En un país donde las temperaturas húmedas son tan prologandas, el sol representa una fuente de consuelo por las mañanas con aroma a café colado.
En
la finca Las Amapolas, el día estaba compuesto por tres fragmentos
cronometrados que partían siempre con el olor del café que Agustina preparaba
al punto exacto, el que mejor complacía al amo. El primer café empezaba a
hervir a las cinco de la mañana, al menos media hora antes de que en las
carreteras de Upata cacarearan los primeros gallopintos. Don Casimiro Iriarte
Dos Santos acompañaba a la negra esclava durante un período no mayor a cuarenta
y cinco minutos, tiempo suficiente para que Agustina sirviera el guayoyo, el
marroncito y los conleches en la mesa que vestía de marfil los domingos y nada
más; siete platos llanos y siete hondos, la canastilla repleta de arepas, la
bandeja con el queso llanero rallado, la otra con el jamón rebanado y la olla
con caraotas. El jugo de limón era obligatorio aunque hubiera además jarras con
refrescos de frutas de temporada, avena fría y caliente, cubiertos a cada brazo
y, lo más importante de todo, el florero con amapolas rojas rociadas que doña
Estela de Iriate le entregaba a Agustina antes de la salida del sol.
Don
Casimiro y su esposa, padres de cuatro damas de tez blanca como la leche y
pecas que adornaban lo más delicado de la espalda, eran dueños de las únicas
cuatro fábricas textiles de la Guayana, de dos casas de cría de ganado, una en
el Callao y otra en Tumeremo, además de una floristería que despachaba desde
Guasipati rosas blancas, azules y rojas, orquídeas blancas y moradas,
girasoles, margaritas y crisálidas con más frecuencia que otras flores. Más del
setenta por ciento de los pedidos llegaban de Santa Elena de Uairem para
acuerdos de reventas que se celebraban ilegalmente en la frontera con Brasil.
La
mayor de las hijas, Fabiola Iriarte, y dentro de poco Fabiola de Blanco, había
recibido como herencia de su padre una de las fábricas textiles. Don Casimiro
consideró importante que su primogénita y futuro yerno fueran capaces no sólo
de administrar la única fábrica textil de Puerto Ordaz, sino de idear
estrategias que elevaran las ventas, además de reunir más dinero para los
gastos que exigía la boda. Lo que Fabiola Iriarte consideró una decisión
arriesgada, era de hecho una idea de la que don Casimiro se había convencido
hacía ya algunos años, pues a pesar de tratarse de la fábrica más productiva y
próspera de las cuatro, no era precisamente la favorita de los patrones. Donde
menos gente frecuentara, más agradable resultaría el lugar para los señores
Iriarte.
Las
otras tres hijas vivían con sus padres en Las Amapolas. Maira Estela, la
segunda de las Iriarte sería la madrina de boda de Fabiola. No hubo
sorprendidos con el anuncio. Más que hermanas, Fabiola y Maira Estela eran
grandes amigas, confidentes. Fabiola se la pasaba dándole gracias a su hermana
cada vez que se le pasaban los tragos, porque sin ella, Dominguito Blanco jamás
se hubiera atrevido a invitarla a bailar ni salir ni pedirle que fuera su
esposa.
Hacía
más de dos años doña Estela había organizado un baile en Las Amapolas para
celebrar los quince años de Graciela, la tercera hija en la fila de los
Iriarte. Graciela les había insistido a sus padres que en vez de fiesta, la
enviaran a Europa, ella soñaba con conocer París y su torre, las calles del
arte de Florencia, navegar en góndolas venecianas, recorrer castillos
escoceses, ver los minutos pasar en el Big Ben; soñaba con Praga, con
Ámsterdam, con Barcelona, con Lisboa. Graciela vivía enamorada del amor narrado
en la literatura, del amor tímido que la saludaba en las obras de Van Gogh y
las melodías de Bach; amaba sus clases de historia y en una conversación con su
tutora de arte, le aclaró que nunca se dedicaría a la enseñanza porque eso la
detendría en su viaje por encontrar el amor que jamás conocería en Venezuela,
pues ningún héroe venezolano aparecía descrito en los cantos de amor de Shakespeare.
Julieta nunca amaría de tal forma a un venezolano.
Convencida
de que su madre no la tomaría en serio, Graciela aceptó la oferta del baile,
pero al año siguiente don Casimiro le dio la mayor de las sorpresas y en las
vacaciones de verano, después de cumplir los dieciséis años, la envió a
recorrer Europa con dos de sus primas más cercanas.
Como
era costumbre, doña Estela se encargaría de armar la lista de invitados y don
Casimiro seleccionaría a quienes finalmente asistirían a la celebración.
Fabiola y Maira Estela ayudarían con la decoración y distribución de las
familias en las mesas, y en compañía de Agustina, elegirían las flores que
mejor identificaran la personalidad de Graciela. Los Lárez compartirían mesa
con los Catillo, quienes debían estar lo suficientemente apartados de los
Aponte. Nadie ubicaría a los Castillo y los Aponte juntos después del
bochornoso divorcio de Enrique Castillo y Ana Beatriz Aponte. Los Ribas y los
Díaz se habían asociado recientemente en el Tratado de Manufactura Minera
(TMN), así que sin duda alguna irían juntos. Los Torres se sentarían por aquí y
los Rodríguez por allá, los Santos por aquí con los Vargas y los Del Toro por
allá. Nada más los Blanco tendrían una mesa para ellos, consideró Fabiola. Los
Blanco eran la familia nueva del pueblo y obligarlos a compartir mesa con
desconocidos les habría arruinado la noche casi por seguro.
Más
de ochenta invitados acudían al baile de Upata en honor a Graciela Iriarte, y
tratándose de los Iriarte, dueños de dos casas de cría de ganado, lo que menos
faltó en la fiesta fue carne para comer. Así como hubo comida, hubo mucho
trabajo para la servidumbre que, en vez de esclavos, eran más bien como
miembros de la familia Iriarte que trabajaban a cambio de comodidades, comida y
traslados frecuentes por los pueblos de la Guayana.
Agustina
estaba a cargo de los esclavos, si se puede decir o entender, era la esclava
líder y la única con autoridad suficiente para entrar a la habitación de los
patrones cuando no estuvieran en casa, cualquier movimiento que los demás
esclavos intentaran hacer debía ser notificado primero a Agustina. Fue ella
quien acordó enviar a Morao con Graciela a Europa para que la niña no tuviera
que preocuparse de más nada que no fuera disfrutar del viaje.
La
tía Esmeralda fue la persona adulta responsable de las niñas durante el viaje,
y aunque Morao era todavía menor de edad, las leyes ignoraban incluso si un
negro o indígena esclavo era o no legal para fumar o beber, lo único que
exigían era saber si viajaba con familias importantes. Casi dieciocho años
tenía el macizo moreno de cuerpo definido y nariz fina. Morao no conoció a su
padre. Los esclavos dejaban de ser niños primero que los hijos de patrones.
Morao no fue la excepción en cuando a condición, pero sí en cuanto a atractivo.
La mayoría de los negros eran negros como se conocían y describían a los
negros, los indígenas eran indígenas sin más ni más. Morao, cuyo apodo se
popularizó entre la ironía de sus rasgos y el sarcasmo evidente de no ser tan
negro como debía, llamaba la atención por el verde de sus ojos. A él no le
incomodaba aceptar de vez en cuando que su madre había sido violada, más le
inquietaba la presencia de doña Esmeralda y su insistencia porque fuera él
quien viajara a Europa.
Los
más fornidos movían mesas y llevaban la carne a las varas, los menos vestían
las sillas, lavaban y barrían el patio y Morao, bueno, él esquivaba las
insinuaciones de doña Esmeralda. Y no es que fuera una mujer desagradable, pero
si hubiera tenido opción, seguro no habría sido ella su primera experiencia
sexual. Era tanto el apetito de la doña, que una tarde mientras paseaban cerca
del Coliseo de Roma, el joven esclavo sintió que estaba por desmayarse como
consecuencia de los acosos y violaciones continuos de su patrona de turno.
Pero
no todo fue malo. Morao y las niñas crearon un lazo bastante estrecho y después
de haber regresado, Morao le confesó en tono de gracia a Graciela las veces y
lugares en que su tía lo había obligado a fornicar con ella. Graciela no podía
creerlo. Poco a poco fue Morao detallando las veces en que la tía Esmeralda se
quedaba inmóvil observándolo en la ducha o preparándole el desayuno desnudo.
Empezaban siempre como relatos incómodos que apenas le cubrían las mejillas a
Morao de vergüenza y que terminaban en carcajadas. Cada vez que recordaban las
anécdotas en Europa, Graciela quería saber más y con mayor detalle,
especialmente qué era lo que hacía que su tía se quedara embobada al verlo en
la ducha. Morao no sabía qué decir, pero la mente de Graciela no dejaba de
imaginar posibles razones.
Los
músicos fueron llegando para los ensayos, de último llegarían los del calipso,
el que todos esperaban con más ansias. Hasta los esclavos dejaban de hacer lo
que estaban haciendo para bailar calipso. Las familias fueron llegando, el olor
a carne rebotaba por toda la finca, sonaba un vals de señoritas que habían
compuesto para Graciela, bailaban con ella solo los hombres, las mujeres veían
y criticaban los copetes, las mangas largas y las cortas, y doña Esmeralda, que
casi preocupada, buscaba un par de ojos verde con disimulo entre la multitud.
Morao estaba cerca del bar viendo a la quinceañera poco entusiasta dar vueltas
de un lado a otro, a las hermanas Iriarte secándose las lágrimas y a doña
Estela haciéndoles señas a los muchachos para que bailaran con su hija. Los
Blanco estaban bastante cerca de doña Estela, Domingo padre le echó un
empujoncito a Domingo Segundo para que bailara con la muchachita del vestido
frondoso y cabello trenzado; parecía apenado, pero fue el más erguido bailando
el vals.
Cuando
sonó el calipso, ¡empezó la fiesta de verdad! Hasta el más sordito movía el
pescuezo. Los Blanco eran de esos. Dominguito estudiaba discreto los pasos y
los comparaba con el undós, undós del ritmo. Maira Estela le atajó el ímpetu,
pero no el impulso de atrevimiento. Dominguito parecía ser el tipo de hombre
que Fabiola consideraría atractivo, aunque si algo no toleraba Maira Estela era
a los hombres de poco guáramo.
Le
dijo, como si se conocieran de siempre, que tenía que dejarse llevar por el
ritmo y en una de dositrés lo fue arrimando hasta donde estaba Fabiola con las
manos en el aire. Él entendió la propuesta de Maira Estela, pero seguía inmóvil
ante la reacción de Fabiola. Ella lo tomó del brazo y fingió que lo enseñaba a
bailar para que Dominguito se sintiera en confianza. Esa noche nada más que el
baile entre ellos sucedió y fue como supieron que eran el uno para el otro.
Había nacido una necesidad de uno por saber del otro; sin embargo, cierta
inocencia se mantuvo hasta que ya no hubo necesidad.
Esa
misma necesidad se hizo con Graciela de tantas veces que escuchaba a Morao
contarle e imitar los gemidos de doña Esmeralda. Morao sabía lo que hacía, él
de inocente no tenía mucho, pero sí de buenas intenciones. Desde que recordaba,
le gustaba mucho la niña Graciela, por ella aprendió a leer y escribir, incluso
a disfrutar los ratos con doña Esmeralda; y cuando Graciela ya no aguantó más,
le pidió a Morao que le leyera un fragmento de Romeo y Julieta. Morao no
entendía que había hecho mal para que Graciela lo hubiera torturado de tal
forma, pero conociéndola, sabía que debía regresar con un comentario y no con
una interrogante.
Con
la lectura conquistó el esclavo de ojos verdes a Graciela Iriarte. En una de
las noches siguientes, Morao le confesó a Graciela que no comprendía por qué su
padre había violado a su madre, la que todos recordaban como a una diosa griega
en su juventud; por qué si él, un negro esclavo bastardo, podía hacerle el amor
a una mujer aparentemente inalcanzable, su madre no era digna de tal gesto
también. Esmeralda le citaba a los Capetos y concluía con incoherencias que
Morao adoraba escuchar hasta que la mejor parte llegaba: el beso de despedida. Ni
el sexo lo hacía sentir tan amado como el beso de la niña Graciela.
Diez
años tenía la niña Camila Esmeralda,
un nombre que Morao prefería no pronunciar para que la niña no creciera con
costumbres poco éticas. La cuarta y última de las Iriarte acababa de recibir su
primer periodo; y entre la angustia y la vergüenza, veía cómo su familia
celebraba su desarrollo. Fabiola llegaría el fin de semana siguiente con
Dominguito para discutir los preparativos de la boda. Maira Estela y Graciela
aconsejaban y sermoneaban a la pequeña, que a pesar de su edad, el tamaño y
protuberancias la hacían ver por encima de los trece años.
Después
de la cena, Graciela y Maira Estela se quedaron con Agustina para ayudar con la
limpieza, la negra les prohibía levantar un vaso, pero ellas le daban la orden
de ayudarla de todas formas. Agustina siempre les contaba anécdotas de su niñez
y lo feliz que era a pesar de las condiciones, pero ya las hijas Iriarte las
conocían de memoria y aunque las disfrutaban mucho, estaban listas para que la
narración madurara también y empezaran a escuchar nuevos acontecimientos en la
vida de Agustina. A qué edad tuvo su primer amor, quiso saber Graciela, y
Agustina le descubrió las andanzas pero no el cómplice.
Fue
en Manaos, cuando ella tenía dieciséis; un carioca alegre que bailaba aché como
no había otro; fue un amor correspondido, aclaró la esclava en su mezcla de
portugués con español. Él también era esclavo, pero su personalidad tan
atractiva despertaba celos en otros hasta el punto de ser acusado con el patrón
de haber asesinado una joven muda del pueblo. El amo le perdonó la vida por la
falta de evidencias, le costó trabajo convencerse de que la nobleza del negro
bailarín fuera más espesa que la patología mental que describían los otros esclavos.
Lo mejor era no arriesgarse a decepcionarse más, un sospechoso de asesinato no
podía permanecer más tiempo en casa.
Una
semana más tarde y Agustina no vería más a su amado. Como pudo, escapó en busca
de él, pero un mal juego del destino la hizo tomar el rumbo opuesto. Según
había escuchado, lo habían trasladado al sur de Brasil, y por burla de los
transeúntes en Manaos, Agustina caminó sin detenerse hasta la frontera con
Venezuela donde fue encontrada casi desmayada por don Casimiro en su regreso de
luna de miel con doña Estela.
El
desmayo era continuo en Agustina, Don Casimiro se había preocupado de que la
negra estuviera enferma y lo estuviera ocultando; Doña Estela sospechaba de
algo más, así que cuando lo consideró apropiado, le preguntó a Agustina si se
habían aprovechado de ella. La esclava le contó sobre su amado y la trampa que
le habían tendido, hecho que hizo que Doña Estela se encariñada aún más con la
recién llegada. Nueve meses pasaron y Agustina daba a luz.
Pipo
creció con todas las comodidades de los Iriarte y fue considerado el hermano
mayor de las hijas de Don Casimiro. Los patrones crearon la primera fábrica
textil y a medida que crecía el negocio, crecía la familia y asimismo los
miembros de la servidumbre. El negro Pipo conquistó a una mulata de origen
indígena y con el permiso de su madre y los Iriarte, la llevó a vivir a su
finca. Donde sea que estuviera Don Casimiro, estaba Pipo, y dondequiera que
veía Pipo a su mujer, consumaban el amor como conejos. Cuatro hembras y dos
varones tuvieron.
Con
Agustina, Pipo, su mujer y los seis hijos, Don Casimiro tenía garantizada la
seguridad de la finca, el ganado y la floristería. Las fábricas eran cosa
exclusiva de él.
De
todos los bisnietos de Agustina, Graciela se interesó en conocer el origen de
Morao y la identidad de su padre. Los ojos de Agustina se aguaron al escuchar
la pregunta.
Joana,
la segunda hija de Pipo se ofreció como voluntaria para viajar hasta Santa
Elena de Uairen con el propósito de entregarle a don Casimiro la carta que su
padre le había hecho llegar donde describía los bienes heredados que le
corresponderían después de su muerte. No se trataba de un recado urgente, pero
Joana quería conocer la Sabana, estaba cansada de escuchar a todos hablar de
ella. Ahora era su momento de verla y disfrutarla. La vio, sí; la disfrutó, no.
Cruzando
las vías fangosas de El Dorado, la esperaba una emboscada que cualquiera
hubiera atribuido a ricos o blancos comerciantes. Los negros no sufrían
emboscadas. Los indígenas no sufrían emboscadas. Los esclavos no sufrían
emboscadas. Los blancos, sí. Joana no llevaba nada de valor comercial que los
blancos pudieran aprovechar más que sus servicios mismos, pero el cazafortunas
barbado de ojos verdes, excitado por la pureza virginal de la esclava, la despojó
de toda protección. Tan sólo verla le provocaba el orgasmo, inevitable era no
enfriarse ante la anatomía perfecta de Joana.
El
verde de la Sabana le recordaba los ojos del violador furtivo, la vegetación
arenosa le revivía el roce de su barba entre las piernas mientras ella se
resistía. ¡Qué tortura, que tan largo hubiera sido el traslado! ¡Qué fortuna
haber conservado la vida, que pocos hubieran lamentado fuera de Las Amapolas!
Don
Casimiro celebró su llegada, pero se dedicó más bien a escoltar a la esclava
asqueada de la sociedad burguesa, la barba y los ojos verdes… hasta que nació
su Morao.
Agustina
se enorgullecía de la compañía plena de su familia y agradecía a Dios por la
adopción de los Iriarte, a excepción de Morao que tenía roces diarios con los
primos recelosos de sus dotes.
Las
jóvenes ya estaban por irse a dormir, pero Agustina tenía algo más que
conversar con Graciela, la acompañó hasta la habitación sin levantar sospecha.
Agustina bofeteó una de las almohadas, estiró la cobija ya prensada, esperó
sentada hasta que Graciela le hiciera frente. Aconsejó a la niña y aunque nada
la hacía más feliz que verla ilusionada con su bisnieto, le advirtió que las
niñas de familia no debían enamorarse de esclavos o la sociedad se levantaría
contra la familia en desaprobación. La charla resultó más agradable con
Graciela que con Morao, que recibió sermones de la madre y del abuelo también.
Morao
comprendió el riesgo que Graciela se rehusaba a aceptar, ella le enviaba cartas
con Camila Esmeralda y compraba su silencio con chocolates y muñecas que ella
ya no usaba.
Camila
Esmeralda escondía las cartas en sus pantaleticas de encaje que la tía
Esmeralda le encargaba a un cliente de los Iriarte en Maturín. Una de las
cartas no llegó a manos de Morao una tarde de cántaros, pero Felipito, el primo
envidioso de Morao, se aseguró de que la información no se perdiera en los
charcos.
Doña
Estela le advirtió a Camila Esmeralda que mojarse de lluvia le provocaría
fiebres incurables e hinchazón en la nariz, pero ya se había jartado los
chocolates que Graciela le entregó como pago por concretar el mandado. Miró por
la ventana preocupada y supuso que a Felipito no se le hincharía más la nariz,
y sin vergüenza ante el primo de Morao, se levantó el vestido y le ordenó que entregara
el papel arrugado. Felipito quiso más bien conservar el olor de Camila
Esmeralda consigo y le propuso concretar la encomienda a cambio de una
pantaletica suya; ella, confiada de que Morao seguía recibiendo las confesiones
de Graciela, dejaba los mandados a mitad de camino cada vez que se levantaba el
vestido en frente del curioso Felipito.
El
día de la boda de Fabiola y Dominguito Blanco empezó con la llegada del
festejo, los familiares lejanos y las decoradoras. Las chicas dormían y los
esclavos operaban.
Hacía
meses que Morao esquivaba el contacto con Graciela; por otro lado, Felipito
reprochaba no haber prestado atención a las clases de lectura de su abuela
Agustina.
Semanas
antes quiso saber qué era lo que Morao recibía con tanta frecuencia e interrumpiendo
su interés por las pantaleticas de Camila Esmeralda, se atrevió a preguntar qué
contenido viajaba desde la habitación de Graciela. Camila Esmeralda no dio
respuesta, pero Felipito no se iba a quedar sin averiguar nada. Quiso saber
cuántas pantaleticas tenía, porque desde que la veía levantarse el vestido, no
recordaba que alguna vez hubiera repetido la prenda. Camila Esmeralda no sabía
ni el estimado. Felipito puso a prueba el conocimiento anatómico de la niña y
tratando de recordar conversaciones relacionadas con la violación de Joana
entre su madre y tías, despertó la intriga en Camila Esmeralda. Él le enseñó
las tácticas del crimen en un viaje que sus dedeos palparon, pero no sus ojos.
Ganas había en él, claro está.
Ya
era la hora de colocar los centros de mesa y Graciela no dejaría pasar la
oportunidad de hacerle frente a Morao, quería una explicación de por qué él
había dejado de responder sus cartas. Él fue claro y, citando fecha y hora, le
describió el último momento cuando recibió la última carta. Graciela no supo
qué decir, enfurecida dejó caer uno de los centros de mesa y salió en busca de
Camila Esmeralda. Por la mente la preocupación le decía que las cartas podían
llegar a manos de sus padres. Camila Esmeralda no estaba en la casa. Graciela
salió al patio, no estaba. Seguramente la habían enviado a hacer algún mandado
al anexo de los esclavos.
Graciela
tuvo que lidiar por cinco segundos con la carga de una desgracia el mismo día
de la boda de su hermana mayor. Su reacción inmediata fue atrapar a Camila
Esmeralda por el moño repleto de florecitas y arrastrarla hasta la casa, pero
pensó mejor y no la arrastró. La indignación no la dejó ni siquiera dirigirse a
Felipito.
Si
alguien debía tomar una decisión era Fabiola. Se apareció en su habitación y
les ordenó a todos salir. Con la mirada maquillada de ira y lágrimas de
indignación, le dijo a Fabiola que acababa de conseguir a Camila Esmeralda con
las pantaletas por los tobillos y un esclavo enfermizo que le duplicaba la edad
le manoseaba las piernas. Morao escuchó,
aunque hubiera preferido no hacerlo. Salió desprendido del baño de la
habitación de Fabiola donde acaba de depositar las últimas cajas de Whiskey.
Sin darle tiempo a Graciela de advertirle donde estaba el esclavo de poca
estatura y barriga colgante, retumbó la puerta con un golpe estremecedor.
El
primero de los invitados llegaría cuatro horas más tarde, acabar con la vida de
un desgraciado ingrato le llevaría a Morao apenas un minuto.
Agustina
correteó detrás del celaje del bisnieto, precedido de los gritos de Graciela
que fue alertando hasta al cochino que estaría danzando en una vara a media
noche. Pipo soltó el antojo por las cervezas y cogió el machete para unirse a
la marcha de Morao. Allá cayó un diente y por el otro allá se limpiaba Felipito
la sangre. Agustina lloraba de nervios, Pipo pedía explicaciones, Joana se
aguantaba los insultos de las hermanas que se quejaban del carácter compulsivo
del bastardo de la familia.
Salieron
de una en una las acusaciones hasta que Camila Esmeralda confesó inocente que
él nada más le indicaba cuáles era las partes menos maltratadas en caso de violación.
Pipo dio clausura al juicio con dos planchazos en la espalda de Felipito
propinadas con la hojas del machete que le hiso llorar a la piel gotas de
sangre.
Sin
derecho a decir palabra alguna, Felipito fue trasladado al establo y amarrado
hasta que se acabara la fiesta.
Gracias
a Dios daba Agustina de que los patrones no estuviera presentes, pero por
respeto a la negra líder a cargo de la casa, todos, en especial Camila
Esmeralda, juraron silencio por lo menos hasta que la celebración hubiera
acabado.
En
una celebración donde los Iriarte bendecían la unión con los blancos, los
únicos esclavos libres de la Guayana tuvieron sus momentos para codearse entre
los blancos, los ricos, los burgueses y no sentirse animales de carga; pero
Felipito les dejó un mensaje previo para que comprendieran que mientras pagaba
su penitencia en el establo, en San Félix y Tumeremo, servían a blancos dos
negros de ojos verdes que él había confundido con Morao mientras se trasladaba
de una fábrica a otra. Maldijo a los blancos por violar esclavas y gozar de
libertad. Maldijo a la tía Esmeralda por desnudar a Morao e ignorarlo a él, que
se había puesto a disposición. Nadie lo escuchaba, por supuesto. Los invitados
bailaban y los esclavos servían. Morao escuchaba reenamorado las confesiones de
Graciela y se contenía por no besarla en frente de todos… hasta que ya no pudo.
El
calipso interrumpió la nota, los que bailaban intentaban no caer, los sentados
se preocupaban por no perder la vista. Los más ricos se fueron primero, los menos
ventajosos les siguieron, los murmuradores se encontraban en una situación
difícil.
En
una sociedad donde la tradición opresora tenía más valor que el dinero mismo,
los Iriarte no tenían más remedio que declararse en bancarrota tras perder toda
sociedad. Las fábricas siguieron funcionando en Puerto Ordaz y Santa Elena, lo
demás se perdió con el conjuro de envidia de Felipito.
Fabiola
nunca más regresó a Upata, Maria Estela decidió no casarse sino cuidar de
Camila Esmeralda hasta su madurez; Graciela no estaba dispuesta a abandonar las
ganas de amar que Shakespeare le había enseñado ni don Casimiro a hundir a su
hija en la frustración de crecer amargada.
La
finca siguió de pie a pesar del repudió y los chismes que acusaban a todas las
niñas del pueblo de tener relaciones ocultas con negros e indígenas que
Felipito fue revelando y regando.
Ambas
familias continuaron juntas en Las Amapolas hasta que la penúltima de los
Iriarte en Upata entregó su apellido a cambio de la protección que su marido
esclavo le concediera después de regalarle la dicha de conocer la maternidad.
En
una familia donde lo común no era ordinario, empezaron a romperse las
tradiciones que resonaban desde la ciudad capital con la unión de una niña
blanca y un negro esclavo que tuvieron hijos de ojos verdes, herencia de un
blanco vagabundo que le desgració la vida a su madre negra.
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