Hay muchas
maneras de recibir noticias desagradables. Ser parte de ellas es una forma
inevitable. Así como le ocurrió a Matilde…
Matilde
tiene siete años. Estuviera celebrando el número ocho en algún parque de la
ciudad en compañía sus padres de no haberlos perdido un día antes por causa de un
accidente de tránsito que le dejó los nervios más sensibles por años y, por
fortuna, con vida.
La niña no
tuvo más ni mejores opciones que irse a casa de sus abuelos maternos, un hogar
de tradiciones con paredes de papel tapiz, porcelana y exceso de muebles en la
sala y la cocina. La calidez de una brisa fresca y frecuente recorría la planta
inferior de la casa; era tan común encontrar sobre los muebles hojas
desprendidas de los árboles del patio de afuera que la familia prefería verlas
caer que barrerlas. La niña huérfana
distribuía las actividades diarias entre su cuarto y contados pasos alrededor
de la casa. Sin padres con quienes reír, la gracia no era necesariamente su
prioridad.
Una de las
particularidades de Matilde, y motivo principal del afecto de sus abuelos hacia
ella, tenía que ver con las dificultades auditivas que presentó desde su
nacimiento; aprendió a leer los labios e interpretar con precisión el lenguaje
corporal de sus familiares. No era amiga de las amistades ni entusiasta por las
reuniones que incluyeran a otros niños que no fueran ella.
La tarea
más dura para los abuelos era siempre animar el espíritu de la niña sin que
ella se percatara del dolor que a ellos también consumía.
Los
primeros años en casa de los abuelos la enseñaron a apreciar la soledad de una
habitación de huéspedes en la planta superior que, por obras del destino, pasó
a ser la estadía permanente de su adolescencia. En el tiempo libre, Matilde
acumulaba muñecas y peluches dentro de una carpa de sábanas improvisada por las
noches para contarles historias almacenadas en la biblioteca de su imaginación.
La sensación de libertad que Matilde sentía en compañía de sus amigos de felpa
no se comparaba con nada fuera de las telas amarradas que protegían su
pasatiempo. No había dolor ni emoción que la agobiara.
En una
tarde de lluvia aburrida que le impedía salir al columpio oxidado del patio de
la casa, Matilde irrumpió en una de las habitaciones más recónditas,
un ático que resguarda la paz empolvada sobre los recuerdos de juventud de los
abuelos y una pila de libros que descansaba en todos los rincones de madera de
la habitación. La niña observó varias portadas, consideró los colores, el
grosor y la cantidad de polvo que debía retirar; al final se hizo con al menos
tres libros cortos con dibujos de animales, pinturas y figuras abstractas.
Sus amigos
íntimos debían enterarse de la nueva proeza que había conseguido; agrupó a las
muñecas y peluches dentro de la carpa para mostrarles las reliquias literarias
que ninguno de sus abuelos había ofrecido ni insinuado desde su llegada. Por
fin había encontrado algo que rompiera con la monotonía deprimente que
embargaba a la familia por un luto más prolongado que la ausencia de un cometa.
Matilde
comenzó a leer y leer, sin vergüenza de su dificultad para la oratoria,
continuaba leyendo e imitando los movimientos de los personajes descritos en
las historias. Se reía con preocupación, con gratitud, con esmero. La compañía
estática de sus juguetes complementaba la tenue luz de la habitación y las
anécdotas presentes en la narrativa que solo ella comprendía.
La abuela
la escuchó por casualidad una noche que se acercaba con la ropa recién
planchada de la niña, y que en un descuido, la puerta quedó abierta. La abuela
la escuchó reír a carcajadas. Dudó por largo rato, y en vez de entrar, llamó a
su esposo para que la ayudara a averiguar lo que sucedía dentro de la
habitación. El abuelo entró comedido para no derribar las columnas de almohadas
que protegían las murallas de sábanas; detalló cada centímetro de la habitación
en un espasmo por la sorpresa que le revelaba la poca luz dentro de la carpa:
la ventana abierta, filtrando los rayos de la luna, controlaba también el flujo
de aire que acariciaba las fotos de sus padres y de ella enganchadas a una
cuerda entretejida con cartas y trazos de colores tan vivos como sus
carcajadas. En el piso todavía descansaban dos de los varios libros que había
traído del ático. El abuelo no los recogió, en cambio, salió de la habitación
con la nostalgia cobrando fuerza en el lagrimal de sus esperanzas. La
recompensa se tradujo en un beso genuino que la abuela aceptó sin objeción; el
abuelo echó hacia atrás la puerta y, pudiera decirse que por vez primera,
agradeció a Dios de que su nieta fuera sorda.
El abuelo
describió la escena armónica que se componía con la risa de Matilde dentro de
la habitación. Habían hecho tanto por descubrir alguna pasión que sacara a
Matilde de su agonía, y cuando ya habían desistido, apareció: un montón de
libros empolvados en el ático le habían devuelto el sentido de la infancia a la
pequeña huérfana.
Los ánimos
en casa habían cambiado, sí, pero no la tolerancia de Matilde. En sus viajes al
zoológico, solo Stell, su muñeca de trapo, podía viajar con ellas. Los peluches
debían permanecer en casa para evitarles una depresión al ver a los otros
animales encerrados en las jaulas. Stell tenía prohibido hablar con sus
compañeros sobre las jaulas. Las muñecas tenían siempre alguna tarea
relacionada con la lectura de la noche anterior al paseo. Stell era su excusa
más acertada al momento de fingir desinterés por interactuar con otros niños
que se le acercaran. No quería ser grosera con los demás, tampoco quería que irrespetaran
su intimidad.
El abuelo
de Matilde, diestro con los inventos improvisados, un domingo de descanso,
consideró oportuno instalar en la habitación de la niña un distintivo que le
advirtiera cuando él o su esposa si dirigieran al cuarto. El viejo instaló un
par de lámparas; una azul, que le indicaría cuando fuera la hora de comer; y
una roja, para cuando hubiera visita. Así evitaba las incómodas penas en el
rostro de quienes se acercaban para recordarle a la familia la terrible
pérdida.
Matilde
creció desarrollando el interés por la literatura que había descubierto desde
su encuentro con el tesoro oculto en el ático. Las carpas de sábanas ya no eran
necesarias ni las asambleas con las muñecas y peluches; no se deshizo de ellos,
sino que los agrupó bajo la pared de fotos y trazos que con los años se extendió
hasta gran parte del techo. La abuela se enteró de un instituto en el centro
del pueblo que estaría dictando diversas actividades a personas con
discapacidad visual, auditiva y oral. Matilde, ahora una adolescente de
diecisiete años, no perdió tiempo y se inscribió en las clases de literatura
infantil clásica; le hubiera encantado asistir a otros cursos, pero el horario
de los cursos coincidía en muchos de los casos.
Después de
varias clases, un joven al menos dos años mayor que Matilde, notó el brillo que
alumbraba la salida después de cada jornada de clases. Martín, hijo de una de
las maestras del instituto, asistía a las clases de Arte gracias a su destreza
y, por supuesto, a la intervención de su madre, pues no presentaba dificultades
auditivas ni orales ni de ningún otro tipo. La lengua de señas era una
habilidad que aprendió con su madre, que, de hecho, sí había nacido sorda.
Martín se destacaba impresionantemente en Pintura y Dibujos simples, dos
materias que se combinaban a mitad del semestre para iniciar las lecciones de
Retratos abstractos.
El joven
artista se interesó tanto en la chica, que se dio la tarea de indagar tanto
como pudo sobre ella. Supo, con ayuda de la secretaria y un par de chocolates,
a qué clases asistía Matilde; se grabó de memoria el horario de entrada y
salida, los libros asignados en Literatura, incluso que había perdido sus
padres en la infancia y que ahora vivía con sus abuelos.
Un día, antes de iniciar la clase, Martín le entregó
un libro a la maestra de Literatura para que se lo hiciera llegar a Matilde; la
condición de esta encomienda incluía no revelar su nombre. Sabía que no era tan
ávido a la lectura como la chica, pero sí había leído suficientes como para
elegir entre ellos uno que pudiera despertarle el interés en al arte. La
maestra asintió y entregó, a su vez, el libro a la ahora curiosa pero halagada
Matilde.
Después de la entrega del libro, Martín planeó una
forma más agradable e interesante de hacerle saber que él había sido el chico
del regalo anónimo. La nueva estrategia consistía en mostrarle un arte que no
iba a encontrar en los libros: sus propias obras. Todos los días, antes de cada
clase, le dejaba un dibujo o pintura en su asiento de costumbre con una frase
del libro que leían en clase. Matilde llegó a considerar que el pretendiente
estaba entre sus compañeros del salón debido a la cantidad de información que
manejaba sobre ella. No hacía contacto visual con nadie por vergüenza. El plan
estaba funcionando. Martín la observaba sin levantar sospechas; ella llegaba al
instituto con las mismas ansias por aprender que por descubrir su nuevo
obsequio.
Al menos un par de semanas pasaron desde que la
chica había recibido su primera pintura. Martín se convenció de que era hora de
ingeniarse algo diferente. Empezó colocando dibujos en las paredes del
instituto, por todos los pasillos por donde ella caminaba regularmente. Estaba
seguro de que al verlos, ella los reconocería.
Matilde les contó a los abuelos sobre el chico
misterioso del instituto, aquel que la pretendía y no se revelaba aún. Cada vez
que llegaba a casa con un nuevo dibujo o pintura, la abuela le recontaba
anécdotas de cómo su abuelo la había pretendido en sus años de juventud.
La muralla de fotos y trazos en la habitación de
Matilde ahora compartía espacio con las obras de Martín; la red de pinturas y
fotografías se extendía desde los rincones del techo hasta el descanso de los
peluches y muñecas.
El cumpleaños dieciocho de Matilde estaba cerca. El
plan en casa empezaría con el tradicional desayuno en cama y un oso de peluche
que el abuelo le daría para sumar a la colección. Además del oso, el abuelo le
entregó un sobre con una foto que había conservado. Matilde se sonrojó al darse
cuenta de que en la foto se erguía una carpa alumbrada en el interior y una
audiencia de felpa alrededor de ella; se secó las lágrimas que delataban su
emoción. El nuevo oso de peluche acompañó a Matilde a clases ese día; el sobre
con la foto le recorría la cintura al peluche con un cordón rosado brillante.
La clase de Literatura ya debía haber empezado. Matilde corrió pasillo adentro,
pero en la prisa, una evidencia de su pasado se presentó ante la urgencia que
tuvo a Martín en desvelo, la foto que su abuelo le había dado reposaba en uno
de los pasillos vacíos del instituto. Tenía la opción de entregárselo o
sorprenderla con algo mejor. Martín se decidió por la segunda opción. Se
devolvió hasta la entrada y, con suerte, encontró a los abuelos de Matilde.
Matilde terminó su jornada de clases preocupada
porque no encontraba la foto ni el regalo que su pretendiente había olvidado
justo el día de su cumpleaños. Llegó a casa preocupada, apenada por la torpeza
de su extravío. La abuela la notó dispersa en su interior, sabía que algo le
faltaba. Matilde le contó sobre la foto y el regalo de su pretendiente que no
llegó. La abuela respondió que no todo en una relación consta de momentos
gratos, aunque fuera eso lo que todos desearan. –Hasta la pérdida más insignificante sigue siendo un buen gesto del
destino. Matilde comprendió la ambigüedad del consuelo de su abuela.
-¿Relación?,
pensó la joven con la
imagen de las sílabas atrapadas en los labios de su abuela repitiéndose una y
otra vez en su cabeza. ¿Por qué la abuela se había referido a su pesadumbre de
esa manera? Matilde subió hasta la habitación para que la noche la consolara a
través de la única ventana que le mostraba el columpio vacío que mecía ahora la
calma del viento.
Matilde abrió la puerta de su habitación y un cuadro
compuesto por diminutas pinturas le revelaba una réplica de la foto que hacía
perdida. En el suelo se presumían las flores más frescas que Martín tuvo tiempo
de comprar y un diario vacío abierto a la mitad. Un trozo de papel suspendido
en una de las esquinas del cuadro versaba el motivo de la sorpresa. Matilde se
cubrió el rostro y echó un par de pasos atrás. La abuela y el abuelo se
acercaban, cómplices del presente que habían considerado oportuno y apropiado
para joven sorda ansiosa por conocer el rostro del pretendiente anónimo. <<Después de cubrir las hojas del
diario con lo que más anhelas escuchar, retumbará ante tus ojos el enigma de mi
identidad>>, leyó, suspiró, luego sonrió.
Matilde aceptó el reto y escribió sin parar por días
y noches, en casa y en el instituto, en el auto mientras iba a clases.
Martín seguía observándola, esperaba recibir pronto
alguna señal que le hiciera saber que estaba cerca de culminar su parte del
trato. Entonces la vio llegar con un cartel en el pecho donde revelaba que las
hojas en blanco estaban cubiertas por delante y por detrás.
El joven la esperó en la entrada del instituto en
compañía de los abuelos. Al verlos, Matilde se acercó tímida, pero con firmeza;
estiró una mano y se presentó. Martín correspondió el saludo y recibió una nota
que lo citaba a una cena esa noche en casa de sus abuelos.
La chica estaba en casa arreglándose para la cena
cuando observó que una de las luces que su abuelo había instalado se había
encendido, la visita ya había llegado. La abuela la ayudó con el cabello y
otros arreglos.
El abuelo atendía al joven en la sala mientras las
damas terminaban. Abajo, el chico con jeans, zapatos casuales, saco y lazo en
el cuello, le preguntaba al abuelo qué opinaba sobre las flores que traía. El
abuelo asintió, siempre funcionaban con su esposa, no importaba si estuviera
triste o feliz, las flores la ponían en mejor estado del que se encontraba.
Las damas bajaron y recibieron al joven, lo
invitaron al comedor; los abuelos sirvieron la cena; hablaron del pasado y del
presente, predijeron el futuro; el chico se preocupaba por que Matilde
entendiera lo que se discutía. Ella les leía los labios, a veces con cierta
dificultad.
Después de la cena, Martín preguntó si había
conservado las pinturas y dibujos que había hecho para ella. Ella asintió. El
joven se disculpó por haberse quedado con la foto por tanto tiempo, y sacó del
bolsillo de su saco el sobre que ella tanto había lamentado. Se levantó sin
saber qué era lo más prudente. Entonces volvió a sentarse. Se puso de pie
nuevamente, con la foto bailando en sus manos temblorosas y lo invitó a ver la
galería en la habitación superior. Los cuatro subieron y miraron las fotos que
iban desde el techo hasta las pinturas que colgaban en fibras de mecate en las
paredes. Era el momento perfecto para agregar a la galería la foto que su
abuelo le había obsequiado días atrás. Martín le pidió a Matilde que le
revelara la magia escondida en la foto; intentó explicarles el significado que
la carpa tuvo para ella durante su niñez, pero se detuvo en medio de la
explicación y les pidió que esperaran fuera de la habitación. La joven tomó las
sábanas y armó una carpa más grande, echó las almohadas al suelo y agrupó las
muñecas y peluches a un lado. Sacó de una de sus gavetas el diario con las
cartas que había escrito los últimos días y noches. Matilde abrió la puerta y
los invitó a pasar, los abuelos y el chico miraron con asombro la carpa recién
levantada. Los guio hasta adentro de la carpa para que se sentaran, dividió el
diario en tres partes que asignó a los invitados y, cual si fuera una más entre
los peluches y muñecas que por mucho tiempo escucharon sus historias, les pidió
leer para ella las cartas que el artista misterioso le había inspirado.
Matilde sabía que debía conformarse con la lectura
de labios, pero dentro de su imaginación, el sonido de las sílabas entonadas por
el lector de turno, retumbaron en su memoria como acordes de una canción que
nunca llegaría a olvidar.
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