EL
HÁLITO DE LAS FLECHAS
Veintidós años han pasado desde
que sucedió esta anécdota que estoy por contarles. ¡Pasen y siéntense donde
quepan!, no interrumpan a quienes oyen con atención. Pero, antes de crear
falsas historias de lo que iré narrando, recuerden que ella no decidió ser
quien es ahora. Mejor esperen el final.
CAPÍTULO I: EL HÁLITO DE LAS FLECHAS
No importa aún cuál fuera su
nombre, sino que con los años decidió cambiarlo, después de que una docena de
flechas le atravesara el cuerpo. Atrapada de manos y pies imploraba entre
dientes piedad y justicia. A los cinco años no hay mucho más que una niña en
medio del bosque pudiera pedir, cegada por una venda de ceda sudada y temblando
más por inocente que por temor. Movía los labios apresurados mientras acumulaba
lágrimas y sudor en su esparadrapo carmesí, y el viento que le levantaba el
cabello no enredado en el encaje de su traje nuevo. Ella sabía que esperaban su
llanto y gritos, pero, en vez, le hablaba a alguien para que viniera a su
rescate.
Doce flechas le atravesaron el
cuerpo antes de que sus labios dejaran de implorar en silencio y las fuerzas
quedaran desprendidas en las cuerdas que seguían lastimándole las muñecas;
ninguna le tocó la garganta, y las únicas dos que le penetraron el estómago se
cruzaron por delante del diafragma. Cuando el último palpitar de su corazón
tamboreó, se comprimieron los pulmones y desde debajo del pecho se desprendió
un hálito de plata fuera de su boca cuyo sonido produjo lluvias y tormentas por
noches seguidas. Hasta que la luna llena apareció y la vio perecer, por gracia
le dio un beso que la regresaría a la vida con las doce cicatrices de sus
propósitos.
Caminó fuera del bosque cansada, famélica,
con dolor y desgaste, orientada por la luna hasta la entrada de su casa… la
lluvia reposó y los vientos dejaron de amenazar.
CAPÍTULO II: SOBRE LA PRIMERA FLECHA
Que no se entienda esto como
masacre de un atentado producto de una
cacería en verano, pues hubo nombre para quien ordenó la tortura y nombre para
quien luchó por liberarla.
No importa quién hubiera
procurado la desdicha, aunque apuesto que con el pasar de la vida lo irán
comprendiendo. Pero sí se dirá quién salió en su defensa y sé que lo leerán
sonriendo.
Antes de los cinco años era
risueña; después, más bien oscura. No faltaban libros en su mesa de noche ni
hojas que entre sus dedos no tentaran cortar la piel. Después de los cinco, le
atraían más las historias reales, donde el sufrido alguna vez tiene esperanzas,
donde las esperanzas se convierten en tragedia y las tragedias la regresan al
inicio de la suya misma. Creció a cargo de una riqueza que los responsables
habían descuidado, y que ella, por fortuna y buena crianza, mantuvo en vigía
hasta que asumió mayores posturas.
La primera flecha le atravesó la
infancia antes que la piel. Es verdad que no la vio venir, aunque sí la sentía
aproximarse de la misma forma que sintió aproximarse el abandono de quienes
reclamaba suyos. Desde los cinco aprendió a tolerar el vacío de la soledad pero
no a resistirlo; podía vivir con él, sí, pero no quererlo. Y es que cuando de
querer se trata, no pudiéramos resumirlo en un recuento ajeno. Habrá espacio
más adelante para que otra flecha corte en dos las emociones de sus ilusiones.
Uno de sus cuentos favoritos
presentaba a una damisela antañona que desvivía por recuperar el amor de un
adinerado de hermosas facciones para ayudar a quien ella de verdad amaba a no
morir de hambre entre los pobres. Cada vez que lo leía, en sus ojos un brillo
especial iluminaba las letras, entonces cerraba el libro con mucho cuidado para
no maltratar los riesgos de la damisela.
Llegó a los veintisiete
entumecida por fuera, con rostro intimidante y
postura amenazadora; con un interior cálido y una memoria en guerra infinita,
y acarreando roles que no le correspondían.
Y como todo ser en este mundo,
que mientras más resguarda temores, más llama la atención, salió disparada de
su hogar una noche de luna llena al mismo bosque donde había regresado a la
vida. ¡Sorpresa más grande la que la esperaba!, respuesta más clara la que
opacó todas sus dudas.
CAPÍTULO III: SOBRE LA SEGUNDA FLECHA
Desde
niña había cuestionado el motivo de las custodias, ¿por qué algo tan hermoso como
una princesa debe permanecer cautivo en una torre, por qué algo tan puro como
la fe debe resguardarse en un templo, por qué algo tan cierto debe esconderse
en el silencio? Cuestionó hasta que esta segunda flecha le impactó la desnudez
de su hombro derecho y asoció el frío del metal con la penitencia que hay que
pagar por dejar al descubierto tanta verdad.
Eso fue la tez para ella hasta
que llegó a los veintisiete, un diamante intocable perteneciente a un solo
dueño, un mapa inexplorado por el cual luchó sin titubeos para que el baúl de
su eternidad siguiera refugiado donde solo su dueño podía encontrarlo.
Dejó de cuestionar tan pronto
volvió a la vida porque comprendió que hasta las gotas más vitales se evaporan
con la angustia del tiempo, que es mejor conservarlas en el despojo de un
cuerpo misterioso a verlas formar parte de una nube, que en su despecho
arrebata cosechas e inunda mares.
¿Y para qué molestarse en
enumerar los atentados originados por aquellos con ambición de conquista por su
belleza interior si al final fueron batallas perdidas por banales y desamor?
Mejor pensar un momento como ella y dar cabida a la posibilidad de que en el
mundo transita alguien más merecedor de tan protegido pergamino, que deje
marcas de tintas imborrables, tan duraderas como las mismas cicatrices de su
resurrección.
Entre los quince y los veinte años se sintió más cerca de su dueño, y entre los
veinte y los veintiséis lo dio por perdido, a veces hasta por muerto, a causa
de un encuentro furtivo con una guardia más apacible que la que rodeaba su
corazón. Después de un año resignada,
atormentada por la nueva ola de inquietudes, salió disparada de su aposento,
directo al bosque espeso que a diario miraba a través de la ventana, cegada por
las ansias y el dolor, ¡y vaya sorpresa la que la esperó!
CAPÍTULO IV: SOBRE LA TERCERA FLECHA
El perímetro de su mirador
desbordaba huracanes enfurecidos con la lava de los volcanes, erupciones
constantes que contradecían las burlas de las olas y de sus mares; cada uno con
nombre propio y conducta inolvidable, con etiquetas de premura y mandados
coquetos que mejor no despertaran el terremoto doméstico.
Ella esperaba la puesta del sol
para cantarles a los árboles, y se abría una brecha que atravesaba el conflicto
detrás de sus paredes; por esta brecha viajaba su himno hasta la noche, hacía
bailar las raíces de los fruteros jóvenes mientras las notas susurradas unían
en matrimonio a los ramales más altos. La melodía salpicaba en ecos por días y
por noches, y ascendía una vez que la luna apartaba las nubes celosas.
La melodía creció descubierta con
el pasar de los años y las nubes ya no fueron las únicas celosas. Las rosas que
no alcanzaban a mirar por la ventana ahogaban con espinas a los lirios privilegiados
con un mejor panorama; en la cocina también ardían más los hornos estimulados
por la suavidad de su querer. Los cocineros con manos quemadas imploraban con
quejas que algo se hiciera para enmudecerla y no fue sino hasta que el último
de los más insensibles estuvo de acuerdo, que planearon callarla con un
resfriado letal en medio de la nada.
La arrastraron al bosque, a una
oscuridad impenetrable, con los ojos vendados para que no recordara el viaje de
vuelta a casa, se reían inescrupulosos para que no escuchara el ritmo del
viento; la vistieron de gala para que disfrutara del destierro.
No había suficiente acústica en
su mansión para tantas voces que también se quieren hacer escuchar. Por eso
atentaron con callar a la que hacía mecer el fuego de los hornos, la que
despertaba la vanidad de las rosas, la que emparentaba ramales en el bosque.
Pero antes de salir, se acordó en su beneficio, que si llegaba con vida y voz
de regreso, sería libre de cantar hasta que agotara su garganta.
Y así hizo a pesar de su corta
edad, regresó desmayada y humedecida, con fuerza suficiente para apenas seguir
la luz de la luna y el rastro de aquel niño cuya espalda nunca pudo olvidar.
La tercera flecha tembló antes de
penetrarle la calma, y es que resultó ser un reto enorme aplacar la serenidad
de una niña que manejaba la tortura como un castigo merecido.
Veintisiete años más tarde
también creció en ella la imagen del niño que la acompañó. ¿Dónde ha estado? No
es un misterio, es una ilusión. Siempre la ha visto desde el otro lado de la
ventana, esperando por ella donde la conoció. Y ella lo supuso así.
Fue cuando se vistió de gala una vez más y se despidió de su habitación, corrió
en medio de la noche hacia el centro del bosque donde todo comenzó.
CAPÍTULO V: SOBRE LA CUARTA FLECHA
A los cinco años se supo heredera
de lo que ni ella esperaba, mucho menos imaginaba, porque estaba prohibido
hablarle de lo que sería suyo después de una muerte lamentada. Más importante
era que creciera sin ambiciones que aceleraran su adultez y altivez. Y la dicha
de haber crecido junto a quien más veces llamó madre le sirvió para no
tergiversar su destino. Tan abundante era su riqueza que no se podía calcular
en número sino en renombre y servidumbre.
Cuando la quinta flecha le
debilitó las rodillas, no cayó por dolor ni por impacto porque no sabía siquiera
que debía doblegarse a tanta herencia. Se sintió la misma teniendo todo y
teniendo nada, por lo cual dio gracias a sus veintisiete por haber crecido en
eso ignorante.
Para ella había un mayor
privilegio que los que adornaban sus paredes de bronce, se trataba del apoyo y
lealtad que mostraban los que esperaban por ella al otro lado de la ventana.
Se dio cuenta de cuánto tuvo
cuando salió corriendo de la mansión, es que al voltear a despedirse de su
pasado, miró con asombro como las paredes devoraban los jardines y los vidrios
reventaban el oro de sus marcos. Se guardó la despedida y siguió corriendo
hacia el bosque, siguiendo el sonido de un “She”
que no reconoció sino al final de esta historia; no sabía si sonreía en medio
del llanto o lloraba en medio de la sonrisa.
Así fue como vio que sus ramas ya criaban fruteros, que los lirios le
perfumaban el sendero, que las raíces le marcaban mejor el encuentro.
Como había sucedido a sus cinco
años, sin recordarlo tan claro como ahora porque en su mente solo quedaba la
figura de una espalda que seguía añorando, recordó las raíces, recordó las
ramas, recordó los lirios, recordó un sonido también, pero no cómo se había retirado
el esparadrapo de ceda; se dispuso creer que el niño aquel le había devuelto la
vista cuando se creía en la penumbra de un abandono tan similar a los que ya se
había acostumbrado.
Se detuvo un rato y se tocó el hombro, tan solo para darse cuenta de que sus
cicatrices empezaban a desaparecer. No era momento de parar, al frente había
alguien que ella quería ver.
CAPÍTULO VI: SOBRE LA QUINTA FLECHA
A
sus cinco años percibía el mundo con mucha gracia. Llamaba a las cosas por el
nombre que le habían enseñado y hacía reverencias hasta a las mascotas y los
empleados. Después de su destierro le costaba incluso mirar su reflejo; se miraba
al espejo y, luchando contra su respiración, dejaba de llorar. Decidió que
distribuiría su confianza en porciones iguales y temas diversos entre los más
allegados, los más interesados y los menos afortunados.
Una quinta flecha que le torció
el codo izquierdo sembró en ella una semilla inquietante de desinterés por
quienes se servían de su cercanía por querer acercarse a otros.
A los dieciocho estaba asqueada,
pero enamorada; deseaba devolver el tiempo hasta el día aquel que por primera y
última vez vio la espalda del niño así le quedara una vida entera para amar.
Por eso le resultó tan fácil amar a quien más lejos estuviera, porque quienes
la rodeaban no tenían más valor que las gárgolas que formaban cascadas asesinas
de flores durante las lluvias fluviales.
En cambio, aquel que ella amaba
tenía ojos incoloros, porque el pigmento no era otra cosa que un distractor de
la verdad; él tenía brazos fuertes para construirle una cabaña de cedro;
seguramente no tenía corazón para que nadie lo hubiera fracturado antes; no, su
amor era en sí un corazón sin palpitar pues la sangre de su arterias corría a
través de las venas de ella. Y por eso eran necesarios uno para el otro. Por
eso ella sabía que él también la pensaba y la buscaba, era una obligación.
Aprendió que en su mansión no
había seres con agallas pero sí en el bosque. Al frente de sí misma escuchaba
la voz de la felicidad hablarle a través del viento. Ella daba vida a lo que
vida le retribuía.
Fue así como una noche en el
pecho se le aceleró un cantar que tradujo en su voz una canción improvisada. “She”, repetía de adentro hacia afuera,
lo sintió tan genuino que supo que él estaba cerca. No dudó, no lo reconsideró
sino que buscó entre sus trajes el más hermoso y adecuado para él. No avisó si
volvería, en el fondo sabía que no lo haría. Y corrió atraída por el amor.
Salió de casa. Entró al bosque. Ahí estaba.
CAPÍTULO VII: SOBRE LA SEXTA FLECHA
La línea delgada que separa la
cordura de la perspicacia es del mismo color de la astucia, y astucia es lo que
tiñe su mirada penetrante, como pocas otras que te invaden mientras describes
pasajes de tu vida. El ámbar de sus pruebas navega entre tus pupilas de la
misma forma que atraviesa los vidrios de las ventanas que más la han escuchado
entonarse por amor; resbala como miel entre tu delirio y te llega al alma. Así
es como selecciona a sus íntimos, sin importar el origen de sus actos ni las
coincidencias de sus encuentros, no hay quien se escape de su experimento, una
habilidad que se consolida en el tiempo y que declina en tonos más claros u
obscuros. ¡Y ya sabemos que con la oscuridad ha tenido bastante experiencia
como para recibirla en su aposento!
Su silencio prolongado es temerario, no es de sorprenderse que sean pocos los
que se atrevan a socavar su estado externo a pesar de la advertencia de su
mutada estadía. Es un elemento de defensa que pocos desarrollan, y muchos menos
son los que aprenden a disuadirla.
Es una prueba contundente que la
flecha número seis impregnó en sus nervios después de colarse entre sus
costillas y el pecho, el espacio más protegido y, por su puesto, atacado. Tócale
el pecho y desatará una reacción poco prudente que la hace cuestionar su propia
cordura. Pero, qué si no fue eso lo que esta flecha alteró.
Desde los veinte hasta los
veintisiete puso en duda si su cordura era ordinaria, era un estado de salud o
alarma, y se evaluó hasta creer que debía desistir de volar. Eso sí la
preocupó, pues en sus sueños más turbios sintió volar para burlar el mal que la
atormentaba, el mismo mal que la había enviado al exilio la abrazaba al
despertar y la condenaba al dormir.
¿Sí ven que no es fácil saberse
cuerdo cuando crees que el mal tiene posibilidades de actuar a favor del bien?
Pero ella no solo lo cree sino
que lo defiende aunque la miren con ojos despavoridos, horrorizados por su
lucha de justicia, porque tiene que ver más con lo que debe ser que con lo que
es.
¿Y es cuerdo creer que en medio
de tanto espacio, en un camino tan amplio y desolado, haya un amor como el que
la espera y ella a veces duda?
Fueron horas en la cama las que
tuvieron que pasar para que se manifestara en su pecho la respuesta a su más
importante decisión: no esperar más.
No esperó aprobación ni compañía
sino un acto creado impulsado por su propia valentía. Y llegó a donde tenía que
llegar, pero no encontró a quien esperaba encontrar. ¿O sí?
CAPÍTULO VIII: SOBRE LA SÉPTIMA FLECHA
Sería poco necesario profundizar
sobre el resultado de aquella flecha que le tocó el pecho sin desprenderle las
arterias ni el corazón, ya se ha dicho suficiente sobre el origen de su sentir,
el causante de dicha extraordinariez
y el empeño interminable por verle el rostro a quien se conformó con mostrarle
la espalda.
Que no se diga, pues, que él le
dio la espalda cuando en vez se la mostró. Nunca ha estado él en contra de su
entrega ni de sus maneras de amar. Jamás se negó a compartir un poco de su
amor.
La séptima flecha fue, sin lugar
a dudas, el impacto más comedido, la más planeada, la mejor atinada y, por
supuesto, la más catastrófica. Pero es que eso es el sentir del corazón cuando
batalla por convertirse en amor, una catástrofe que altera los órganos, los
sentidos, los músculos, lo vivido, en especial cuando se es tan joven, tan niño
y ya empiezas a detectar la presencia de lo que te impulsa a escribir, a
drenar, a cantar y a perseguir lo que te pertenece.
Ahora pueden imaginar a esta niña,
aparentemente frágil y abandonada, de brazos atados y rodillas firmes hablando
entre dientes a quien ella sabía que podía escucharla sin prestarle atención al
miedo ni al dolor. Para ella el dolor hubiera empezado con la resignación de no
ser rescatada. Pero para eso falta algo más que valor, hace falta convicción. Y
no es fácil serlo a tan corta edad. ¡Es un riesgo, de hecho!
Así nos damos cuenta de que no se
trata de una niña cualquier sino de aquella que la luna ha custodiado en amparo
por décadas. Incluso antes de su nacimiento, ya la luna le alumbraba el futuro,
le dibujaba el destino. A quién tenga la oportunidad, acérquesele y pregúntale
si alguna vez, mientras miraba el cielo sintió soledad absoluta, si en medio de
las tinieblas dejó de cantar y creer. Quizás desfalleció en varios intentos,
pero no hay quien escape a la rudeza del crecer. Por eso la luna le mostró las
siluetas del amor siendo una niña, para que no dejara de fluir por dentro lo
que vivía en su memoria.
Fue cuando la flecha le alcanzó el pecho que ella sintió paz, que supo que
habían venido por ella y se dejó mecer entre las cuerdas que le enrojecieron
las muñecas. Pero no importó porque ya estaba acompañada de sus emociones, las
manos no le importaron porque sentía levitar, era su tiempo de volar.
Ese momento se repitió en sus
sueños por noches y no lo compartió sino con unos cuantos que atraparon el
rincón de sus labios elevarse mientras caminaba solitaria por el pasillo de su
mansión. Lo supo su madre, quien la crió; lo supo su amigo, quien la descubrió;
lo supo su arte, que la obligó; lo supe yo, que me tocó.
En sus sueños voló sola y de
manos de alguien, entre las estrellas y muy cerquita del mar; voló por encima
de todo menos por encima de ella misma. Y como era tan curiosa, se preguntó qué
se sentiría volar por encima de ella. En unos de sus sueños voló alto, muy
alto, y una sombra que le empañaba el vuelo le mostró que nunca podría volar
por encima de sí, ese lugar le corresponde a quien la cuida. Así el sueño se
hizo realidad en su pecho, en su corazón; de esa forma supo que era amor,
porque él la dejó volar sin miedo y con mucha paciencia le indicó que también
había un espacio que solo ella conocería y sobre el cual él querría saber.
Al despertar, complementado con
sentir del único, del que llega una vez para no volver sino para hacerte saber
que sí existe, se dejó mecer en su mar ficticio y pasaron horas y horas hasta
que en su pecho resonó un “She” que
le llevó hasta él.
CAPÍTULO IX: SOBRE LA OCTAVA FLECHA
Cuantos de ustedes tengan el
agrado de encontrarla en su nueva vida, reconocerán que hasta su sonrisa ha
cambiado, que el portal de su destino se ha ampliado, que irradia más belleza
que en sus días de niñez angelical y que la tensión y rigidez de sus facciones
han desaparecido. Lo que no notarán es su interior, pero tiene que ver con su
astucia para cubrir con arena lo que debe ser empedrado y hacerte creer que la
caliza es más dócil que la arcilla cuando se trata de sepultar pasados amargos.
Ella te hará creer que su nueva vida es el inicio de un nuevo despertar, que es
la nueva forma de anidar y tú, muy probablemente lo verás de esa forma. Es que
es tan evidente que contando las flechas de su agotamiento, esta pudiera pasar
al olvido como su pasado cuando estás aprendiendo a conocerla. Pero una flecha
que remueve la ironía de su personalidad no rebota en su talón por casualidad. Y
es que aunque el blanco era su tobillo, la inquietud del arco obligó al
atacante a arrojar la flecha con la mano desnuda. La flecha pasó a milímetros,
pero es porque el tobillo no es tan simbólico para ella como el talón.
Así conoció ella la ironía. Cuando se
disponía a entregarse al rescate de su amado, muchas cosas cobraron sentido, cosas
que le mostraron con más claridad que su niñez, después de los cinco años,
había llegado a su fin.
CAPÍTULO X: SOBRE LAS NOVENA Y DÉCIMA
FLECHAS.
En un acto desesperado, el
atacante cogió dos flechas que apuntó directo al estómago, y era un blanco
sencillo después de haber atinado al pecho antes. Sin embargo, durante el
desplazamiento, las puntas de acero chocaron y se abriendo en un arco que justo
antes de hacer contacto con el vestido de ella, le encarcelaron el diafragma.
El aire se contuvo como muchas veces le pasó después a causa de la decepción, a
causa del asombro, a causa de la ilusión.
El aire se volvió parte de ella,
así como se volvió el agua que por días y noches mojó lo que se encontrara
fuera de las paredes de su mansión; así como también se volvió la luz que marcó
la silueta de su guía sin rostro claro; así como el “She” que le dio el impulso para encontrarse con la verdad. Con
estas dos flechas, dejó de resistirse y su humanidad la hizo padecer y sentir;
se dejó y entregó lo que quedaba de ella a lo que el esparadrapo no la dejaba
ver. Contuvo el aire que pudo cuanto pudo, y le hubiera encantado ver lo que su
diafragma creó: dos impactos más y un hálito platinado le envolvió el alma en
un espectro supersónico que cegó hasta al firmamento.
Y por eso la luna descendió por
vez primera a besarla con los labios más cálidos que jamás hubiera sentido. Fue
por eso que después de dos impactos, bajo las lluvias y truenos, despertó sin
flechas en el cuerpo, sino con una luz al frente que alumbraba a un niño de
piel húmeda y cabello alborotado, descalzo sin maltratar las raíces y seguro de
hacia dónde iba, hacia dónde la conducía, pronunciando algo más largo que el “She” que en ella retumbaba.
¿A dónde fue a parar tan perfecta
y hermosa aparición? ¿Por qué no hizo más que guiarla y confundirle el corazón?
La evidencia de los actos a veces puede ser confusa.
Como ya les he dicho antes, el
niño, que ahora es hombre, siempre ha estado cerca de ella.
Cuando retomó el camino en medio
del bosque, le inquietó la idea de imaginar, estando tan próxima a verlo. Le
amargó la idea de suponer, estando tan cerca de tenerlo. Y es que si su amor
resultaba ser quien ya creía, le exigiría una última flecha, una letal, una que
le durmiera los recuerdos.
CAPÍTULO XI: SOBRE LA PENÚLTIMA FLECHA
Después del cruce de las flechas
en su diafragma, después de tanta resistencia, una penúltima punta le dejó
herido el abdomen. Sintió dolor por primera vez en cinco años y de muchas veces
a partir de entonces.
Le dolió la punzada del metal,
fue la primera vez que consideró gritar aunque al final no lo hiciera. El mismo
gesto de resistencia ante el dolor lo sigue empleando, se derrumba por dentro y
llora en silencio, bajo el cielo de su propio techo, bajo las sábanas de su
paciencia. No hay espacio suficiente para enumerar los dolores que junto a ella
danzaron, pero sí habría que separar los inducidos de los provocados. Si a cada
dolor le aplicase un nombre, ¡imaginen el imperio que hubiera creado! Pues sí,
no se puede hablar de ella sin hablar de dolor. Una niña que se ve forzada a
ser adulta no conocerá mejor consuelo que el dolor. Es tanto así lo que ha
tenido que enfrentar que ha creído ser ella quien produjera dolor al mundo que
la rodea.
Si pasara más tiempo observando
desde su ventana las maravillas que provoca a quienes no alcanza a ver del
todo, salpicarían sus lágrimas pero en regocijo. No es fácil tener tanto poder
y dejar de lado el temor. Si te vuelves gigante, no habrá escondite que pueda
ocultarte de los mercenarios; si eres muy chico, no hay quien te preste tanta
atención. Entonces, ¿qué? ¿Hay que dejar de ser lo que eres? Sí, pero ¿cómo?
Renunciando al dolor y a todo lo
que se pueda sentir. No es difícil sino imposible. Pues, así alcanzó los
veintisiete, creyendo más en las imposibilidades por temor a enfrentar las
difíciles.
Dentro de sus capas de dolor yace
al menos un grano de esperanza adherido a la única felicidad que la mantiene en
pie: amar. No importa a quién, no importa hasta cuándo, pero vale la pena amar
a quien te haya rescatado de la muerte.
El ámbar de sus ojos también
separa la vida de la muerte. ¡Así de cerca estuvo esa flecha de desterrarla más
lejos de lo que esperaban los empleados de su mansión, los de las manos
quemadas, los aturdidos de los celos, los perturbados del alma.
Acercarse a ella por un beneficio
personal es un dolor seguro; por un desahogo incontrolado, es un dolor seguro;
un adiós inesperado es un adiós seguro. No se puede estar muy cerca ni muy
lejos o provocas un dolor seguro.
Once flechas tuvieron que herirla
para hacerla sentir dolor. ¡Sí ven ahora lo fuerte que te hace el amor! A veces
no lo notamos, pero así es. Y por eso ella se aferró tanto a él. Se volvió una
deuda, quizás una obsesión. Pero valió la pena, porque al final lo encontró. Allí
estaba, seguro y pleno, perfecto y con la hermosura que ella esperaba, que
quería, que necesitaba.
Él le habló primero, con una
serenidad que a ella desesperó, angustió, exasperó: “Shekinah”.
¡Entonces ella quedó confundida!
Tanto esperar, tanto añorar para enfrentarlo confundida.
CAPÍTULO XII: SOBRE LA ÚLTIMA FLECHA
Como ya recuerdan, fueron doce
las flechas que le cicatrizaron la piel. Esta última le arrebató una porción de
vida, pero la luna se interpuso entre ella y la muerte en un acto de compasión
que le devolvió las fuerzas y la convicción; la hizo creer más en las verdades
de sus sueños que en las imposiciones de su realidad. Fue una última palabra la
que la puso de pie, en marcha a su hogar: perdón.
De las decisiones más fuertes, la
del perdón siempre ha sido la originadora de sus batallas internas. Quién le
debe el perdón no es prioridad sino de qué forma causa lo que más bien ella
evita. Cuando regresó de su exilio, pidió perdón, también lo hizo cuando notó
que el niño de sus recuerdos desapareció y cuando se marchó sin despedirse de
su pasado, y cuando escuchó las primeras palabras del niño hecho hombre.
¿Pero saben algo? Todavía existe
en ella la particularidad de acercarse al perdón cuando no le corresponda
cargar con el peso de la culpa, y es que el simple hecho de saberse partícipe
la obliga a ceder porque no sabe perdonar sin antes sentirse perdonada.
Por eso esta flecha rebotó en un
árbol fornido y le dio por la espalda, chocó su columna vertebral, así se
mantuvo hasta que la flexibilidad de su entrega dejó escapar el hálito de su
ser; quedó perpleja e irrompible hasta que la luna descendió y la retiró de su
cuerpo. Fue la única flecha que no hubo que romper, por eso se usó para cortar en
trozos el esparadrapo que ya no vuela por el mundo, aunque le faltaran ganas de
aterrizar.
Él la miró y supo que estaba
confundida. “Shekinah”, le volvió a
decir con una mano abierta frente a ella con las puntas de las otras once
flechas. El frío que recorría su pálida y traslúcida piel la hizo llorar sin
llanto, solo lágrimas; pura emoción. Cuando ella alzó la mirada, descubrió que
la luna no se encontraba donde debía y también que era cierto que había amado a
quien le había devuelto la vida:
“Esta
es tu verdad,
Lo
que tú y el mundo quieren ver y escuchar,
Shekinah.
Soy
lo que quieres ver en mí,
Soy
el amor, sí,
Y
te pertenecí.
Así
como me ves,
Shekinah,
Lo
vas a encontrar después del vacío.
Allá
donde ha caído el espadrapo
Descansa
el dueño de este rostro,
El
amante de estas manos,
El
calor de este abrazo.
Ve
con seguridad a través del bosque,
Que
nada te detendrá.
Ve
y recorre el camino,
Duerme
los miedos refugiados en ti.
Ve
y descubre los misterios,
Es
tu oportunidad.
Ve
segura,
Shekinah,
Fíate
de mí,
Este
es tu tiempo de volar.”
CAPÍTULO XIII: SOBRE EL FINAL
Y a sus veintisiete, se dispuso a
cruzar los bosques y los mares con un zurrón de cuero en el que guardaba las
puntas de sus once flechas rotas, pues aquella que permanecía erigida se aferró
a sus dedos como ellos a ella. En su encuentro con la luna, vio el rostro de su
amor verdadero, un hombre que disfrutaba de la pesca tras resignarse a no domar
jamás el arco.
Ella iba hacia él, indetenible y
segura, con una cicatriz en la espalda que representaba el equilibro de su
amado amante de los árboles.
¿Quién atacó entonces a esta niña
de forma tan brutal? La misma luna disparó doce marcas hacia ella sin fallar en
el propósito de salvarla. Un ataque doloroso y repentino que puso a sus
verdugos perderse en la carrera de la vergüenza, que los hizo esquivarla al
verla regresar después de la masacre, que los hizo querer pedir perdón y que
por miedo no llegaron a hacerlo. Pero ella los perdonó para así perdonarse
también; luego salió a encontrarse con el amor. Ahora que encontró el amor,
¿qué le depara la vida? Un nuevo comienzo, una conquista, una unión, un canto.
Y dondequiera que caiga, la luna la levantará, porque no hay forma de que
pierda el rumbo, con abrir el zurrón bastará para que retumbe el destello que
la convirtió en Shekinah.