R. M. Millán

miércoles, 8 de marzo de 2017

NOCHES BAJO LA CARPA


Hay muchas maneras de recibir noticias desagradables. Ser parte de ellas es una forma inevitable. Así como le ocurrió a Matilde…
Matilde tiene siete años. Estuviera celebrando el número ocho en algún parque de la ciudad en compañía sus padres de no haberlos perdido un día antes por causa de un accidente de tránsito que le dejó los nervios más sensibles por años y, por fortuna, con vida.
La niña no tuvo más ni mejores opciones que irse a casa de sus abuelos maternos, un hogar de tradiciones con paredes de papel tapiz, porcelana y exceso de muebles en la sala y la cocina. La calidez de una brisa fresca y frecuente recorría la planta inferior de la casa; era tan común encontrar sobre los muebles hojas desprendidas de los árboles del patio de afuera que la familia prefería verlas caer que barrerlas.  La niña huérfana distribuía las actividades diarias entre su cuarto y contados pasos alrededor de la casa. Sin padres con quienes reír, la gracia no era necesariamente su prioridad.
Una de las particularidades de Matilde, y motivo principal del afecto de sus abuelos hacia ella, tenía que ver con las dificultades auditivas que presentó desde su nacimiento; aprendió a leer los labios e interpretar con precisión el lenguaje corporal de sus familiares. No era amiga de las amistades ni entusiasta por las reuniones que incluyeran a otros niños que no fueran ella.
La tarea más dura para los abuelos era siempre animar el espíritu de la niña sin que ella se percatara del dolor que a ellos también consumía.
Los primeros años en casa de los abuelos la enseñaron a apreciar la soledad de una habitación de huéspedes en la planta superior que, por obras del destino, pasó a ser la estadía permanente de su adolescencia. En el tiempo libre, Matilde acumulaba muñecas y peluches dentro de una carpa de sábanas improvisada por las noches para contarles historias almacenadas en la biblioteca de su imaginación. La sensación de libertad que Matilde sentía en compañía de sus amigos de felpa no se comparaba con nada fuera de las telas amarradas que protegían su pasatiempo. No había dolor ni emoción que la agobiara.
En una tarde de lluvia aburrida que le impedía salir al columpio oxidado del patio de la casa, Matilde irrumpió en una de las habitaciones más recónditas, un ático que resguarda la paz empolvada sobre los recuerdos de juventud de los abuelos y una pila de libros que descansaba en todos los rincones de madera de la habitación. La niña observó varias portadas, consideró los colores, el grosor y la cantidad de polvo que debía retirar; al final se hizo con al menos tres libros cortos con dibujos de animales, pinturas y figuras abstractas.
Sus amigos íntimos debían enterarse de la nueva proeza que había conseguido; agrupó a las muñecas y peluches dentro de la carpa para mostrarles las reliquias literarias que ninguno de sus abuelos había ofrecido ni insinuado desde su llegada. Por fin había encontrado algo que rompiera con la monotonía deprimente que embargaba a la familia por un luto más prolongado que la ausencia de un cometa.
Matilde comenzó a leer y leer, sin vergüenza de su dificultad para la oratoria, continuaba leyendo e imitando los movimientos de los personajes descritos en las historias. Se reía con preocupación, con gratitud, con esmero. La compañía estática de sus juguetes complementaba la tenue luz de la habitación y las anécdotas presentes en la narrativa que solo ella comprendía.
La abuela la escuchó por casualidad una noche que se acercaba con la ropa recién planchada de la niña, y que en un descuido, la puerta quedó abierta. La abuela la escuchó reír a carcajadas. Dudó por largo rato, y en vez de entrar, llamó a su esposo para que la ayudara a averiguar lo que sucedía dentro de la habitación. El abuelo entró comedido para no derribar las columnas de almohadas que protegían las murallas de sábanas; detalló cada centímetro de la habitación en un espasmo por la sorpresa que le revelaba la poca luz dentro de la carpa: la ventana abierta, filtrando los rayos de la luna, controlaba también el flujo de aire que acariciaba las fotos de sus padres y de ella enganchadas a una cuerda entretejida con cartas y trazos de colores tan vivos como sus carcajadas. En el piso todavía descansaban dos de los varios libros que había traído del ático. El abuelo no los recogió, en cambio, salió de la habitación con la nostalgia cobrando fuerza en el lagrimal de sus esperanzas. La recompensa se tradujo en un beso genuino que la abuela aceptó sin objeción; el abuelo echó hacia atrás la puerta y, pudiera decirse que por vez primera, agradeció a Dios de que su nieta fuera sorda.
El abuelo describió la escena armónica que se componía con la risa de Matilde dentro de la habitación. Habían hecho tanto por descubrir alguna pasión que sacara a Matilde de su agonía, y cuando ya habían desistido, apareció: un montón de libros empolvados en el ático le habían devuelto el sentido de la infancia a la pequeña huérfana.   
Los ánimos en casa habían cambiado, sí, pero no la tolerancia de Matilde. En sus viajes al zoológico, solo Stell, su muñeca de trapo, podía viajar con ellas. Los peluches debían permanecer en casa para evitarles una depresión al ver a los otros animales encerrados en las jaulas. Stell tenía prohibido hablar con sus compañeros sobre las jaulas. Las muñecas tenían siempre alguna tarea relacionada con la lectura de la noche anterior al paseo. Stell era su excusa más acertada al momento de fingir desinterés por interactuar con otros niños que se le acercaran. No quería ser grosera con los demás, tampoco quería que irrespetaran su intimidad.
El abuelo de Matilde, diestro con los inventos improvisados, un domingo de descanso, consideró oportuno instalar en la habitación de la niña un distintivo que le advirtiera cuando él o su esposa si dirigieran al cuarto. El viejo instaló un par de lámparas; una azul, que le indicaría cuando fuera la hora de comer; y una roja, para cuando hubiera visita. Así evitaba las incómodas penas en el rostro de quienes se acercaban para recordarle a la familia la terrible pérdida.
Matilde creció desarrollando el interés por la literatura que había descubierto desde su encuentro con el tesoro oculto en el ático. Las carpas de sábanas ya no eran necesarias ni las asambleas con las muñecas y peluches; no se deshizo de ellos, sino que los agrupó bajo la pared de fotos y trazos que con los años se extendió hasta gran parte del techo. La abuela se enteró de un instituto en el centro del pueblo que estaría dictando diversas actividades a personas con discapacidad visual, auditiva y oral. Matilde, ahora una adolescente de diecisiete años, no perdió tiempo y se inscribió en las clases de literatura infantil clásica; le hubiera encantado asistir a otros cursos, pero el horario de los cursos coincidía en muchos de los casos.
Después de varias clases, un joven al menos dos años mayor que Matilde, notó el brillo que alumbraba la salida después de cada jornada de clases. Martín, hijo de una de las maestras del instituto, asistía a las clases de Arte gracias a su destreza y, por supuesto, a la intervención de su madre, pues no presentaba dificultades auditivas ni orales ni de ningún otro tipo. La lengua de señas era una habilidad que aprendió con su madre, que, de hecho, sí había nacido sorda. Martín se destacaba impresionantemente en Pintura y Dibujos simples, dos materias que se combinaban a mitad del semestre para iniciar las lecciones de Retratos abstractos.
El joven artista se interesó tanto en la chica, que se dio la tarea de indagar tanto como pudo sobre ella. Supo, con ayuda de la secretaria y un par de chocolates, a qué clases asistía Matilde; se grabó de memoria el horario de entrada y salida, los libros asignados en Literatura, incluso que había perdido sus padres en la infancia y que ahora vivía con sus abuelos.
Un día, antes de iniciar la clase, Martín le entregó un libro a la maestra de Literatura para que se lo hiciera llegar a Matilde; la condición de esta encomienda incluía no revelar su nombre. Sabía que no era tan ávido a la lectura como la chica, pero sí había leído suficientes como para elegir entre ellos uno que pudiera despertarle el interés en al arte. La maestra asintió y entregó, a su vez, el libro a la ahora curiosa pero halagada Matilde.
Después de la entrega del libro, Martín planeó una forma más agradable e interesante de hacerle saber que él había sido el chico del regalo anónimo. La nueva estrategia consistía en mostrarle un arte que no iba a encontrar en los libros: sus propias obras. Todos los días, antes de cada clase, le dejaba un dibujo o pintura en su asiento de costumbre con una frase del libro que leían en clase. Matilde llegó a considerar que el pretendiente estaba entre sus compañeros del salón debido a la cantidad de información que manejaba sobre ella. No hacía contacto visual con nadie por vergüenza. El plan estaba funcionando. Martín la observaba sin levantar sospechas; ella llegaba al instituto con las mismas ansias por aprender que por descubrir su nuevo obsequio.
Al menos un par de semanas pasaron desde que la chica había recibido su primera pintura. Martín se convenció de que era hora de ingeniarse algo diferente. Empezó colocando dibujos en las paredes del instituto, por todos los pasillos por donde ella caminaba regularmente. Estaba seguro de que al verlos, ella los reconocería.
Matilde les contó a los abuelos sobre el chico misterioso del instituto, aquel que la pretendía y no se revelaba aún. Cada vez que llegaba a casa con un nuevo dibujo o pintura, la abuela le recontaba anécdotas de cómo su abuelo la había pretendido en sus años de juventud.     
La muralla de fotos y trazos en la habitación de Matilde ahora compartía espacio con las obras de Martín; la red de pinturas y fotografías se extendía desde los rincones del techo hasta el descanso de los peluches y muñecas.
El cumpleaños dieciocho de Matilde estaba cerca. El plan en casa empezaría con el tradicional desayuno en cama y un oso de peluche que el abuelo le daría para sumar a la colección. Además del oso, el abuelo le entregó un sobre con una foto que había conservado. Matilde se sonrojó al darse cuenta de que en la foto se erguía una carpa alumbrada en el interior y una audiencia de felpa alrededor de ella; se secó las lágrimas que delataban su emoción. El nuevo oso de peluche acompañó a Matilde a clases ese día; el sobre con la foto le recorría la cintura al peluche con un cordón rosado brillante. La clase de Literatura ya debía haber empezado. Matilde corrió pasillo adentro, pero en la prisa, una evidencia de su pasado se presentó ante la urgencia que tuvo a Martín en desvelo, la foto que su abuelo le había dado reposaba en uno de los pasillos vacíos del instituto. Tenía la opción de entregárselo o sorprenderla con algo mejor. Martín se decidió por la segunda opción. Se devolvió hasta la entrada y, con suerte, encontró a los abuelos de Matilde.
Matilde terminó su jornada de clases preocupada porque no encontraba la foto ni el regalo que su pretendiente había olvidado justo el día de su cumpleaños. Llegó a casa preocupada, apenada por la torpeza de su extravío. La abuela la notó dispersa en su interior, sabía que algo le faltaba. Matilde le contó sobre la foto y el regalo de su pretendiente que no llegó. La abuela respondió que no todo en una relación consta de momentos gratos, aunque fuera eso lo que todos desearan. –Hasta la pérdida más insignificante sigue siendo un buen gesto del destino. Matilde comprendió la ambigüedad del consuelo de su abuela.
-¿Relación?, pensó la joven con la imagen de las sílabas atrapadas en los labios de su abuela repitiéndose una y otra vez en su cabeza. ¿Por qué la abuela se había referido a su pesadumbre de esa manera? Matilde subió hasta la habitación para que la noche la consolara a través de la única ventana que le mostraba el columpio vacío que mecía ahora la calma del viento. 
Matilde abrió la puerta de su habitación y un cuadro compuesto por diminutas pinturas le revelaba una réplica de la foto que hacía perdida. En el suelo se presumían las flores más frescas que Martín tuvo tiempo de comprar y un diario vacío abierto a la mitad. Un trozo de papel suspendido en una de las esquinas del cuadro versaba el motivo de la sorpresa. Matilde se cubrió el rostro y echó un par de pasos atrás. La abuela y el abuelo se acercaban, cómplices del presente que habían considerado oportuno y apropiado para joven sorda ansiosa por conocer el rostro del pretendiente anónimo. <<Después de cubrir las hojas del diario con lo que más anhelas escuchar, retumbará ante tus ojos el enigma de mi identidad>>, leyó, suspiró, luego sonrió.
Matilde aceptó el reto y escribió sin parar por días y noches, en casa y en el instituto, en el auto mientras iba a clases.
Martín seguía observándola, esperaba recibir pronto alguna señal que le hiciera saber que estaba cerca de culminar su parte del trato. Entonces la vio llegar con un cartel en el pecho donde revelaba que las hojas en blanco estaban cubiertas por delante y por detrás.
El joven la esperó en la entrada del instituto en compañía de los abuelos. Al verlos, Matilde se acercó tímida, pero con firmeza; estiró una mano y se presentó. Martín correspondió el saludo y recibió una nota que lo citaba a una cena esa noche en casa de sus abuelos.
La chica estaba en casa arreglándose para la cena cuando observó que una de las luces que su abuelo había instalado se había encendido, la visita ya había llegado. La abuela la ayudó con el cabello y otros arreglos.
El abuelo atendía al joven en la sala mientras las damas terminaban. Abajo, el chico con jeans, zapatos casuales, saco y lazo en el cuello, le preguntaba al abuelo qué opinaba sobre las flores que traía. El abuelo asintió, siempre funcionaban con su esposa, no importaba si estuviera triste o feliz, las flores la ponían en mejor estado del que se encontraba.
Las damas bajaron y recibieron al joven, lo invitaron al comedor; los abuelos sirvieron la cena; hablaron del pasado y del presente, predijeron el futuro; el chico se preocupaba por que Matilde entendiera lo que se discutía. Ella les leía los labios, a veces con cierta dificultad.
Después de la cena, Martín preguntó si había conservado las pinturas y dibujos que había hecho para ella. Ella asintió. El joven se disculpó por haberse quedado con la foto por tanto tiempo, y sacó del bolsillo de su saco el sobre que ella tanto había lamentado. Se levantó sin saber qué era lo más prudente. Entonces volvió a sentarse. Se puso de pie nuevamente, con la foto bailando en sus manos temblorosas y lo invitó a ver la galería en la habitación superior. Los cuatro subieron y miraron las fotos que iban desde el techo hasta las pinturas que colgaban en fibras de mecate en las paredes. Era el momento perfecto para agregar a la galería la foto que su abuelo le había obsequiado días atrás. Martín le pidió a Matilde que le revelara la magia escondida en la foto; intentó explicarles el significado que la carpa tuvo para ella durante su niñez, pero se detuvo en medio de la explicación y les pidió que esperaran fuera de la habitación. La joven tomó las sábanas y armó una carpa más grande, echó las almohadas al suelo y agrupó las muñecas y peluches a un lado. Sacó de una de sus gavetas el diario con las cartas que había escrito los últimos días y noches. Matilde abrió la puerta y los invitó a pasar, los abuelos y el chico miraron con asombro la carpa recién levantada. Los guio hasta adentro de la carpa para que se sentaran, dividió el diario en tres partes que asignó a los invitados y, cual si fuera una más entre los peluches y muñecas que por mucho tiempo escucharon sus historias, les pidió leer para ella las cartas que el artista misterioso le había inspirado.
Matilde sabía que debía conformarse con la lectura de labios, pero dentro de su imaginación, el sonido de las sílabas entonadas por el lector de turno, retumbaron en su memoria como acordes de una canción que nunca llegaría a olvidar.