El rostro que sepulta tragedias
en una sonrisa temporal marca líneas estratégicas que guían las expresiones
alienadas de un intento efusivo por explotar cuando las flechas apuntas todas
en tu misma dirección. Y palpas el escudo inquebrantable, la impenetrable
armadura que representa al frente el símbolo de quien defiendes. Un tú alado
con pezuñas y plumas desprendidas atacando serpientes y leones de colas
múltiples ciega las puntas de las lanzas en tu dirección. Es cierto, lo que
viene hacia ti no te hará daño porque el escudo te impulsa hacia adelante con
un peso victorioso. Y lloras. Lloras afligido porque con cada paso al frente te
acercabas a la vulnerabilidad el enemigo; porque cada flecha pisada reventaba a
la mitad en señal de éxito; porque sabías que nada más te quedaba un movimiento
letal inmediatamente después de levantar el escudo; lloras afligido porque por
dentro ya celebrabas. Pero no hay frío que descanse en pieles cubiertas de
acero inoxidable y yo, en mi batalla, luchaba desnudo porque lo importante es
que detrás de mí mis soldados intimidaban lo que quedaba de mi invasión. El
frío de la traición descansó entre mi pulmón y mi confusión, el mismo frío que
retuerce a los vándalos que cambian hijos por años de vida, el mismo frío de la
conciencia que consume de a poco las agallas que muchos labios no se atrevieron
a maldecir. El frío entra con la prisa del acero y congela el fuego de la
adrenalina y nada más que gotas de sangre y asombro calzan en las líneas del
rostro otras expresiones que se caen de tristeza.
El escudo me lo advirtió, las
fechas me lo gritaban y fui incapaz de despertar los impulsos de mi espada.
Pero caímos todos en una misma armonía, hubo caravanas latentes que combinaban
con la afinación melódica de mi armadura y las rodillas golpeando el piso. Y ni
siquiera eso me dolió tanto como asumir que sin importar cuánto me hube
destacado, no se trataba de mí. Me dolió el frío porque me congeló la nostalgia
hasta que cerré los ojos y así se fijó mi mirada entre los vivos. Me dolió ver
mi decepción cementada en mi mirada perdida mientras me separaba desconsolado
del cuerpo sin vida que quedaba de mí. Seguía mirando al escudero que mantuvo
la vista casada con mi espalda desde que le di crédito y responsabilidad de mi
seguridad. Él miraba mi cuerpo perplejo, yo lo miraba después de la vida, desde
mi muerte. E incluso desde aquí dolía.
Siempre estuve batallando para el
enemigo y no fui capaz de comprenderlo. Al menos no en vida sino hasta que mis
lágrimas crearon una ola en mi garganta casi enmudecida que sopesaba remolinos
de -¡Por qués!- que rebotaban en la única mano que pude elevar desde el suelo.
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