Me detuve en medio de la noche y
me vi rodeado de ladrillos, bombillos a media luz, zapatos que luchaban por
desatarse del cable de electricidad de los vecinos y el típico aroma a
infección de las metrópolis. Algunos metros a mi derecha el raso oxidado,
corroído, estropeado por las innumerables capas de spray me descubría el
perfil, a mi izquierda me arropaba de incógnito la oscuridad. Y mi única
compañía, firme e indispuesta a desobedecerme, pálida desde mis pies y fugaz
ante la ausencia de luz, controlada en el sosiego involuntario que le producían
las sirenas esporádicas y los ecos de los ladridos de la mendicidad,
insatisfecha, pero fiel a mi presencia, ella, me miraba desde un lado sin aire
ni pulmones. Como no había neón, nada titilaba, los watts consumían armoniosos
las ilegalidades del callejón, las tejas drenaban cualquier sustancia nociva que
se acumulara desde los techos hasta el contenedor monárquico de los felinos
pretenciosos. No sabía cuál era el frente, pero ya estático, lo único
aparentemente en movimiento maquinaba dentro de mí. Debía continuar, lo sabía,
¿pero cuántas veces tienes la oportunidad de retar a la muerte en un combate de
a dos y salir victorioso? Por lo menos tres cuadras faltaban para llegar a
casa, allá donde mi madre me esperaba con prudencia asomada en la cortina que
hacía transparencia con la avenida principal, una avenida larga; desde la
distancia, cuando me veía, yo sé que ella empezaba a hablar más con Dios.
A los 26 días de abril. 2016.
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