R. M. Millán

martes, 14 de julio de 2020

MESES DE UN NUEVO SENTIR: NEUTRO

El transcurso del día ha sido agradable, tranquilo y repleto de voces infantiles corriendo los pasillos del barco. La noche se ruborizó de tantos elogios y no veo ya las estrellas. Hasta en eso he sido imprudente y apresurado. Quizá me ha pasado como en veces anteriores, le he hecho creer que mi manera de admirar es, por el contrario, un gesto de sentimiento profundo. Me pasa con frecuencia, lo que en ocasiones se convierte en una tortura porque alejo de tanto hablar o admirar.

Tanta ha sido la vergüenza de esta noche que ha llovido con vientos violentos, las cortinas impermeables no han subido sino un par de veces que de nada han servido. Me escabullí a la proa y ahí observé una luz titilante que me levantó los pelos de la piel y me robó la sonrisa. Al final, como en muchas de estas escenas, terminó siendo un espejismo provocado por mis mismas ganas de ver las estrellas; una lancha de pesca nocturna navegaba en calma mientras mi barco sigue acercándose a Manaos.

El cielo sin luz es como yo sin tintero, un papel poco útil que espera adornarse con maravillas y nuevas formas de seducir.

La luz no solo entorpece los planes de la inquieta oscuridad, también canta melodías que lleva tiempo descifrar y, más aun, comprender. La oscuridad es buena para los desvalidos. Cuando tenemos penas que llorar y pasar desapercibidos, la oscuridad se vuelve una habitación de bienvenida, pero por el único costo de entregarle lágrimas, cristales de sal humana con las que construyen minerales en sus paredes mohosas; la oscuridad colecciona melancolías que endurecen con el tiempo, no se evapora sino que asfixia las esperanzas. Eso es lo que siento ahora que no veo el cielo con su traje de lentejuelas.

Me han dicho que mañana llego a mi destino a las dos de la tarde, y sé que una parte de mí sentirá despecho por no volverse a encontrar con la antigüedad mejor conservada de nuestro planeta. Voy a abrir un nuevo archivo en mí que estará dedicado a las miles de formas de extrañar lo ajeno, lo que nunca me perteneció así siga sintiéndolo mío. Es que a fin de cuenta, nadie me lo arrebatará porque nadie me negó nunca la propiedad que hoy reclamo por derecho.

El cielo se me ha perdido como la aleta fugaz de una tonina que pasó frente a mí mientras esperaba la cena, como la anaconda que esquivó el motor, como las aves que nos miran desde las ramas donde anclaron sus nidos... serpenteando mientras nos movemos, también se pierde el camino del ancho río, se pierden las risas, pero nunca los pasos que se hunden bajo el agua tormentosa. Un recuerdo bien guardado no quedará a merced de los curiosos, quedará donde criaturas fieles entreguen sus vidas por conservarlo para siempre.

El cielo no es más misterioso que el agua del río ancho ni la del amplio mar, pero sí más enigmático y romántico, es más vulnerable a ser atraído muy a pesar de sus centinelas; el cielo no es una princesa prisionera del destino, es un alma tímida que prefiere alejar lo que sea que pretenda penetrar su armadura de cristal.

No me ha quedado de otra que resignarme y apoyar el cuerpo en la balanza de esta hamaca humilde que me abraza y protege del frío más limpio que alguna vez volverá a limpiar mi interior, me acostaré a imaginar y caer en cuenta de que por dentro ha despertado la voz que mejor habla en mí, la que narra lo que otros viven, lo que mis ojos viven, lo que mi corazón vive.

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