R. M. Millán

jueves, 28 de mayo de 2020

MESES DE UN NUEVO SENTIR: PRIMERA PALABRA

Sonará a sacrilegio, pero viene de la Biblia. Hace meses tengo un nuevo sentir. La forma en que siento, a la que me refiero, claro, me hizo girar la cabeza. Las cosas venían en un curso normal según la inclinación cómo se veía. No era normal...

Al comparar esta apertura del corazón con mis experiencias pasadas, viajé hasta la primera vez que sentí amor. Ahorita no es eso lo que siento, pero los actos que he llevado a cabo son los más parecidos desde entonces. 

Primero, nos conocimos: la amistad inició como un producto de las coincidencias y las necesidades del surgir; mientras buscaba facilidades de empleo, encontré una amistad que hoy me roba sonrisas. La conversación fue fluida, cortada y limitada. Nos reímos. Los temas no fueron importantes, la sensación no fue importante, la interacción no fue importante. Ni siquiera el momento pareció importante. Pero, al final del encuentro quedó abierta la oferta de una nueva reunión, un menú diferente y más cosas sin importancia. De ahí en adelante, las conversaciones fueron a distancia, cortas y sin importancia. 

Segundo, jugamos: casi un año de sedentarismo me tenía inquieto, la monotonía advertida de una relación sedada me tenía calmado, la oportunidad mínima de salir de tantas ofertas rechazadas me animó a salir de casa. Salimos una noche y no jugamos, yo no podía porque no sé; ella, sí. Jugó y esperé. Entre cada cambio de equipo hablamos de un tema que no se interrumpió. Lo que estaba viendo me importaba, lo que hablamos me importaba. Después del juego, fuimos por el nuevo menú. Después del menú, llegó un postre acordado antes y, que, al final, pretendimos repetir. La despedida en la puerta de mi casa cambió las cosas. 

Tercera y última vez en el año; la minuta: habría empezado con el himno nacional, los otros temas eran excusa... lo importante, realmente, eran los besos, tres besos que estuvieron conformados por, al menos, cien más, los botones no se apartaban de sus lugares, y cuando los obligamos, su desnudez reposó sobre mi velleza. Todo fue desnudez después de eso, horas de desnudez y contemplación del sigilo, el aliento conservaba la temperatura, los abrazos y más besos, que seguían siendo parte de los tres que ya mencioné. El sentir evolucionó en algo mayor cuando, después de contemplar el tiempo y el error, nos dimos cuenta de que también habíamos contemplado la erupción del cuerpo por tanto rato que escaseó en partes que le pertenecían al sexo. Los testigos permanecieron donde debían, la protagonista del momento era la lengua y su gran habilidad para comunicar al hacer contacto con la piel, con los faros de su pecho, los labios recorriendo plazas de la pelvis y luego más abrazos. La minuta cerró con un impulso que no pasaría por esquivo ni por prudente como la primera despedida: el cuarto beso. 

Ese día, todo importó. Desde ese día, todo ha importado. 

Parecerá cliché... el error -y ambos fuimos conscientes- fue ignorar lo que nos advertimos. Ambos tenemos responsabilidades, un par al cual queremos querer, amar y conservar hasta que la muerte nos separe; no queremos mentirnos ni mentirles, no queremos decepcionarlos ni decepcionarnos porque más culpables somos nosotros que ellos. No queremos alejarnos, creo que es lo más honesto que nos hemos dicho. 

¿Cuándo fue la última vez que me sentí así? Cuando fracturé una relación por acercarme al amor de mi vida: había adrenalina, la sentía; había ganas, preocupación e interés. Ahorita hay todo eso, desde la adrenalina hasta el interés. Lo más interesante es que no nos conocemos, las pocas cosas que nos hemos compartido han sido suficiente para corroborar que somos completamente diferentes, con gustos y mañas opuestas... 

Sin embargo, al apartar las lógicas de nuestras incompatibilidades, parecemos tener el mismo objetivo. Tanto así es, que apenas nos permitimos mirarnos bajo la delicadeza de una luz dormida, perdimos el control de muchas cosas que hoy nos dan esperanzas de un futuro terco. 

Recuerdo que: hubo precaución; noté más de tres seguros resguardando el transporte, yo igual le hice vigilia, fui un centinela frecuente que miraba desde mi habitación. 

El único y verdadero acto de penetración fue el del ambar de sus ojos. La sonrisa más nerviosa, una que había olvidado que existía, vistió de inocencia el primer sorbo de ofrecimiento, que resultó amargo y desencantador... nada que un poco de agua no pudiera arreglar. 

El nerviosismo se convirtió en sonrisa muchas veces, luego la ternura y el vacío del sentir que empezaba a llenarse. El recuerdo más claro fue la despedida, una deuda saldada. 

¿Dónde estoy?: Este nuevo estado es un andar impredecible. Lo que hubiera logrado en un contexto promedio, habría sido otro encuentro o más que hubieran acabado con lo que ahora narro. 



lunes, 26 de junio de 2017

EL HÁLITO DE LAS FLECHAS

EL HÁLITO DE LAS FLECHAS
Veintidós años han pasado desde que sucedió esta anécdota que estoy por contarles. ¡Pasen y siéntense donde quepan!, no interrumpan a quienes oyen con atención. Pero, antes de crear falsas historias de lo que iré narrando, recuerden que ella no decidió ser quien es ahora. Mejor esperen el final.

CAPÍTULO I: EL HÁLITO DE LAS FLECHAS
No importa aún cuál fuera su nombre, sino que con los años decidió cambiarlo, después de que una docena de flechas le atravesara el cuerpo. Atrapada de manos y pies imploraba entre dientes piedad y justicia. A los cinco años no hay mucho más que una niña en medio del bosque pudiera pedir, cegada por una venda de ceda sudada y temblando más por inocente que por temor. Movía los labios apresurados mientras acumulaba lágrimas y sudor en su esparadrapo carmesí, y el viento que le levantaba el cabello no enredado en el encaje de su traje nuevo. Ella sabía que esperaban su llanto y gritos, pero, en vez, le hablaba a alguien para que viniera a su rescate.
Doce flechas le atravesaron el cuerpo antes de que sus labios dejaran de implorar en silencio y las fuerzas quedaran desprendidas en las cuerdas que seguían lastimándole las muñecas; ninguna le tocó la garganta, y las únicas dos que le penetraron el estómago se cruzaron por delante del diafragma. Cuando el último palpitar de su corazón tamboreó, se comprimieron los pulmones y desde debajo del pecho se desprendió un hálito de plata fuera de su boca cuyo sonido produjo lluvias y tormentas por noches seguidas. Hasta que la luna llena apareció y la vio perecer, por gracia le dio un beso que la regresaría a la vida con las doce cicatrices de sus propósitos.
Caminó fuera del bosque cansada, famélica, con dolor y desgaste, orientada por la luna hasta la entrada de su casa… la lluvia reposó y los vientos dejaron de amenazar.

CAPÍTULO II: SOBRE LA PRIMERA FLECHA
Que no se entienda esto como masacre de un atentado producto  de una cacería en verano, pues hubo nombre para quien ordenó la tortura y nombre para quien luchó por liberarla.
No importa quién hubiera procurado la desdicha, aunque apuesto que con el pasar de la vida lo irán comprendiendo. Pero sí se dirá quién salió en su defensa y sé que lo leerán sonriendo.
Antes de los cinco años era risueña; después, más bien oscura. No faltaban libros en su mesa de noche ni hojas que entre sus dedos no tentaran cortar la piel. Después de los cinco, le atraían más las historias reales, donde el sufrido alguna vez tiene esperanzas, donde las esperanzas se convierten en tragedia y las tragedias la regresan al inicio de la suya misma. Creció a cargo de una riqueza que los responsables habían descuidado, y que ella, por fortuna y buena crianza, mantuvo en vigía hasta que asumió mayores posturas.
La primera flecha le atravesó la infancia antes que la piel. Es verdad que no la vio venir, aunque sí la sentía aproximarse de la misma forma que sintió aproximarse el abandono de quienes reclamaba suyos. Desde los cinco aprendió a tolerar el vacío de la soledad pero no a resistirlo; podía vivir con él, sí, pero no quererlo. Y es que cuando de querer se trata, no pudiéramos resumirlo en un recuento ajeno. Habrá espacio más adelante para que otra flecha corte en dos las emociones de sus ilusiones.
Uno de sus cuentos favoritos presentaba a una damisela antañona que desvivía por recuperar el amor de un adinerado de hermosas facciones para ayudar a quien ella de verdad amaba a no morir de hambre entre los pobres. Cada vez que lo leía, en sus ojos un brillo especial iluminaba las letras, entonces cerraba el libro con mucho cuidado para no maltratar los riesgos de la damisela.
Llegó a los veintisiete entumecida por fuera, con rostro intimidante y  postura amenazadora; con un interior cálido y una memoria en guerra infinita, y acarreando roles que no le correspondían.
Y como todo ser en este mundo, que mientras más resguarda temores, más llama la atención, salió disparada de su hogar una noche de luna llena al mismo bosque donde había regresado a la vida. ¡Sorpresa más grande la que la esperaba!, respuesta más clara la que opacó todas sus dudas.  

CAPÍTULO III: SOBRE LA SEGUNDA FLECHA
     Desde niña había cuestionado el motivo de las custodias, ¿por qué algo tan hermoso como una princesa debe permanecer cautivo en una torre, por qué algo tan puro como la fe debe resguardarse en un templo, por qué algo tan cierto debe esconderse en el silencio? Cuestionó hasta que esta segunda flecha le impactó la desnudez de su hombro derecho y asoció el frío del metal con la penitencia que hay que pagar por dejar al descubierto tanta verdad.  
Eso fue la tez para ella hasta que llegó a los veintisiete, un diamante intocable perteneciente a un solo dueño, un mapa inexplorado por el cual luchó sin titubeos para que el baúl de su eternidad siguiera refugiado donde solo su dueño podía encontrarlo.
Dejó de cuestionar tan pronto volvió a la vida porque comprendió que hasta las gotas más vitales se evaporan con la angustia del tiempo, que es mejor conservarlas en el despojo de un cuerpo misterioso a verlas formar parte de una nube, que en su despecho arrebata cosechas e inunda mares.
¿Y para qué molestarse en enumerar los atentados originados por aquellos con ambición de conquista por su belleza interior si al final fueron batallas perdidas por banales y desamor? Mejor pensar un momento como ella y dar cabida a la posibilidad de que en el mundo transita alguien más merecedor de tan protegido pergamino, que deje marcas de tintas imborrables, tan duraderas como las mismas cicatrices de su resurrección.
Entre los quince y los veinte años se sintió más cerca de su dueño, y entre los veinte y los veintiséis lo dio por perdido, a veces hasta por muerto, a causa de un encuentro furtivo con una guardia más apacible que la que rodeaba su corazón.      Después de un año resignada, atormentada por la nueva ola de inquietudes, salió disparada de su aposento, directo al bosque espeso que a diario miraba a través de la ventana, cegada por las ansias y el dolor, ¡y vaya sorpresa la que la esperó!

CAPÍTULO IV: SOBRE LA TERCERA FLECHA
El perímetro de su mirador desbordaba huracanes enfurecidos con la lava de los volcanes, erupciones constantes que contradecían las burlas de las olas y de sus mares; cada uno con nombre propio y conducta inolvidable, con etiquetas de premura y mandados coquetos que mejor no despertaran el terremoto doméstico.  
Ella esperaba la puesta del sol para cantarles a los árboles, y se abría una brecha que atravesaba el conflicto detrás de sus paredes; por esta brecha viajaba su himno hasta la noche, hacía bailar las raíces de los fruteros jóvenes mientras las notas susurradas unían en matrimonio a los ramales más altos. La melodía salpicaba en ecos por días y por noches, y ascendía una vez que la luna apartaba las nubes celosas.
La melodía creció descubierta con el pasar de los años y las nubes ya no fueron las únicas celosas. Las rosas que no alcanzaban a mirar por la ventana ahogaban con espinas a los lirios privilegiados con un mejor panorama; en la cocina también ardían más los hornos estimulados por la suavidad de su querer. Los cocineros con manos quemadas imploraban con quejas que algo se hiciera para enmudecerla y no fue sino hasta que el último de los más insensibles estuvo de acuerdo, que planearon callarla con un resfriado letal en medio de la nada.
La arrastraron al bosque, a una oscuridad impenetrable, con los ojos vendados para que no recordara el viaje de vuelta a casa, se reían inescrupulosos para que no escuchara el ritmo del viento; la vistieron de gala para que disfrutara del destierro.
No había suficiente acústica en su mansión para tantas voces que también se quieren hacer escuchar. Por eso atentaron con callar a la que hacía mecer el fuego de los hornos, la que despertaba la vanidad de las rosas, la que emparentaba ramales en el bosque.
Pero antes de salir, se acordó en su beneficio, que si llegaba con vida y voz de regreso, sería libre de cantar hasta que agotara su garganta.
Y así hizo a pesar de su corta edad, regresó desmayada y humedecida, con fuerza suficiente para apenas seguir la luz de la luna y el rastro de aquel niño cuya espalda nunca pudo olvidar.
La tercera flecha tembló antes de penetrarle la calma, y es que resultó ser un reto enorme aplacar la serenidad de una niña que manejaba la tortura como un castigo merecido.
Veintisiete años más tarde también creció en ella la imagen del niño que la acompañó. ¿Dónde ha estado? No es un misterio, es una ilusión. Siempre la ha visto desde el otro lado de la ventana, esperando por ella donde la conoció. Y ella lo supuso así.
Fue cuando se vistió de gala una vez más y se despidió de su habitación, corrió en medio de la noche hacia el centro del bosque donde todo comenzó.

CAPÍTULO V: SOBRE LA CUARTA FLECHA
A los cinco años se supo heredera de lo que ni ella esperaba, mucho menos imaginaba, porque estaba prohibido hablarle de lo que sería suyo después de una muerte lamentada. Más importante era que creciera sin ambiciones que aceleraran su adultez y altivez. Y la dicha de haber crecido junto a quien más veces llamó madre le sirvió para no tergiversar su destino. Tan abundante era su riqueza que no se podía calcular en número sino en renombre y servidumbre.
Cuando la quinta flecha le debilitó las rodillas, no cayó por dolor ni por impacto porque no sabía siquiera que debía doblegarse a tanta herencia. Se sintió la misma teniendo todo y teniendo nada, por lo cual dio gracias a sus veintisiete por haber crecido en eso ignorante.
Para ella había un mayor privilegio que los que adornaban sus paredes de bronce, se trataba del apoyo y lealtad que mostraban los que esperaban por ella al otro lado de la ventana.
Se dio cuenta de cuánto tuvo cuando salió corriendo de la mansión, es que al voltear a despedirse de su pasado, miró con asombro como las paredes devoraban los jardines y los vidrios reventaban el oro de sus marcos. Se guardó la despedida y siguió corriendo hacia el bosque, siguiendo el sonido de un “She” que no reconoció sino al final de esta historia; no sabía si sonreía en medio del llanto o lloraba en medio de la sonrisa.
Así fue como vio que sus ramas ya criaban fruteros, que los lirios le perfumaban el sendero, que las raíces le marcaban mejor el encuentro.
Como había sucedido a sus cinco años, sin recordarlo tan claro como ahora porque en su mente solo quedaba la figura de una espalda que seguía añorando, recordó las raíces, recordó las ramas, recordó los lirios, recordó un sonido también, pero no cómo se había retirado el esparadrapo de ceda; se dispuso creer que el niño aquel le había devuelto la vista cuando se creía en la penumbra de un abandono tan similar a los que ya se había acostumbrado.
Se detuvo un rato y se tocó el hombro, tan solo para darse cuenta de que sus cicatrices empezaban a desaparecer. No era momento de parar, al frente había alguien que ella quería ver.

CAPÍTULO VI: SOBRE LA QUINTA FLECHA
     A sus cinco años percibía el mundo con mucha gracia. Llamaba a las cosas por el nombre que le habían enseñado y hacía reverencias hasta a las mascotas y los empleados. Después de su destierro le costaba incluso mirar su reflejo; se miraba al espejo y, luchando contra su respiración, dejaba de llorar. Decidió que distribuiría su confianza en porciones iguales y temas diversos entre los más allegados, los más interesados y los menos afortunados.
Una quinta flecha que le torció el codo izquierdo sembró en ella una semilla inquietante de desinterés por quienes se servían de su cercanía por querer acercarse a otros.
A los dieciocho estaba asqueada, pero enamorada; deseaba devolver el tiempo hasta el día aquel que por primera y última vez vio la espalda del niño así le quedara una vida entera para amar. Por eso le resultó tan fácil amar a quien más lejos estuviera, porque quienes la rodeaban no tenían más valor que las gárgolas que formaban cascadas asesinas de flores durante las lluvias fluviales.
En cambio, aquel que ella amaba tenía ojos incoloros, porque el pigmento no era otra cosa que un distractor de la verdad; él tenía brazos fuertes para construirle una cabaña de cedro; seguramente no tenía corazón para que nadie lo hubiera fracturado antes; no, su amor era en sí un corazón sin palpitar pues la sangre de su arterias corría a través de las venas de ella. Y por eso eran necesarios uno para el otro. Por eso ella sabía que él también la pensaba y la buscaba, era una obligación.
Aprendió que en su mansión no había seres con agallas pero sí en el bosque. Al frente de sí misma escuchaba la voz de la felicidad hablarle a través del viento. Ella daba vida a lo que vida le retribuía.
Fue así como una noche en el pecho se le aceleró un cantar que tradujo en su voz una canción improvisada. “She”, repetía de adentro hacia afuera, lo sintió tan genuino que supo que él estaba cerca. No dudó, no lo reconsideró sino que buscó entre sus trajes el más hermoso y adecuado para él. No avisó si volvería, en el fondo sabía que no lo haría. Y corrió atraída por el amor. Salió de casa. Entró al bosque. Ahí estaba.

CAPÍTULO VII: SOBRE LA SEXTA FLECHA
La línea delgada que separa la cordura de la perspicacia es del mismo color de la astucia, y astucia es lo que tiñe su mirada penetrante, como pocas otras que te invaden mientras describes pasajes de tu vida. El ámbar de sus pruebas navega entre tus pupilas de la misma forma que atraviesa los vidrios de las ventanas que más la han escuchado entonarse por amor; resbala como miel entre tu delirio y te llega al alma. Así es como selecciona a sus íntimos, sin importar el origen de sus actos ni las coincidencias de sus encuentros, no hay quien se escape de su experimento, una habilidad que se consolida en el tiempo y que declina en tonos más claros u obscuros. ¡Y ya sabemos que con la oscuridad ha tenido bastante experiencia como para recibirla en su aposento!
Su silencio prolongado es temerario, no es de sorprenderse que sean pocos los que se atrevan a socavar su estado externo a pesar de la advertencia de su mutada estadía. Es un elemento de defensa que pocos desarrollan, y muchos menos son los que aprenden a disuadirla.
Es una prueba contundente que la flecha número seis impregnó en sus nervios después de colarse entre sus costillas y el pecho, el espacio más protegido y, por su puesto, atacado. Tócale el pecho y desatará una reacción poco prudente que la hace cuestionar su propia cordura. Pero, qué si no fue eso lo que esta flecha alteró.
Desde los veinte hasta los veintisiete puso en duda si su cordura era ordinaria, era un estado de salud o alarma, y se evaluó hasta creer que debía desistir de volar. Eso sí la preocupó, pues en sus sueños más turbios sintió volar para burlar el mal que la atormentaba, el mismo mal que la había enviado al exilio la abrazaba al despertar y la condenaba al dormir.
¿Sí ven que no es fácil saberse cuerdo cuando crees que el mal tiene posibilidades de actuar a favor del bien?
Pero ella no solo lo cree sino que lo defiende aunque la miren con ojos despavoridos, horrorizados por su lucha de justicia, porque tiene que ver más con lo que debe ser que con lo que es.
¿Y es cuerdo creer que en medio de tanto espacio, en un camino tan amplio y desolado, haya un amor como el que la espera y ella a veces duda?
Fueron horas en la cama las que tuvieron que pasar para que se manifestara en su pecho la respuesta a su más importante decisión: no esperar más.
No esperó aprobación ni compañía sino un acto creado impulsado por su propia valentía. Y llegó a donde tenía que llegar, pero no encontró a quien esperaba encontrar. ¿O sí?

CAPÍTULO VIII: SOBRE LA SÉPTIMA FLECHA
Sería poco necesario profundizar sobre el resultado de aquella flecha que le tocó el pecho sin desprenderle las arterias ni el corazón, ya se ha dicho suficiente sobre el origen de su sentir, el causante de dicha extraordinariez y el empeño interminable por verle el rostro a quien se conformó con mostrarle la espalda.
Que no se diga, pues, que él le dio la espalda cuando en vez se la mostró. Nunca ha estado él en contra de su entrega ni de sus maneras de amar. Jamás se negó a compartir un poco de su amor.
La séptima flecha fue, sin lugar a dudas, el impacto más comedido, la más planeada, la mejor atinada y, por supuesto, la más catastrófica. Pero es que eso es el sentir del corazón cuando batalla por convertirse en amor, una catástrofe que altera los órganos, los sentidos, los músculos, lo vivido, en especial cuando se es tan joven, tan niño y ya empiezas a detectar la presencia de lo que te impulsa a escribir, a drenar, a cantar y a perseguir lo que te pertenece.
Ahora pueden imaginar a esta niña, aparentemente frágil y abandonada, de brazos atados y rodillas firmes hablando entre dientes a quien ella sabía que podía escucharla sin prestarle atención al miedo ni al dolor. Para ella el dolor hubiera empezado con la resignación de no ser rescatada. Pero para eso falta algo más que valor, hace falta convicción. Y no es fácil serlo a tan corta edad. ¡Es un riesgo, de hecho!
Así nos damos cuenta de que no se trata de una niña cualquier sino de aquella que la luna ha custodiado en amparo por décadas. Incluso antes de su nacimiento, ya la luna le alumbraba el futuro, le dibujaba el destino. A quién tenga la oportunidad, acérquesele y pregúntale si alguna vez, mientras miraba el cielo sintió soledad absoluta, si en medio de las tinieblas dejó de cantar y creer. Quizás desfalleció en varios intentos, pero no hay quien escape a la rudeza del crecer. Por eso la luna le mostró las siluetas del amor siendo una niña, para que no dejara de fluir por dentro lo que vivía en su memoria.
Fue cuando la flecha le alcanzó el pecho que ella sintió paz, que supo que habían venido por ella y se dejó mecer entre las cuerdas que le enrojecieron las muñecas. Pero no importó porque ya estaba acompañada de sus emociones, las manos no le importaron porque sentía levitar, era su tiempo de volar.
Ese momento se repitió en sus sueños por noches y no lo compartió sino con unos cuantos que atraparon el rincón de sus labios elevarse mientras caminaba solitaria por el pasillo de su mansión. Lo supo su madre, quien la crió; lo supo su amigo, quien la descubrió; lo supo su arte, que la obligó; lo supe yo, que me tocó.
En sus sueños voló sola y de manos de alguien, entre las estrellas y muy cerquita del mar; voló por encima de todo menos por encima de ella misma. Y como era tan curiosa, se preguntó qué se sentiría volar por encima de ella. En unos de sus sueños voló alto, muy alto, y una sombra que le empañaba el vuelo le mostró que nunca podría volar por encima de sí, ese lugar le corresponde a quien la cuida. Así el sueño se hizo realidad en su pecho, en su corazón; de esa forma supo que era amor, porque él la dejó volar sin miedo y con mucha paciencia le indicó que también había un espacio que solo ella conocería y sobre el cual él querría saber.
Al despertar, complementado con sentir del único, del que llega una vez para no volver sino para hacerte saber que sí existe, se dejó mecer en su mar ficticio y pasaron horas y horas hasta que en su pecho resonó un “She” que le llevó hasta él.

CAPÍTULO IX: SOBRE LA OCTAVA FLECHA
Cuantos de ustedes tengan el agrado de encontrarla en su nueva vida, reconocerán que hasta su sonrisa ha cambiado, que el portal de su destino se ha ampliado, que irradia más belleza que en sus días de niñez angelical y que la tensión y rigidez de sus facciones han desaparecido. Lo que no notarán es su interior, pero tiene que ver con su astucia para cubrir con arena lo que debe ser empedrado y hacerte creer que la caliza es más dócil que la arcilla cuando se trata de sepultar pasados amargos. Ella te hará creer que su nueva vida es el inicio de un nuevo despertar, que es la nueva forma de anidar y tú, muy probablemente lo verás de esa forma. Es que es tan evidente que contando las flechas de su agotamiento, esta pudiera pasar al olvido como su pasado cuando estás aprendiendo a conocerla. Pero una flecha que remueve la ironía de su personalidad no rebota en su talón por casualidad. Y es que aunque el blanco era su tobillo, la inquietud del arco obligó al atacante a arrojar la flecha con la mano desnuda. La flecha pasó a milímetros, pero es porque el tobillo no es tan simbólico para ella como el talón.
Así conoció ella la ironía. Cuando se disponía a entregarse al rescate de su amado, muchas cosas cobraron sentido, cosas que le mostraron con más claridad que su niñez, después de los cinco años, había llegado a su fin.

CAPÍTULO X: SOBRE LAS NOVENA Y DÉCIMA FLECHAS.
En un acto desesperado, el atacante cogió dos flechas que apuntó directo al estómago, y era un blanco sencillo después de haber atinado al pecho antes. Sin embargo, durante el desplazamiento, las puntas de acero chocaron y se abriendo en un arco que justo antes de hacer contacto con el vestido de ella, le encarcelaron el diafragma. El aire se contuvo como muchas veces le pasó después a causa de la decepción, a causa del asombro, a causa de la ilusión.
El aire se volvió parte de ella, así como se volvió el agua que por días y noches mojó lo que se encontrara fuera de las paredes de su mansión; así como también se volvió la luz que marcó la silueta de su guía sin rostro claro; así como el “She” que le dio el impulso para encontrarse con la verdad. Con estas dos flechas, dejó de resistirse y su humanidad la hizo padecer y sentir; se dejó y entregó lo que quedaba de ella a lo que el esparadrapo no la dejaba ver. Contuvo el aire que pudo cuanto pudo, y le hubiera encantado ver lo que su diafragma creó: dos impactos más y un hálito platinado le envolvió el alma en un espectro supersónico que cegó hasta al firmamento.
Y por eso la luna descendió por vez primera a besarla con los labios más cálidos que jamás hubiera sentido. Fue por eso que después de dos impactos, bajo las lluvias y truenos, despertó sin flechas en el cuerpo, sino con una luz al frente que alumbraba a un niño de piel húmeda y cabello alborotado, descalzo sin maltratar las raíces y seguro de hacia dónde iba, hacia dónde la conducía, pronunciando algo más largo que el “She” que en ella retumbaba.
¿A dónde fue a parar tan perfecta y hermosa aparición? ¿Por qué no hizo más que guiarla y confundirle el corazón? La evidencia de los actos a veces puede ser confusa.
Como ya les he dicho antes, el niño, que ahora es hombre, siempre ha estado cerca de ella.
Cuando retomó el camino en medio del bosque, le inquietó la idea de imaginar, estando tan próxima a verlo. Le amargó la idea de suponer, estando tan cerca de tenerlo. Y es que si su amor resultaba ser quien ya creía, le exigiría una última flecha, una letal, una que le durmiera los recuerdos.

CAPÍTULO XI: SOBRE LA PENÚLTIMA FLECHA
Después del cruce de las flechas en su diafragma, después de tanta resistencia, una penúltima punta le dejó herido el abdomen. Sintió dolor por primera vez en cinco años y de muchas veces a partir de entonces.
Le dolió la punzada del metal, fue la primera vez que consideró gritar aunque al final no lo hiciera. El mismo gesto de resistencia ante el dolor lo sigue empleando, se derrumba por dentro y llora en silencio, bajo el cielo de su propio techo, bajo las sábanas de su paciencia. No hay espacio suficiente para enumerar los dolores que junto a ella danzaron, pero sí habría que separar los inducidos de los provocados. Si a cada dolor le aplicase un nombre, ¡imaginen el imperio que hubiera creado! Pues sí, no se puede hablar de ella sin hablar de dolor. Una niña que se ve forzada a ser adulta no conocerá mejor consuelo que el dolor. Es tanto así lo que ha tenido que enfrentar que ha creído ser ella quien produjera dolor al mundo que la rodea.
Si pasara más tiempo observando desde su ventana las maravillas que provoca a quienes no alcanza a ver del todo, salpicarían sus lágrimas pero en regocijo. No es fácil tener tanto poder y dejar de lado el temor. Si te vuelves gigante, no habrá escondite que pueda ocultarte de los mercenarios; si eres muy chico, no hay quien te preste tanta atención. Entonces, ¿qué? ¿Hay que dejar de ser lo que eres? Sí, pero ¿cómo?
Renunciando al dolor y a todo lo que se pueda sentir. No es difícil sino imposible. Pues, así alcanzó los veintisiete, creyendo más en las imposibilidades por temor a enfrentar las difíciles.
Dentro de sus capas de dolor yace al menos un grano de esperanza adherido a la única felicidad que la mantiene en pie: amar. No importa a quién, no importa hasta cuándo, pero vale la pena amar a quien te haya rescatado de la muerte.
El ámbar de sus ojos también separa la vida de la muerte. ¡Así de cerca estuvo esa flecha de desterrarla más lejos de lo que esperaban los empleados de su mansión, los de las manos quemadas, los aturdidos de los celos, los perturbados del alma.
Acercarse a ella por un beneficio personal es un dolor seguro; por un desahogo incontrolado, es un dolor seguro; un adiós inesperado es un adiós seguro. No se puede estar muy cerca ni muy lejos o provocas un dolor seguro.
Once flechas tuvieron que herirla para hacerla sentir dolor. ¡Sí ven ahora lo fuerte que te hace el amor! A veces no lo notamos, pero así es. Y por eso ella se aferró tanto a él. Se volvió una deuda, quizás una obsesión. Pero valió la pena, porque al final lo encontró. Allí estaba, seguro y pleno, perfecto y con la hermosura que ella esperaba, que quería, que necesitaba.
Él le habló primero, con una serenidad que a ella desesperó, angustió, exasperó: “Shekinah”.
¡Entonces ella quedó confundida! Tanto esperar, tanto añorar para enfrentarlo confundida.

CAPÍTULO XII: SOBRE LA ÚLTIMA FLECHA
Como ya recuerdan, fueron doce las flechas que le cicatrizaron la piel. Esta última le arrebató una porción de vida, pero la luna se interpuso entre ella y la muerte en un acto de compasión que le devolvió las fuerzas y la convicción; la hizo creer más en las verdades de sus sueños que en las imposiciones de su realidad. Fue una última palabra la que la puso de pie, en marcha a su hogar: perdón.
De las decisiones más fuertes, la del perdón siempre ha sido la originadora de sus batallas internas. Quién le debe el perdón no es prioridad sino de qué forma causa lo que más bien ella evita. Cuando regresó de su exilio, pidió perdón, también lo hizo cuando notó que el niño de sus recuerdos desapareció y cuando se marchó sin despedirse de su pasado, y cuando escuchó las primeras palabras del niño hecho hombre.
¿Pero saben algo? Todavía existe en ella la particularidad de acercarse al perdón cuando no le corresponda cargar con el peso de la culpa, y es que el simple hecho de saberse partícipe la obliga a ceder porque no sabe perdonar sin antes sentirse perdonada.
Por eso esta flecha rebotó en un árbol fornido y le dio por la espalda, chocó su columna vertebral, así se mantuvo hasta que la flexibilidad de su entrega dejó escapar el hálito de su ser; quedó perpleja e irrompible hasta que la luna descendió y la retiró de su cuerpo. Fue la única flecha que no hubo que romper, por eso se usó para cortar en trozos el esparadrapo que ya no vuela por el mundo, aunque le faltaran ganas de aterrizar.
Él la miró y supo que estaba confundida. “Shekinah”, le volvió a decir con una mano abierta frente a ella con las puntas de las otras once flechas. El frío que recorría su pálida y traslúcida piel la hizo llorar sin llanto, solo lágrimas; pura emoción. Cuando ella alzó la mirada, descubrió que la luna no se encontraba donde debía y también que era cierto que había amado a quien le había devuelto la vida:

“Esta es tu verdad,
Lo que tú y el mundo quieren ver y escuchar,
Shekinah.
Soy lo que quieres ver en mí,
Soy el amor, sí,
Y te pertenecí.
Así como me ves,
Shekinah,
Lo vas a encontrar después del vacío.
Allá donde ha caído el espadrapo
Descansa el dueño de este rostro,
El amante de estas manos,
El calor de este abrazo.
Ve con seguridad a través del bosque,
Que nada te detendrá.
Ve y recorre el camino,
Duerme los miedos refugiados en ti.
Ve y descubre los misterios,
Es tu oportunidad. 
Ve segura,
Shekinah,
Fíate de mí,
Este es tu tiempo de volar.”

CAPÍTULO XIII: SOBRE EL FINAL
Y a sus veintisiete, se dispuso a cruzar los bosques y los mares con un zurrón de cuero en el que guardaba las puntas de sus once flechas rotas, pues aquella que permanecía erigida se aferró a sus dedos como ellos a ella. En su encuentro con la luna, vio el rostro de su amor verdadero, un hombre que disfrutaba de la pesca tras resignarse a no domar jamás el arco.
Ella iba hacia él, indetenible y segura, con una cicatriz en la espalda que representaba el equilibro de su amado amante de los árboles.

¿Quién atacó entonces a esta niña de forma tan brutal? La misma luna disparó doce marcas hacia ella sin fallar en el propósito de salvarla. Un ataque doloroso y repentino que puso a sus verdugos perderse en la carrera de la vergüenza, que los hizo esquivarla al verla regresar después de la masacre, que los hizo querer pedir perdón y que por miedo no llegaron a hacerlo. Pero ella los perdonó para así perdonarse también; luego salió a encontrarse con el amor. Ahora que encontró el amor, ¿qué le depara la vida? Un nuevo comienzo, una conquista, una unión, un canto. Y dondequiera que caiga, la luna la levantará, porque no hay forma de que pierda el rumbo, con abrir el zurrón bastará para que retumbe el destello que la convirtió en Shekinah.    


miércoles, 8 de marzo de 2017

NOCHES BAJO LA CARPA


Hay muchas maneras de recibir noticias desagradables. Ser parte de ellas es una forma inevitable. Así como le ocurrió a Matilde…
Matilde tiene siete años. Estuviera celebrando el número ocho en algún parque de la ciudad en compañía sus padres de no haberlos perdido un día antes por causa de un accidente de tránsito que le dejó los nervios más sensibles por años y, por fortuna, con vida.
La niña no tuvo más ni mejores opciones que irse a casa de sus abuelos maternos, un hogar de tradiciones con paredes de papel tapiz, porcelana y exceso de muebles en la sala y la cocina. La calidez de una brisa fresca y frecuente recorría la planta inferior de la casa; era tan común encontrar sobre los muebles hojas desprendidas de los árboles del patio de afuera que la familia prefería verlas caer que barrerlas.  La niña huérfana distribuía las actividades diarias entre su cuarto y contados pasos alrededor de la casa. Sin padres con quienes reír, la gracia no era necesariamente su prioridad.
Una de las particularidades de Matilde, y motivo principal del afecto de sus abuelos hacia ella, tenía que ver con las dificultades auditivas que presentó desde su nacimiento; aprendió a leer los labios e interpretar con precisión el lenguaje corporal de sus familiares. No era amiga de las amistades ni entusiasta por las reuniones que incluyeran a otros niños que no fueran ella.
La tarea más dura para los abuelos era siempre animar el espíritu de la niña sin que ella se percatara del dolor que a ellos también consumía.
Los primeros años en casa de los abuelos la enseñaron a apreciar la soledad de una habitación de huéspedes en la planta superior que, por obras del destino, pasó a ser la estadía permanente de su adolescencia. En el tiempo libre, Matilde acumulaba muñecas y peluches dentro de una carpa de sábanas improvisada por las noches para contarles historias almacenadas en la biblioteca de su imaginación. La sensación de libertad que Matilde sentía en compañía de sus amigos de felpa no se comparaba con nada fuera de las telas amarradas que protegían su pasatiempo. No había dolor ni emoción que la agobiara.
En una tarde de lluvia aburrida que le impedía salir al columpio oxidado del patio de la casa, Matilde irrumpió en una de las habitaciones más recónditas, un ático que resguarda la paz empolvada sobre los recuerdos de juventud de los abuelos y una pila de libros que descansaba en todos los rincones de madera de la habitación. La niña observó varias portadas, consideró los colores, el grosor y la cantidad de polvo que debía retirar; al final se hizo con al menos tres libros cortos con dibujos de animales, pinturas y figuras abstractas.
Sus amigos íntimos debían enterarse de la nueva proeza que había conseguido; agrupó a las muñecas y peluches dentro de la carpa para mostrarles las reliquias literarias que ninguno de sus abuelos había ofrecido ni insinuado desde su llegada. Por fin había encontrado algo que rompiera con la monotonía deprimente que embargaba a la familia por un luto más prolongado que la ausencia de un cometa.
Matilde comenzó a leer y leer, sin vergüenza de su dificultad para la oratoria, continuaba leyendo e imitando los movimientos de los personajes descritos en las historias. Se reía con preocupación, con gratitud, con esmero. La compañía estática de sus juguetes complementaba la tenue luz de la habitación y las anécdotas presentes en la narrativa que solo ella comprendía.
La abuela la escuchó por casualidad una noche que se acercaba con la ropa recién planchada de la niña, y que en un descuido, la puerta quedó abierta. La abuela la escuchó reír a carcajadas. Dudó por largo rato, y en vez de entrar, llamó a su esposo para que la ayudara a averiguar lo que sucedía dentro de la habitación. El abuelo entró comedido para no derribar las columnas de almohadas que protegían las murallas de sábanas; detalló cada centímetro de la habitación en un espasmo por la sorpresa que le revelaba la poca luz dentro de la carpa: la ventana abierta, filtrando los rayos de la luna, controlaba también el flujo de aire que acariciaba las fotos de sus padres y de ella enganchadas a una cuerda entretejida con cartas y trazos de colores tan vivos como sus carcajadas. En el piso todavía descansaban dos de los varios libros que había traído del ático. El abuelo no los recogió, en cambio, salió de la habitación con la nostalgia cobrando fuerza en el lagrimal de sus esperanzas. La recompensa se tradujo en un beso genuino que la abuela aceptó sin objeción; el abuelo echó hacia atrás la puerta y, pudiera decirse que por vez primera, agradeció a Dios de que su nieta fuera sorda.
El abuelo describió la escena armónica que se componía con la risa de Matilde dentro de la habitación. Habían hecho tanto por descubrir alguna pasión que sacara a Matilde de su agonía, y cuando ya habían desistido, apareció: un montón de libros empolvados en el ático le habían devuelto el sentido de la infancia a la pequeña huérfana.   
Los ánimos en casa habían cambiado, sí, pero no la tolerancia de Matilde. En sus viajes al zoológico, solo Stell, su muñeca de trapo, podía viajar con ellas. Los peluches debían permanecer en casa para evitarles una depresión al ver a los otros animales encerrados en las jaulas. Stell tenía prohibido hablar con sus compañeros sobre las jaulas. Las muñecas tenían siempre alguna tarea relacionada con la lectura de la noche anterior al paseo. Stell era su excusa más acertada al momento de fingir desinterés por interactuar con otros niños que se le acercaran. No quería ser grosera con los demás, tampoco quería que irrespetaran su intimidad.
El abuelo de Matilde, diestro con los inventos improvisados, un domingo de descanso, consideró oportuno instalar en la habitación de la niña un distintivo que le advirtiera cuando él o su esposa si dirigieran al cuarto. El viejo instaló un par de lámparas; una azul, que le indicaría cuando fuera la hora de comer; y una roja, para cuando hubiera visita. Así evitaba las incómodas penas en el rostro de quienes se acercaban para recordarle a la familia la terrible pérdida.
Matilde creció desarrollando el interés por la literatura que había descubierto desde su encuentro con el tesoro oculto en el ático. Las carpas de sábanas ya no eran necesarias ni las asambleas con las muñecas y peluches; no se deshizo de ellos, sino que los agrupó bajo la pared de fotos y trazos que con los años se extendió hasta gran parte del techo. La abuela se enteró de un instituto en el centro del pueblo que estaría dictando diversas actividades a personas con discapacidad visual, auditiva y oral. Matilde, ahora una adolescente de diecisiete años, no perdió tiempo y se inscribió en las clases de literatura infantil clásica; le hubiera encantado asistir a otros cursos, pero el horario de los cursos coincidía en muchos de los casos.
Después de varias clases, un joven al menos dos años mayor que Matilde, notó el brillo que alumbraba la salida después de cada jornada de clases. Martín, hijo de una de las maestras del instituto, asistía a las clases de Arte gracias a su destreza y, por supuesto, a la intervención de su madre, pues no presentaba dificultades auditivas ni orales ni de ningún otro tipo. La lengua de señas era una habilidad que aprendió con su madre, que, de hecho, sí había nacido sorda. Martín se destacaba impresionantemente en Pintura y Dibujos simples, dos materias que se combinaban a mitad del semestre para iniciar las lecciones de Retratos abstractos.
El joven artista se interesó tanto en la chica, que se dio la tarea de indagar tanto como pudo sobre ella. Supo, con ayuda de la secretaria y un par de chocolates, a qué clases asistía Matilde; se grabó de memoria el horario de entrada y salida, los libros asignados en Literatura, incluso que había perdido sus padres en la infancia y que ahora vivía con sus abuelos.
Un día, antes de iniciar la clase, Martín le entregó un libro a la maestra de Literatura para que se lo hiciera llegar a Matilde; la condición de esta encomienda incluía no revelar su nombre. Sabía que no era tan ávido a la lectura como la chica, pero sí había leído suficientes como para elegir entre ellos uno que pudiera despertarle el interés en al arte. La maestra asintió y entregó, a su vez, el libro a la ahora curiosa pero halagada Matilde.
Después de la entrega del libro, Martín planeó una forma más agradable e interesante de hacerle saber que él había sido el chico del regalo anónimo. La nueva estrategia consistía en mostrarle un arte que no iba a encontrar en los libros: sus propias obras. Todos los días, antes de cada clase, le dejaba un dibujo o pintura en su asiento de costumbre con una frase del libro que leían en clase. Matilde llegó a considerar que el pretendiente estaba entre sus compañeros del salón debido a la cantidad de información que manejaba sobre ella. No hacía contacto visual con nadie por vergüenza. El plan estaba funcionando. Martín la observaba sin levantar sospechas; ella llegaba al instituto con las mismas ansias por aprender que por descubrir su nuevo obsequio.
Al menos un par de semanas pasaron desde que la chica había recibido su primera pintura. Martín se convenció de que era hora de ingeniarse algo diferente. Empezó colocando dibujos en las paredes del instituto, por todos los pasillos por donde ella caminaba regularmente. Estaba seguro de que al verlos, ella los reconocería.
Matilde les contó a los abuelos sobre el chico misterioso del instituto, aquel que la pretendía y no se revelaba aún. Cada vez que llegaba a casa con un nuevo dibujo o pintura, la abuela le recontaba anécdotas de cómo su abuelo la había pretendido en sus años de juventud.     
La muralla de fotos y trazos en la habitación de Matilde ahora compartía espacio con las obras de Martín; la red de pinturas y fotografías se extendía desde los rincones del techo hasta el descanso de los peluches y muñecas.
El cumpleaños dieciocho de Matilde estaba cerca. El plan en casa empezaría con el tradicional desayuno en cama y un oso de peluche que el abuelo le daría para sumar a la colección. Además del oso, el abuelo le entregó un sobre con una foto que había conservado. Matilde se sonrojó al darse cuenta de que en la foto se erguía una carpa alumbrada en el interior y una audiencia de felpa alrededor de ella; se secó las lágrimas que delataban su emoción. El nuevo oso de peluche acompañó a Matilde a clases ese día; el sobre con la foto le recorría la cintura al peluche con un cordón rosado brillante. La clase de Literatura ya debía haber empezado. Matilde corrió pasillo adentro, pero en la prisa, una evidencia de su pasado se presentó ante la urgencia que tuvo a Martín en desvelo, la foto que su abuelo le había dado reposaba en uno de los pasillos vacíos del instituto. Tenía la opción de entregárselo o sorprenderla con algo mejor. Martín se decidió por la segunda opción. Se devolvió hasta la entrada y, con suerte, encontró a los abuelos de Matilde.
Matilde terminó su jornada de clases preocupada porque no encontraba la foto ni el regalo que su pretendiente había olvidado justo el día de su cumpleaños. Llegó a casa preocupada, apenada por la torpeza de su extravío. La abuela la notó dispersa en su interior, sabía que algo le faltaba. Matilde le contó sobre la foto y el regalo de su pretendiente que no llegó. La abuela respondió que no todo en una relación consta de momentos gratos, aunque fuera eso lo que todos desearan. –Hasta la pérdida más insignificante sigue siendo un buen gesto del destino. Matilde comprendió la ambigüedad del consuelo de su abuela.
-¿Relación?, pensó la joven con la imagen de las sílabas atrapadas en los labios de su abuela repitiéndose una y otra vez en su cabeza. ¿Por qué la abuela se había referido a su pesadumbre de esa manera? Matilde subió hasta la habitación para que la noche la consolara a través de la única ventana que le mostraba el columpio vacío que mecía ahora la calma del viento. 
Matilde abrió la puerta de su habitación y un cuadro compuesto por diminutas pinturas le revelaba una réplica de la foto que hacía perdida. En el suelo se presumían las flores más frescas que Martín tuvo tiempo de comprar y un diario vacío abierto a la mitad. Un trozo de papel suspendido en una de las esquinas del cuadro versaba el motivo de la sorpresa. Matilde se cubrió el rostro y echó un par de pasos atrás. La abuela y el abuelo se acercaban, cómplices del presente que habían considerado oportuno y apropiado para joven sorda ansiosa por conocer el rostro del pretendiente anónimo. <<Después de cubrir las hojas del diario con lo que más anhelas escuchar, retumbará ante tus ojos el enigma de mi identidad>>, leyó, suspiró, luego sonrió.
Matilde aceptó el reto y escribió sin parar por días y noches, en casa y en el instituto, en el auto mientras iba a clases.
Martín seguía observándola, esperaba recibir pronto alguna señal que le hiciera saber que estaba cerca de culminar su parte del trato. Entonces la vio llegar con un cartel en el pecho donde revelaba que las hojas en blanco estaban cubiertas por delante y por detrás.
El joven la esperó en la entrada del instituto en compañía de los abuelos. Al verlos, Matilde se acercó tímida, pero con firmeza; estiró una mano y se presentó. Martín correspondió el saludo y recibió una nota que lo citaba a una cena esa noche en casa de sus abuelos.
La chica estaba en casa arreglándose para la cena cuando observó que una de las luces que su abuelo había instalado se había encendido, la visita ya había llegado. La abuela la ayudó con el cabello y otros arreglos.
El abuelo atendía al joven en la sala mientras las damas terminaban. Abajo, el chico con jeans, zapatos casuales, saco y lazo en el cuello, le preguntaba al abuelo qué opinaba sobre las flores que traía. El abuelo asintió, siempre funcionaban con su esposa, no importaba si estuviera triste o feliz, las flores la ponían en mejor estado del que se encontraba.
Las damas bajaron y recibieron al joven, lo invitaron al comedor; los abuelos sirvieron la cena; hablaron del pasado y del presente, predijeron el futuro; el chico se preocupaba por que Matilde entendiera lo que se discutía. Ella les leía los labios, a veces con cierta dificultad.
Después de la cena, Martín preguntó si había conservado las pinturas y dibujos que había hecho para ella. Ella asintió. El joven se disculpó por haberse quedado con la foto por tanto tiempo, y sacó del bolsillo de su saco el sobre que ella tanto había lamentado. Se levantó sin saber qué era lo más prudente. Entonces volvió a sentarse. Se puso de pie nuevamente, con la foto bailando en sus manos temblorosas y lo invitó a ver la galería en la habitación superior. Los cuatro subieron y miraron las fotos que iban desde el techo hasta las pinturas que colgaban en fibras de mecate en las paredes. Era el momento perfecto para agregar a la galería la foto que su abuelo le había obsequiado días atrás. Martín le pidió a Matilde que le revelara la magia escondida en la foto; intentó explicarles el significado que la carpa tuvo para ella durante su niñez, pero se detuvo en medio de la explicación y les pidió que esperaran fuera de la habitación. La joven tomó las sábanas y armó una carpa más grande, echó las almohadas al suelo y agrupó las muñecas y peluches a un lado. Sacó de una de sus gavetas el diario con las cartas que había escrito los últimos días y noches. Matilde abrió la puerta y los invitó a pasar, los abuelos y el chico miraron con asombro la carpa recién levantada. Los guio hasta adentro de la carpa para que se sentaran, dividió el diario en tres partes que asignó a los invitados y, cual si fuera una más entre los peluches y muñecas que por mucho tiempo escucharon sus historias, les pidió leer para ella las cartas que el artista misterioso le había inspirado.
Matilde sabía que debía conformarse con la lectura de labios, pero dentro de su imaginación, el sonido de las sílabas entonadas por el lector de turno, retumbaron en su memoria como acordes de una canción que nunca llegaría a olvidar.


jueves, 3 de noviembre de 2016

En las calles de lo común

Muy internamente, muy en el fondo, allá entre los callejones inhóspitos del cerebro se encuentra el pecado total del ser humano, ese que germina de la incertidumbre y estimula el pánico interno hasta crear grietas en tu seguridad; no se trata del pecado religioso ni el social ni el familiar sino del pecado del ego.

El humano, pecador natural, desconoce el ego. Y por eso se confunde y se refugia en la serenidad de la oscuridad.

El humano común, el de la conciencia corrompida, necesita con mucha frecuencia la soledad; es vital para su desempeño. Tan necesario, que no es sino en la soledad donde consigue la fractura de su cerebro y lamenta la imperfección de su ego. Y es que no hay 'un' ego sino una división de él. El hombre común, el del ego dividido, se habla a sí mismo, discute con él, se dice cumplidos y nunca, bajo ninguna circunstancia, les habla a otros de su pecado. Porque los otros también tenemos pecados.

Entiende que el hombre común debe proteger su pecado, porque el día que un sobreviviente condenado se siente vulnerable, atacará su ego, o al menos una parte de él. Si algún humano ataca tu ego, o peor aún, una parte de él, tienes que protegerla o se fragmentará. ¡Y no quieres un fragmento fragmentado!, esos serían tres partes dentro de ti, tres voces hablándote y una de ella siempre recordándote al alguien que provocó tal división. Y si grita nombres, aturdirá tus nervios.

Un pecador aturdido se convierte en un hombre común sobreviviente, un maltratador de egos, un hambriento de fracturas. Uno que querrás evitar.


Muy internamente, muy en el fondo, allá donde los mares nacen de la turbulencia, se encuentra el corazón, la amalgama desprendida del cerebro en un descuido de la evolución, una necesidad que tuvo que despedirse de lo vital para conservar lo sentimental porque sin lo sentimental, el humano común caminaba el sendero de los dinosaurios; sin lo sentimental, el humano común se volvía sobreviviente. Así surgieron los hombres comunes y los humanos comunes sobrevivientes.

En la superficie del mar turbulento y las calles inhóspitas, reside la piel, el sello extraordinario que resguarda la inocencia, la que camufla lo repetitivo de lo que somos. Y nos hacemos diferentes. La piel también está fragmentada, una parte interna protegiendo lo común y una externa sufriendo el celibato.
Está tu piel y está la mía. Los sobrevivientes nos detectan.

Mi pecado se volvió una galaxia, tantos fragmentos parecen estrellas en mi cabeza. Todo me impresiona. Escucho muchas voces, muchos nombres. Nada común. Tus mares ya no nacen de la turbulencia. Son calmos, sin vida. No hay pulso.
Ahí, tú y yo, imperfectos por fuera, comunes por dentro, te atreves a agredir mi piel por no ser semejante a la tuya. Tu piel, esa confesión desesperada de desahogos carnales, pútrida y abusada. ¡Tu piel! Y te parece que la virginidad de la mía es alarmante.


Muy internamente, muy en el fondo, en un metraje que me supera en distancia, se encuentra un estímulo canceroso con tu perfume, con tu rostro y huellas dactilares. Te encuentras en cautiverio, con resequedad e intriga, con ganas de llegar a mí.

No vas a llegar a mí. No puedes llegar a mí porque en las calles de tu cerebro ya transitan seres indeseados, y en el mar de tus entrañas nadan peces sin escamas, mohosos y sin rumbo.  Y mi piel sigue siendo virgen. "Tú y yo" ya no crea frases coherentes. Tú y tus 'Te amo' emanan ácido, y mi cuerpo es vulnerable.

Me di cuenta a tiempo de que eres otro tipo de común y yo una nueva generación de supervivientes que vino a invadir lo que queda de estas calles.


miércoles, 12 de octubre de 2016

EL ÚLTIMO PÉTALO DE LA AMAPOLA


En un país donde las temperaturas húmedas son tan prologandas, el sol representa una fuente de consuelo por las mañanas con aroma a café colado.
En la finca Las Amapolas, el día estaba compuesto por tres fragmentos cronometrados que partían siempre con el olor del café que Agustina preparaba al punto exacto, el que mejor complacía al amo. El primer café empezaba a hervir a las cinco de la mañana, al menos media hora antes de que en las carreteras de Upata cacarearan los primeros gallopintos. Don Casimiro Iriarte Dos Santos acompañaba a la negra esclava durante un período no mayor a cuarenta y cinco minutos, tiempo suficiente para que Agustina sirviera el guayoyo, el marroncito y los conleches en la mesa que vestía de marfil los domingos y nada más; siete platos llanos y siete hondos, la canastilla repleta de arepas, la bandeja con el queso llanero rallado, la otra con el jamón rebanado y la olla con caraotas. El jugo de limón era obligatorio aunque hubiera además jarras con refrescos de frutas de temporada, avena fría y caliente, cubiertos a cada brazo y, lo más importante de todo, el florero con amapolas rojas rociadas que doña Estela de Iriate le entregaba a Agustina antes de la salida del sol.
Don Casimiro y su esposa, padres de cuatro damas de tez blanca como la leche y pecas que adornaban lo más delicado de la espalda, eran dueños de las únicas cuatro fábricas textiles de la Guayana, de dos casas de cría de ganado, una en el Callao y otra en Tumeremo, además de una floristería que despachaba desde Guasipati rosas blancas, azules y rojas, orquídeas blancas y moradas, girasoles, margaritas y crisálidas con más frecuencia que otras flores. Más del setenta por ciento de los pedidos llegaban de Santa Elena de Uairem para acuerdos de reventas que se celebraban ilegalmente en la frontera con Brasil.
La mayor de las hijas, Fabiola Iriarte, y dentro de poco Fabiola de Blanco, había recibido como herencia de su padre una de las fábricas textiles. Don Casimiro consideró importante que su primogénita y futuro yerno fueran capaces no sólo de administrar la única fábrica textil de Puerto Ordaz, sino de idear estrategias que elevaran las ventas, además de reunir más dinero para los gastos que exigía la boda. Lo que Fabiola Iriarte consideró una decisión arriesgada, era de hecho una idea de la que don Casimiro se había convencido hacía ya algunos años, pues a pesar de tratarse de la fábrica más productiva y próspera de las cuatro, no era precisamente la favorita de los patrones. Donde menos gente frecuentara, más agradable resultaría el lugar para los señores Iriarte.
Las otras tres hijas vivían con sus padres en Las Amapolas. Maira Estela, la segunda de las Iriarte sería la madrina de boda de Fabiola. No hubo sorprendidos con el anuncio. Más que hermanas, Fabiola y Maira Estela eran grandes amigas, confidentes. Fabiola se la pasaba dándole gracias a su hermana cada vez que se le pasaban los tragos, porque sin ella, Dominguito Blanco jamás se hubiera atrevido a invitarla a bailar ni salir ni pedirle que fuera su esposa.
Hacía más de dos años doña Estela había organizado un baile en Las Amapolas para celebrar los quince años de Graciela, la tercera hija en la fila de los Iriarte. Graciela les había insistido a sus padres que en vez de fiesta, la enviaran a Europa, ella soñaba con conocer París y su torre, las calles del arte de Florencia, navegar en góndolas venecianas, recorrer castillos escoceses, ver los minutos pasar en el Big Ben; soñaba con Praga, con Ámsterdam, con Barcelona, con Lisboa. Graciela vivía enamorada del amor narrado en la literatura, del amor tímido que la saludaba en las obras de Van Gogh y las melodías de Bach; amaba sus clases de historia y en una conversación con su tutora de arte, le aclaró que nunca se dedicaría a la enseñanza porque eso la detendría en su viaje por encontrar el amor que jamás conocería en Venezuela, pues ningún héroe venezolano aparecía descrito en los cantos de amor de Shakespeare. Julieta nunca amaría de tal forma a un venezolano.
Convencida de que su madre no la tomaría en serio, Graciela aceptó la oferta del baile, pero al año siguiente don Casimiro le dio la mayor de las sorpresas y en las vacaciones de verano, después de cumplir los dieciséis años, la envió a recorrer Europa con dos de sus primas más cercanas.
Como era costumbre, doña Estela se encargaría de armar la lista de invitados y don Casimiro seleccionaría a quienes finalmente asistirían a la celebración. Fabiola y Maira Estela ayudarían con la decoración y distribución de las familias en las mesas, y en compañía de Agustina, elegirían las flores que mejor identificaran la personalidad de Graciela. Los Lárez compartirían mesa con los Catillo, quienes debían estar lo suficientemente apartados de los Aponte. Nadie ubicaría a los Castillo y los Aponte juntos después del bochornoso divorcio de Enrique Castillo y Ana Beatriz Aponte. Los Ribas y los Díaz se habían asociado recientemente en el Tratado de Manufactura Minera (TMN), así que sin duda alguna irían juntos. Los Torres se sentarían por aquí y los Rodríguez por allá, los Santos por aquí con los Vargas y los Del Toro por allá. Nada más los Blanco tendrían una mesa para ellos, consideró Fabiola. Los Blanco eran la familia nueva del pueblo y obligarlos a compartir mesa con desconocidos les habría arruinado la noche casi por seguro.
Más de ochenta invitados acudían al baile de Upata en honor a Graciela Iriarte, y tratándose de los Iriarte, dueños de dos casas de cría de ganado, lo que menos faltó en la fiesta fue carne para comer. Así como hubo comida, hubo mucho trabajo para la servidumbre que, en vez de esclavos, eran más bien como miembros de la familia Iriarte que trabajaban a cambio de comodidades, comida y traslados frecuentes por los pueblos de la Guayana.
Agustina estaba a cargo de los esclavos, si se puede decir o entender, era la esclava líder y la única con autoridad suficiente para entrar a la habitación de los patrones cuando no estuvieran en casa, cualquier movimiento que los demás esclavos intentaran hacer debía ser notificado primero a Agustina. Fue ella quien acordó enviar a Morao con Graciela a Europa para que la niña no tuviera que preocuparse de más nada que no fuera disfrutar del viaje.
La tía Esmeralda fue la persona adulta responsable de las niñas durante el viaje, y aunque Morao era todavía menor de edad, las leyes ignoraban incluso si un negro o indígena esclavo era o no legal para fumar o beber, lo único que exigían era saber si viajaba con familias importantes. Casi dieciocho años tenía el macizo moreno de cuerpo definido y nariz fina. Morao no conoció a su padre. Los esclavos dejaban de ser niños primero que los hijos de patrones. Morao no fue la excepción en cuando a condición, pero sí en cuanto a atractivo. La mayoría de los negros eran negros como se conocían y describían a los negros, los indígenas eran indígenas sin más ni más. Morao, cuyo apodo se popularizó entre la ironía de sus rasgos y el sarcasmo evidente de no ser tan negro como debía, llamaba la atención por el verde de sus ojos. A él no le incomodaba aceptar de vez en cuando que su madre había sido violada, más le inquietaba la presencia de doña Esmeralda y su insistencia porque fuera él quien viajara a Europa.
Los más fornidos movían mesas y llevaban la carne a las varas, los menos vestían las sillas, lavaban y barrían el patio y Morao, bueno, él esquivaba las insinuaciones de doña Esmeralda. Y no es que fuera una mujer desagradable, pero si hubiera tenido opción, seguro no habría sido ella su primera experiencia sexual. Era tanto el apetito de la doña, que una tarde mientras paseaban cerca del Coliseo de Roma, el joven esclavo sintió que estaba por desmayarse como consecuencia de los acosos y violaciones continuos de su patrona de turno.
Pero no todo fue malo. Morao y las niñas crearon un lazo bastante estrecho y después de haber regresado, Morao le confesó en tono de gracia a Graciela las veces y lugares en que su tía lo había obligado a fornicar con ella. Graciela no podía creerlo. Poco a poco fue Morao detallando las veces en que la tía Esmeralda se quedaba inmóvil observándolo en la ducha o preparándole el desayuno desnudo. Empezaban siempre como relatos incómodos que apenas le cubrían las mejillas a Morao de vergüenza y que terminaban en carcajadas. Cada vez que recordaban las anécdotas en Europa, Graciela quería saber más y con mayor detalle, especialmente qué era lo que hacía que su tía se quedara embobada al verlo en la ducha. Morao no sabía qué decir, pero la mente de Graciela no dejaba de imaginar posibles razones.
Los músicos fueron llegando para los ensayos, de último llegarían los del calipso, el que todos esperaban con más ansias. Hasta los esclavos dejaban de hacer lo que estaban haciendo para bailar calipso. Las familias fueron llegando, el olor a carne rebotaba por toda la finca, sonaba un vals de señoritas que habían compuesto para Graciela, bailaban con ella solo los hombres, las mujeres veían y criticaban los copetes, las mangas largas y las cortas, y doña Esmeralda, que casi preocupada, buscaba un par de ojos verde con disimulo entre la multitud. Morao estaba cerca del bar viendo a la quinceañera poco entusiasta dar vueltas de un lado a otro, a las hermanas Iriarte secándose las lágrimas y a doña Estela haciéndoles señas a los muchachos para que bailaran con su hija. Los Blanco estaban bastante cerca de doña Estela, Domingo padre le echó un empujoncito a Domingo Segundo para que bailara con la muchachita del vestido frondoso y cabello trenzado; parecía apenado, pero fue el más erguido bailando el vals.
Cuando sonó el calipso, ¡empezó la fiesta de verdad! Hasta el más sordito movía el pescuezo. Los Blanco eran de esos. Dominguito estudiaba discreto los pasos y los comparaba con el undós, undós del ritmo. Maira Estela le atajó el ímpetu, pero no el impulso de atrevimiento. Dominguito parecía ser el tipo de hombre que Fabiola consideraría atractivo, aunque si algo no toleraba Maira Estela era a los hombres de poco guáramo.
Le dijo, como si se conocieran de siempre, que tenía que dejarse llevar por el ritmo y en una de dositrés lo fue arrimando hasta donde estaba Fabiola con las manos en el aire. Él entendió la propuesta de Maira Estela, pero seguía inmóvil ante la reacción de Fabiola. Ella lo tomó del brazo y fingió que lo enseñaba a bailar para que Dominguito se sintiera en confianza. Esa noche nada más que el baile entre ellos sucedió y fue como supieron que eran el uno para el otro. Había nacido una necesidad de uno por saber del otro; sin embargo, cierta inocencia se mantuvo hasta que ya no hubo necesidad.
Esa misma necesidad se hizo con Graciela de tantas veces que escuchaba a Morao contarle e imitar los gemidos de doña Esmeralda. Morao sabía lo que hacía, él de inocente no tenía mucho, pero sí de buenas intenciones. Desde que recordaba, le gustaba mucho la niña Graciela, por ella aprendió a leer y escribir, incluso a disfrutar los ratos con doña Esmeralda; y cuando Graciela ya no aguantó más, le pidió a Morao que le leyera un fragmento de Romeo y Julieta. Morao no entendía que había hecho mal para que Graciela lo hubiera torturado de tal forma, pero conociéndola, sabía que debía regresar con un comentario y no con una interrogante.
Con la lectura conquistó el esclavo de ojos verdes a Graciela Iriarte. En una de las noches siguientes, Morao le confesó a Graciela que no comprendía por qué su padre había violado a su madre, la que todos recordaban como a una diosa griega en su juventud; por qué si él, un negro esclavo bastardo, podía hacerle el amor a una mujer aparentemente inalcanzable, su madre no era digna de tal gesto también. Esmeralda le citaba a los Capetos y concluía con incoherencias que Morao adoraba escuchar hasta que la mejor parte llegaba: el beso de despedida. Ni el sexo lo hacía sentir tan amado como el beso de la niña Graciela.
Diez años tenía la niña Camila Esmeralda, un nombre que Morao prefería no pronunciar para que la niña no creciera con costumbres poco éticas. La cuarta y última de las Iriarte acababa de recibir su primer periodo; y entre la angustia y la vergüenza, veía cómo su familia celebraba su desarrollo. Fabiola llegaría el fin de semana siguiente con Dominguito para discutir los preparativos de la boda. Maira Estela y Graciela aconsejaban y sermoneaban a la pequeña, que a pesar de su edad, el tamaño y protuberancias la hacían ver por encima de los trece años.
Después de la cena, Graciela y Maira Estela se quedaron con Agustina para ayudar con la limpieza, la negra les prohibía levantar un vaso, pero ellas le daban la orden de ayudarla de todas formas. Agustina siempre les contaba anécdotas de su niñez y lo feliz que era a pesar de las condiciones, pero ya las hijas Iriarte las conocían de memoria y aunque las disfrutaban mucho, estaban listas para que la narración madurara también y empezaran a escuchar nuevos acontecimientos en la vida de Agustina. A qué edad tuvo su primer amor, quiso saber Graciela, y Agustina le descubrió las andanzas pero no el cómplice.
Fue en Manaos, cuando ella tenía dieciséis; un carioca alegre que bailaba aché como no había otro; fue un amor correspondido, aclaró la esclava en su mezcla de portugués con español. Él también era esclavo, pero su personalidad tan atractiva despertaba celos en otros hasta el punto de ser acusado con el patrón de haber asesinado una joven muda del pueblo. El amo le perdonó la vida por la falta de evidencias, le costó trabajo convencerse de que la nobleza del negro bailarín fuera más espesa que la patología mental que describían los otros esclavos. Lo mejor era no arriesgarse a decepcionarse más, un sospechoso de asesinato no podía permanecer más tiempo en casa.
Una semana más tarde y Agustina no vería más a su amado. Como pudo, escapó en busca de él, pero un mal juego del destino la hizo tomar el rumbo opuesto. Según había escuchado, lo habían trasladado al sur de Brasil, y por burla de los transeúntes en Manaos, Agustina caminó sin detenerse hasta la frontera con Venezuela donde fue encontrada casi desmayada por don Casimiro en su regreso de luna de miel con doña Estela.
El desmayo era continuo en Agustina, Don Casimiro se había preocupado de que la negra estuviera enferma y lo estuviera ocultando; Doña Estela sospechaba de algo más, así que cuando lo consideró apropiado, le preguntó a Agustina si se habían aprovechado de ella. La esclava le contó sobre su amado y la trampa que le habían tendido, hecho que hizo que Doña Estela se encariñada aún más con la recién llegada. Nueve meses pasaron y Agustina daba a luz.
Pipo creció con todas las comodidades de los Iriarte y fue considerado el hermano mayor de las hijas de Don Casimiro. Los patrones crearon la primera fábrica textil y a medida que crecía el negocio, crecía la familia y asimismo los miembros de la servidumbre. El negro Pipo conquistó a una mulata de origen indígena y con el permiso de su madre y los Iriarte, la llevó a vivir a su finca. Donde sea que estuviera Don Casimiro, estaba Pipo, y dondequiera que veía Pipo a su mujer, consumaban el amor como conejos. Cuatro hembras y dos varones tuvieron.
Con Agustina, Pipo, su mujer y los seis hijos, Don Casimiro tenía garantizada la seguridad de la finca, el ganado y la floristería. Las fábricas eran cosa exclusiva de él.

De todos los bisnietos de Agustina, Graciela se interesó en conocer el origen de Morao y la identidad de su padre. Los ojos de Agustina se aguaron al escuchar la pregunta.
Joana, la segunda hija de Pipo se ofreció como voluntaria para viajar hasta Santa Elena de Uairen con el propósito de entregarle a don Casimiro la carta que su padre le había hecho llegar donde describía los bienes heredados que le corresponderían después de su muerte. No se trataba de un recado urgente, pero Joana quería conocer la Sabana, estaba cansada de escuchar a todos hablar de ella. Ahora era su momento de verla y disfrutarla. La vio, sí; la disfrutó, no.
Cruzando las vías fangosas de El Dorado, la esperaba una emboscada que cualquiera hubiera atribuido a ricos o blancos comerciantes. Los negros no sufrían emboscadas. Los indígenas no sufrían emboscadas. Los esclavos no sufrían emboscadas. Los blancos, sí. Joana no llevaba nada de valor comercial que los blancos pudieran aprovechar más que sus servicios mismos, pero el cazafortunas barbado de ojos verdes, excitado por la pureza virginal de la esclava, la despojó de toda protección. Tan sólo verla le provocaba el orgasmo, inevitable era no enfriarse ante la anatomía perfecta de Joana.
El verde de la Sabana le recordaba los ojos del violador furtivo, la vegetación arenosa le revivía el roce de su barba entre las piernas mientras ella se resistía. ¡Qué tortura, que tan largo hubiera sido el traslado! ¡Qué fortuna haber conservado la vida, que pocos hubieran lamentado fuera de Las Amapolas!
Don Casimiro celebró su llegada, pero se dedicó más bien a escoltar a la esclava asqueada de la sociedad burguesa, la barba y los ojos verdes… hasta que nació su Morao.
Agustina se enorgullecía de la compañía plena de su familia y agradecía a Dios por la adopción de los Iriarte, a excepción de Morao que tenía roces diarios con los primos recelosos de sus dotes.
Las jóvenes ya estaban por irse a dormir, pero Agustina tenía algo más que conversar con Graciela, la acompañó hasta la habitación sin levantar sospecha. Agustina bofeteó una de las almohadas, estiró la cobija ya prensada, esperó sentada hasta que Graciela le hiciera frente. Aconsejó a la niña y aunque nada la hacía más feliz que verla ilusionada con su bisnieto, le advirtió que las niñas de familia no debían enamorarse de esclavos o la sociedad se levantaría contra la familia en desaprobación. La charla resultó más agradable con Graciela que con Morao, que recibió sermones de la madre y del abuelo también.
Morao comprendió el riesgo que Graciela se rehusaba a aceptar, ella le enviaba cartas con Camila Esmeralda y compraba su silencio con chocolates y muñecas que ella ya no usaba.
Camila Esmeralda escondía las cartas en sus pantaleticas de encaje que la tía Esmeralda le encargaba a un cliente de los Iriarte en Maturín. Una de las cartas no llegó a manos de Morao una tarde de cántaros, pero Felipito, el primo envidioso de Morao, se aseguró de que la información no se perdiera en los charcos.
Doña Estela le advirtió a Camila Esmeralda que mojarse de lluvia le provocaría fiebres incurables e hinchazón en la nariz, pero ya se había jartado los chocolates que Graciela le entregó como pago por concretar el mandado. Miró por la ventana preocupada y supuso que a Felipito no se le hincharía más la nariz, y sin vergüenza ante el primo de Morao, se levantó el vestido y le ordenó que entregara el papel arrugado. Felipito quiso más bien conservar el olor de Camila Esmeralda consigo y le propuso concretar la encomienda a cambio de una pantaletica suya; ella, confiada de que Morao seguía recibiendo las confesiones de Graciela, dejaba los mandados a mitad de camino cada vez que se levantaba el vestido en frente del curioso Felipito.

El día de la boda de Fabiola y Dominguito Blanco empezó con la llegada del festejo, los familiares lejanos y las decoradoras. Las chicas dormían y los esclavos operaban.
Hacía meses que Morao esquivaba el contacto con Graciela; por otro lado, Felipito reprochaba no haber prestado atención a las clases de lectura de su abuela Agustina.
Semanas antes quiso saber qué era lo que Morao recibía con tanta frecuencia e interrumpiendo su interés por las pantaleticas de Camila Esmeralda, se atrevió a preguntar qué contenido viajaba desde la habitación de Graciela. Camila Esmeralda no dio respuesta, pero Felipito no se iba a quedar sin averiguar nada. Quiso saber cuántas pantaleticas tenía, porque desde que la veía levantarse el vestido, no recordaba que alguna vez hubiera repetido la prenda. Camila Esmeralda no sabía ni el estimado. Felipito puso a prueba el conocimiento anatómico de la niña y tratando de recordar conversaciones relacionadas con la violación de Joana entre su madre y tías, despertó la intriga en Camila Esmeralda. Él le enseñó las tácticas del crimen en un viaje que sus dedeos palparon, pero no sus ojos. Ganas había en él, claro está.
Ya era la hora de colocar los centros de mesa y Graciela no dejaría pasar la oportunidad de hacerle frente a Morao, quería una explicación de por qué él había dejado de responder sus cartas. Él fue claro y, citando fecha y hora, le describió el último momento cuando recibió la última carta. Graciela no supo qué decir, enfurecida dejó caer uno de los centros de mesa y salió en busca de Camila Esmeralda. Por la mente la preocupación le decía que las cartas podían llegar a manos de sus padres. Camila Esmeralda no estaba en la casa. Graciela salió al patio, no estaba. Seguramente la habían enviado a hacer algún mandado al anexo de los esclavos.
Graciela tuvo que lidiar por cinco segundos con la carga de una desgracia el mismo día de la boda de su hermana mayor. Su reacción inmediata fue atrapar a Camila Esmeralda por el moño repleto de florecitas y arrastrarla hasta la casa, pero pensó mejor y no la arrastró. La indignación no la dejó ni siquiera dirigirse a Felipito.
Si alguien debía tomar una decisión era Fabiola. Se apareció en su habitación y les ordenó a todos salir. Con la mirada maquillada de ira y lágrimas de indignación, le dijo a Fabiola que acababa de conseguir a Camila Esmeralda con las pantaletas por los tobillos y un esclavo enfermizo que le duplicaba la edad le manoseaba las piernas.  Morao escuchó, aunque hubiera preferido no hacerlo. Salió desprendido del baño de la habitación de Fabiola donde acaba de depositar las últimas cajas de Whiskey. Sin darle tiempo a Graciela de advertirle donde estaba el esclavo de poca estatura y barriga colgante, retumbó la puerta con un golpe estremecedor.
El primero de los invitados llegaría cuatro horas más tarde, acabar con la vida de un desgraciado ingrato le llevaría a Morao apenas un minuto.
Agustina correteó detrás del celaje del bisnieto, precedido de los gritos de Graciela que fue alertando hasta al cochino que estaría danzando en una vara a media noche. Pipo soltó el antojo por las cervezas y cogió el machete para unirse a la marcha de Morao. Allá cayó un diente y por el otro allá se limpiaba Felipito la sangre. Agustina lloraba de nervios, Pipo pedía explicaciones, Joana se aguantaba los insultos de las hermanas que se quejaban del carácter compulsivo del bastardo de la familia.

Salieron de una en una las acusaciones hasta que Camila Esmeralda confesó inocente que él nada más le indicaba cuáles era las partes menos maltratadas en caso de violación. Pipo dio clausura al juicio con dos planchazos en la espalda de Felipito propinadas con la hojas del machete que le hiso llorar a la piel gotas de sangre.
Sin derecho a decir palabra alguna, Felipito fue trasladado al establo y amarrado hasta que se acabara la fiesta.
Gracias a Dios daba Agustina de que los patrones no estuviera presentes, pero por respeto a la negra líder a cargo de la casa, todos, en especial Camila Esmeralda, juraron silencio por lo menos hasta que la celebración hubiera acabado.
En una celebración donde los Iriarte bendecían la unión con los blancos, los únicos esclavos libres de la Guayana tuvieron sus momentos para codearse entre los blancos, los ricos, los burgueses y no sentirse animales de carga; pero Felipito les dejó un mensaje previo para que comprendieran que mientras pagaba su penitencia en el establo, en San Félix y Tumeremo, servían a blancos dos negros de ojos verdes que él había confundido con Morao mientras se trasladaba de una fábrica a otra. Maldijo a los blancos por violar esclavas y gozar de libertad. Maldijo a la tía Esmeralda por desnudar a Morao e ignorarlo a él, que se había puesto a disposición. Nadie lo escuchaba, por supuesto. Los invitados bailaban y los esclavos servían. Morao escuchaba reenamorado las confesiones de Graciela y se contenía por no besarla en frente de todos… hasta que ya no pudo.
El calipso interrumpió la nota, los que bailaban intentaban no caer, los sentados se preocupaban por no perder la vista. Los más ricos se fueron primero, los menos ventajosos les siguieron, los murmuradores se encontraban en una situación difícil.
En una sociedad donde la tradición opresora tenía más valor que el dinero mismo, los Iriarte no tenían más remedio que declararse en bancarrota tras perder toda sociedad. Las fábricas siguieron funcionando en Puerto Ordaz y Santa Elena, lo demás se perdió con el conjuro de envidia de Felipito.
Fabiola nunca más regresó a Upata, Maria Estela decidió no casarse sino cuidar de Camila Esmeralda hasta su madurez; Graciela no estaba dispuesta a abandonar las ganas de amar que Shakespeare le había enseñado ni don Casimiro a hundir a su hija en la frustración de crecer amargada.
La finca siguió de pie a pesar del repudió y los chismes que acusaban a todas las niñas del pueblo de tener relaciones ocultas con negros e indígenas que Felipito fue revelando y regando.
Ambas familias continuaron juntas en Las Amapolas hasta que la penúltima de los Iriarte en Upata entregó su apellido a cambio de la protección que su marido esclavo le concediera después de regalarle la dicha de conocer la maternidad.

En una familia donde lo común no era ordinario, empezaron a romperse las tradiciones que resonaban desde la ciudad capital con la unión de una niña blanca y un negro esclavo que tuvieron hijos de ojos verdes, herencia de un blanco vagabundo que le desgració la vida a su madre negra.