Muy
internamente, muy en el fondo, allá entre los callejones inhóspitos del cerebro
se encuentra el pecado total del ser humano, ese que germina de la
incertidumbre y estimula el pánico interno hasta crear grietas en tu seguridad;
no se trata del pecado religioso ni el social ni el familiar sino del pecado
del ego.
El
humano, pecador natural, desconoce el ego. Y por eso se confunde y se refugia
en la serenidad de la oscuridad.
El
humano común, el de la conciencia corrompida, necesita con mucha frecuencia la
soledad; es vital para su desempeño. Tan necesario, que no es sino en la
soledad donde consigue la fractura de su cerebro y lamenta la imperfección de
su ego. Y es que no hay 'un' ego sino una división de él. El hombre común, el
del ego dividido, se habla a sí mismo, discute con él, se dice cumplidos y
nunca, bajo ninguna circunstancia, les habla a otros de su pecado. Porque los
otros también tenemos pecados.
Entiende
que el hombre común debe proteger su pecado, porque el día que un sobreviviente
condenado se siente vulnerable, atacará su ego, o al menos una parte de él. Si
algún humano ataca tu ego, o peor aún, una parte de él, tienes que protegerla o
se fragmentará. ¡Y no quieres un fragmento fragmentado!, esos serían tres
partes dentro de ti, tres voces hablándote y una de ella siempre recordándote al
alguien que provocó tal división. Y si grita nombres, aturdirá tus nervios.
Un
pecador aturdido se convierte en un hombre común sobreviviente, un maltratador
de egos, un hambriento de fracturas. Uno que querrás evitar.
Muy
internamente, muy en el fondo, allá donde los mares nacen de la turbulencia, se
encuentra el corazón, la amalgama desprendida del cerebro en un descuido de la
evolución, una necesidad que tuvo que despedirse de lo vital para conservar lo
sentimental porque sin lo sentimental, el humano común caminaba el sendero de
los dinosaurios; sin lo sentimental, el humano común se volvía sobreviviente. Así
surgieron los hombres comunes y los humanos comunes sobrevivientes.
En
la superficie del mar turbulento y las calles inhóspitas, reside la piel, el
sello extraordinario que resguarda la inocencia, la que camufla lo repetitivo
de lo que somos. Y nos hacemos diferentes. La piel también está fragmentada,
una parte interna protegiendo lo común y una externa sufriendo el celibato.
Está
tu piel y está la mía. Los sobrevivientes nos detectan.
Mi
pecado se volvió una galaxia, tantos fragmentos parecen estrellas en mi cabeza.
Todo me impresiona. Escucho muchas voces, muchos nombres. Nada común. Tus mares
ya no nacen de la turbulencia. Son calmos, sin vida. No hay pulso.
Ahí,
tú y yo, imperfectos por fuera, comunes por dentro, te atreves a agredir mi
piel por no ser semejante a la tuya. Tu piel, esa confesión desesperada de
desahogos carnales, pútrida y abusada. ¡Tu piel! Y te parece que la virginidad
de la mía es alarmante.
Muy
internamente, muy en el fondo, en un metraje que me supera en distancia, se
encuentra un estímulo canceroso con tu perfume, con tu rostro y huellas
dactilares. Te encuentras en cautiverio, con resequedad e intriga, con ganas de
llegar a mí.
No
vas a llegar a mí. No puedes llegar a mí porque en las calles de tu cerebro ya
transitan seres indeseados, y en el mar de tus entrañas nadan peces sin
escamas, mohosos y sin rumbo. Y mi piel sigue siendo virgen. "Tú y
yo" ya no crea frases coherentes. Tú y tus 'Te amo' emanan ácido, y mi
cuerpo es vulnerable.
Me
di cuenta a tiempo de que eres otro tipo de común y yo una nueva generación de
supervivientes que vino a invadir lo que queda de estas calles.
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