R. M. Millán

jueves, 26 de mayo de 2016

Crónicas de una coincidencia

Capítulo 1 - Carlos Briceño

El tablero marcaba las principales ciudades de Europa como disponibles. Entre las más convenientes, suponía, se encontraban Liverpool, Praga, Barcelona, Ámsterdam, Roma, -"París... ¡Esa es!"-, celebró el joven convencido de que había encontrado la ciudad que reunía los requisitos que él había anotado en su mente.

-"Carlos Briceño"-, se presentó el intrépido viajero en el chequín antes de concretar la compra del boleto. Lo necesario lo llevaba en mano en su morral favorito, que no incluía remordimientos sino una frustración que esperaba intercambiar en el territorio de las revoluciones, en la ciudad del amor. Buscaba algo como eso.

Carlos aterrizó en Francia horas más tarde, confiado de que la poca fluidez de su dominio del francés se vería compensado con los años de prácticas de inglés en la universidad. Lo primero que hizo fue trasladarse a París, al centro del embrollo, lo más cerca posible de la Torre para contarle un secreto. Se sentía estúpido hablándole a una torre rodeada de genes que provenían todos lados. -"Más estúpido es seguir estando soltero"-, espetó. Le contó su necesidad por visitar a la ciudad del amor, y antes de marcharse tomó un par de fotos que no apreciaría sino hasta conseguir donde revelarlas.

Dándole la espalda a su erguida confidente, caminó derecho hacia el sur, atravesó cuantas tiendas de moda podían existir en un mismo lugar, criticó el modernismo y la exageración de los autos, y respiró aliviado al encontrar un restaurante que le inspirara confianza. Entro al Bon Chance de la 3ra Avenida con la calle Les Maisons, su lugar favorito.

Qué hacer en una ciudad desconocida por cuatro días, ya lo sabía; dónde hacerlo, ya lo suponía. El tercer día se apresuró y Carlos aún sin cumplir el objetivo. No quedaba de otra, París no era la ciudad que él esperaba.

Ya era hora de volver a Caracas. Carlos se levantó más temprano de lo que esperaba, recogió sus pertenencias y entregó las llaves de su habitación rentada.

Era más que una obligación para él desayunar en el Bon Chance, cuyo nombre le anticipó desde el día uno que debía esmerarse más.

El taxi estaba a media hora del desayuno y a una del aeropuerto.

Carlos pagó la comida y regresó a su mesa. El mesonero de turno, ya casi su único amigo durante las vacaciones, (aunque lamentaron no hablar el mismo idioma), le obsequió una postal del Bon Chance con una torre Eiffel de pocos trazos al fondo.

En diez minutos llegaría el taxi. Carlos volteó la postal y escribió una nota 'a quien pudiera interesar':

"Carlos Briceño.
Venezolano, nacido en Caracas. Ingeniero civil desde hace unas semanas. Disfruto más el cine. Voy a los museos con frecuencia y leo historietas en inglés (más que todo para practicar mi lectura). No conozco a nadie aquí (París) aparte del brother que me atendió siempre en este restaurant (Bon Chance).
Vine a París porque me dijeron que era la ciudad del amor, y tiene mucho sentido porque en Caracas eso como que no existe... sólo aquí, debo suponer. Y como no soy francés, entonces desconozco eso del amor.
Nunca he salido con una chica. Sé que hay gente que habla muy bien del amor: en el museo lo describen muy bien, en el cine lo pintan muy bien; Spider-Man lo vive muy mal. Pero él es irreal, así que el museo debe tener más razón.
En este momento debo irme al aeropuerto, mi vuelo está cerca.
Si eres de aquí y sabes del amor, -espero que también hables español... (¿O crees que debí escribirlo en inglés?)
En fin. Te dejo mi dirección por si te interesa enseñarme sobre esto aparentemente abstracto que llaman amor".

Carlos depositó la postal en un vaso de vidrio con servilletas y se marchó al aeropuerto para tomar su vuelo directo a Maiquetía.







Capítulo 2 – Micaela Iriarte

La melodía poco apreciada del despertador levantó a Micaela de sobresalto. Después de la celebración por la culminación del curso Cuisine Méditerranéene en L’Institut Culinaire de Paris, Micaela olvidó desactivar la alarma. No había necesidad de sacrificar más el sueño porque ya había recibido su certificado de Chef especialista en platos mediterráneos.

Muy a pesar del cansancio, Micaela no conciliaba recuperar el sueño una vez que algo o alguien le saboteaba el descanso. Y esa fue una de las razones que la hizo cambiar de residencia al menos unas siete veces en los seis meses de estadía en París.

Fiére, su mejor amiga, una chica alemana de padres franceses-suizos, había visitado París tantas veces que conocía los hostales más accesibles y cómodos de la ciudad. Después de su sexto intento por encontrar un lugar donde pudiera dormir sin perturbaciones nocturnas, Micaela le pidió ayuda a Fiére. Y no fue tan difícil después de todo. Fiére la llevó hasta la 3ra Avenida con la calle Les Maisons, a dos cuadras de uno de sus restaurantes favoritos. El hostal La Soirée no permitía acompañantes en las habitaciones y era casi exclusivo para estudiantes de intercambio que debían cumplir una serie de normas imposible de recordar de manera que no intervinieran en el estudio de los inquilinos. Micaela leyó la lista de normas con la sonrisa desbordándole de oreja a oreja. “¡Este es!"-, celebró la joven convencida de que había encontrado el lugar que reunía los requisitos que llevaba anotados en mente.

Micaela rentó una habitación por los siguientes dos meses. Fiére la llevó a cenar al Le Citronnier, un local inspirado en los años 20 con música en vivo todas las noches. Decía Fiére que los mejores desayunos venían acompañados de un vaso de limonada de Le Citronnier.

Los dos meses de desayunos variados pasaron ininterrumpidos con el respectivo vaso de limonada que Micaela agradeció y adoptó como parte de su rutina. Trataba de educar el paladar con las costumbres parisinas, analizaba los aromas de la calle, de los locales, perfumes y vestimenta que pudiera asociar con la cocina.

Micaela y Fiére aprovecharon los días próximos al cierre del curso para despedirse de la ciudad, pues ambas, por coincidencia, dejaban Francia el mismo día: Fiére partiría en la madruga y Micaela por la noche. Cuando Micaela despertó, leyó el mensaje de despedida de su amiga y supuso que ya estaba en Alemania. No respondió. Quiso darle tiempo de que compartiera y detallara en familia la experiencia en París. –“Fiére visita París todos los años. Seguro no hubo mucho qué contar”- pensó mientras se cepillaba los dientes y combinaba internamente la ropa con la que saldría a desayunar.

Le Citronnier estaba cerrado. ¡No podía creerlo! Su último desayuno en París y Le Citronnier estaba cerrado. No tenía ánimos ni fuerzas para ir al centro de la ciudad por un desayuno. Micaela caminó dos cuadras al este, quería que su último desayuno fuera al aire libre, rodeada de aromas placenteros que la hicieran superar la resaca de la noche anterior, que le levantaran los ánimos para empacar y llegar a tiempo al aeropuerto por la noche.

Por fin, una mesa vacía al frente de su caminata, el único lugar que no estaba invadido por los clientes decepcionados del Le Citronnier. Aceleró el paso y sin disimulo, el estómago ya le dedicaba serenatas de hambre, no iba a dejarse arrebatar la mesa.

-“Le menú, s’il vous plaît”- Micaela necesitaba burlar la atención del mesero para tomar a escondidas un par de servilletas y secar el sudor de su premura y la transpiración etílica que intentaba ocultar con rocíos de perfume. La torpeza de momento le provocó una caída aparatosa al vaso de las servilletas, que además, hospedaba una postal ‘a quien pudiera interesar’. Micaela se fijó en la descripción en el reverso de la postal decorada con una caligrafía que llegó a suponer que no iba a entender sin antes sorber una taza de café caliente. ¡Bien caliente!

-“Venezolano. Caracas. Ingeniero. Cine. Teatro… ¡Soltero!”- Micaela atesoró la postal en lo más íntimo de su cartera y pidió el desayuno para llevar. En La Soirée, Micaela se aseguró de no olvidar nada de valor, le entregó a la recepcionista obsequios que consideró que debían permanecer en París. Documentos a la mano, taxi esperando en la entrada del hostal, abrazos de despedida en la recepción, todo estaba según planeado.

-"Micaela Iriarte"-, se presentó la intrépida viajera en el chequín antes de cruzar a la sala de abordo. Lo necesario lo llevaba en mano en su cartera, que no incluía remordimientos sino una imagen que esperaba confirmar en el país que la había despedido hacía seis meses.

-“Se les informa a los señores pasajeros con destino al Aeropuerto Internacional de Maiquetía Simón Bolívar, Venezuela, que deben abordar el vuelo 5331 por la puerta número 13”. Micaela encontró su asiento y sin darle tiempo al avión de despegar, sacó la postal con la dirección de un tal Carlos Briceño que había regresado a Caracas con la esperanza de que el amor ahora lo encontrara a él.






Capítulo 3 – María Angélica Gómez

Aunque menos congestionado que el de Francia, el aeropuerto venezolano comúnmente presenta retrasos en sus vuelos. Los amigos y familiares impacientes de los recién llegados salían disparados hasta donde se les permitiera para lanzárseles encima y desbordar en el primer abrazo de bienvenida todas las lágrimas de emoción. Tal no era el caso de María Angélica Gómez, la amiga loca de Carlos, la que le aconsejó e insistió hasta el cansancio irse al Roraima o al Salto Ángel para sacarse la pava, pues llegar pavoso a París era como no haber salido nunca.

Sentada frente al tablero de los destinos y llegadas, observaba aburrida el reloj a cada rato esperando que su café por fin se enfriara. Sin renta ni señal, no le quedaba de otra que criticar en su mente los looks descabellados que se paseaban por los pasillos del aeropuerto y desear estar casada con cualquiera de los rubios de buena pinta financiera sin importarle que llevaran desnudas las muy delgadas y peludas pantorrillas exhibidas al compás de un chancleteo Hilfiguer o Adidas poco común en su ciudad natal.

Carlos apareció casi una hora más tarde. El viaje desde el aeropuerto hasta Caracas duró lo suficiente para contarle con detalle a su amiga lo que hizo y lo que no en la capital del amor. –“Es que tú eres más porfiado que el hijo e’ Limbe”, protestó María Angélica al final del recuento. Carlos no quería encerrarse en su apartamento ni María Angélica dejar de regañarlo con refranes incoherentes. –“En el Gran Café hay combos baratos de polarsitas”, lo invitó. Ahí conversaron más sobre lo que Carlos debía hacer, aceptó ir al Roraima, pero ya sería para después de desocuparse en Barinas dado que su abuela materna cumpliría años al día siguiente y se había comprometido con la familia.

Por la noche descansaron. Ni siquiera se molestaron en desempacar. María Angélica lo puso en contacto con unos amigos de Santa Elena para que lo recibieran la llegar. Al final de la noche ella se quedó dormida en la cama; él, en el balcón.

Carlos llegó a Barinas por la tarde, antes de que la fiesta hubiera empezado, lo importante es que no faltaba nada más por hacer: la carne giraba en las varas, el sonido estaba a la perfección, la familia fue llegando en comparsas y ya casi pasada la media noche, no hubo mejor entretenimiento que comer, bailar y cantarle cumpleaños a la abuela.

Al siguiente día, el joven salió hacia Barquisimeto, desde Barquisimeto voló hasta Puerto Ordaz y desde ahí hasta Santa Elena de Uairén, donde los amigos de su amiga.

En un día conoció todo el pueblo, cruzó la línea  llegó a Brasil; por la mañana arrancó a San Francisco para no perderse de la excursión de seis días a los tepuyes.
Seis días después, Carlos estaba de vuelta en Santa Elena y al siguiente, voló hasta Maiquetía. María Angélica lo esperó por menos tiempo esta vez, una diferencia de cinco o diez minutos separó la llegada de ambos. –“¿Viste? Te dije que se te iba a quitar lo pavoso allá”, le dijo después de reprocharle la larga espera que le tocó aguantar la vez que regresó de Francia.


Y al entrar al apartamento, hubo motivos para celebrar: en el piso, después de darle un pisotón, Carlos y María Angélica encontraron un sobre blanco sin nombre de destinatario ni descripción, pero de adentro sacaron una postal abandonada en París y una respuesta que al principio lo enmudeció. Lógicamente, leyeron las cartas varias veces. María Angélica le propinó al menos cinco palmadas en la nuca acompañadas de sendos: -“¡Mareeecooo… te lo dije! Roraima. ¡Qué Francia nada, gafo! ¡RO-RAI-MA!”





lunes, 2 de mayo de 2016

La guerra de las emociones

La Felicidad huyó desesperada después de haberse cruzado por accidente con las carrozas de la Decepción, estaba segura de que no había ni un bloque en el reino que no conociera su autoridad. Las leyes eran inquebrantables y quien residía en el reino, ofrendaba raciones de tristeza que variaban en intensidad.

La Felicidad ya conocía las anécdotas más transitadas y en medio de la angustia, entró a un callejón oscuro, se desnudó sin hacer ruido alguno y fragmentó su perfección para burlar la presencia de la Decepción: se fue desprendiendo la piel y retiró de su interior los motores vitales que daban esencia a lo que la hacían lo que era. Guardó en un hueco que ninguna luz bañaba tanto de sí como había retirado; se borró de una vez la particularidad de una sonrisa que había vestido desde niña y se volvió a colocar la piel para conservar su identidad externa mas no su ser.

Su inexpresividad jamás reveló el escondite ni el anhelo por recuperar el tesoro oculto, su empeño por acabar con la Decepción la volvió más paciente. Como era costumbre, desfilaron las carrozas sobre las avenidas rocosas, por entre el moho húmedo de la temporada que hacía resbalar las emociones más predecibles; y sin que los choferes pudieran esquivarla, se atravesó la Felicidad en medio del traslado. La Decepción se bajó del transporte, los testigos incrédulos observaban temerosos desde los rincones; la Felicidad seguía firme.
Frente a frente, sólo la tensión del panorama las separaba. La Decepción asumió posturas y en silencio retaba a la Felicidad a identificarse. "Soy lo que no conoces por incapaz"; dijo la Felicidad en un tono apaciguado de párpados torturados y mirada muerta.

La Osadía corría de manos al Remordimiento, se alejaban del acecho de los soldados de la Decepción. Corrían como podían. Los gritos de la Angustia al ver a la Esperanza muerta les alteró los impulsos. Se escondieron en un hueco que encontraron en un callejón donde ninguna luz los alcanzaba.

Pasaron días de lucha entre la Felicidad y la Decepción. La Osadía y el Remordimiento se contaban historias íntimas que juraron no revelar. Después de contar las suyas, el Remordimiento empezó a dudar de la Osadía hasta que un día recibió de su compañera una porción de alimento que sin salir a buscar llegó a ellos: la Osadía y el Remordimiento acababan de consumir lo que quedaba de Felicidad sin saberlo. Una sensación de rebelión los invadió y se atrevieron a salir del escondite con actitud positiva, corrían de la mano, no escapando sino hacia la Decepción, lucharían al lado de la Felicidad.

Mientras los soldados de la Decepción sometían a la ciudad, una emboscada de tres vencía a la Decepción en su propio castillo.

Con la Osadía y el Remordimiento, la Felicidad volvió a estar completa nuevamente. La Decepción se convirtió en un mito cultural que no reaparecería entre ellos.

Las emociones agrandaron el reino cada vez más hasta que la Osadía y el Remordimiento conocieron al Amor.  La Traición se acercó a la Felicidad y le hizo creer que su otra mitad le había sido infiel con el recién conocido y después de un ataque casi letal, nació de la unión el Rencor contra la Felicidad. La Osadía y el Remordimiento preparaban a su hijo para que conquistara el reino de la Felicidad que también era de ellos. El Amor no quiso involucrarse en una guerra exclusiva de emociones, pero sí sabía que debía actuar contra la Traición, un enemigo milenario que le había arrebatado lo mejor de su lado.

La batalla de las emociones duró siglos, el Remordimiento no resistió tanta masacre en un mismo lugar y se suicidó. Quedaron al frente la Osadía y el Rencor contra la Felicidad. El Amor no toleraba ya el sosiego de las emociones a su lado y pidió la baja: su lucha era contra una nada más.

La Osadía se levantó contra el Amor al considerarlo cobarde. El Amor se alejó con la idea de cruzar el reino y explicarle a la Felicidad que había sido víctima de una manipulación. El Amor envió a su compañera de vida, la Ilusión, a entretener a la Traición para llegarle de sorpresa a la Felicidad.

Cuando por fin se reunieron, la Felicidad no podía creer lo que el Amor le decía, pero era tanta la seguridad y la confianza que le transmitía que prefirió creerle. Así echaron a la Traición del reino de la Felicidad.

Los ejércitos cambiaron y desde entonces, la Felicidad lucha de la mano del Amor y la Ilusión contra la Osadía y la convicción del Rencor, ambos manipulados por la magia de la Traición.

No ha habido guerra más antigua ni tregua que acabe con la amenaza de los pueblos que han nacido en medio de la controversia. La Felicidad le confesó su más grande secreto al Amor: después de la muerte del Remordimiento, sintió su debilitamiento, y dispuesta a sacrificar sus fuerzas, le explicó que aún latía en el pecho de la Osadía una porción de Felicidad que había escondido de la Decepción antes de que la Gran Guerra tuviera inicio.

El Amor no estaba dispuesto a matar parte de la Felicidad, pero ella le hizo entender la importancia de los sacrificios. Sin Osadía, el Rencor no tendría éxito, no podría revelarse contra ningún otro ejército; al fin y al cabo, al reducir la Felicidad, reducirían también las desdichas. El Amor prefirió obedecer y entre él y la Ilusión, acabaron con la Osadía. Al regresar a su reino, observaron a la Felicidad con aspecto enfermizo, sin fuerzas para sonreír. El Amor y la Ilusión tuvieron un hijo cuyo nacimiento no celebraron por la gravedad de la Felicidad. Ella lo bautizó Dolor.

Nadie más, aparte de ellos tres, sabía del nacimiento. La Felicidad envió al Dolor a una ciudad en la frontera que pertenecía al reino del Rencor. El Dolor creció en un espacio que no reconocía como suyo, su comportamiento desigual llamó la atención de todos en el reino hasta que llegó a oídos del Rencor. El rey quiso saber quién era y lo envió a buscar. El parecido entre el Dolor y el Amor era más que sorprendente. El Rencor se sintió más bien intimidado, pero no quiso hacerle suponer que podía estar relacionado con el asesino de su madre. Lo entrenó personalmente para que combatiera contra la Felicidad. Cuando alcanzó la madurez, el Dolor guió a su tropa de emociones hasta el reino vecino. Allá, a sólo una orden de atacar, el Amor salió solo a hacerle frente, sin soldados ni amenazas más grande. El Dolor se vio reflejado en los ojos del Amor. El Amor lo reconoció como suyo, como un sentimiento nacido de él que superaba en poder a cualquier emoción. El Dolor recordó las palabras del Rencor y le reprochó el abandono. La Traición apareció victoriosa de entre la multitud a susurrarle al Dolor.

El Dolor sacó su espada y atravesó el pecho de su padre. El Amor sintió la realidad de su hijo dentro de su cuerpo por primera vez, comprendió lo que la Felicidad había pretendido desde que lo alejó del reino. La Ilusión no podía creer lo que veía y envío de inmediato a las tropas a contraatacar a su propio hijo.

El Amor y la Felicidad agonizaban mientras la magia de la Traición resucitaba a la Decepción. El Dolor cayó ante la presencia de la Ilusión.

Los reinos siguieron en guerra por siglos y siglos. La Felicidad se resistía a la muerte al ver el cuerpo del Amor sobrevivir a pesar de lo ocurrido. Ambos sabían que si morían, debilitarían a la Ilusión.

El Amor fue mejorando de a poco. Un día inesperado, la Felicidad se puso de pie, el reino no podía creer que su reina hubiera mejorado con tal rapidez. El Amor quiso saber qué había sucedido. La Felicidad tenía una noticia importante que anunciar: el Amor y la Ilusión tendrían pronto una hija que pondría fin a la guerra, una hija que heredaría su reino, que habría de restaurar la Felicidad. El Amor y la Ilusión fueron sorprendidos como el resto. La noticia llegó al otro reino. Todos querían saber quién era la nueva heredera, el Dolor estaba dispuesto a acabar con la vida de su hermana.

Entonces llegó el día en que del Amor y la Ilusión nació Victoria.