio y Mengana; y rondando el
ateneo, las tropas que resguardaban la tranquilidad de su nuevo gobernante,
protegiendo la paz que el gigante ladrón de riquezas de hombre les había
arrebatado.
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