Después
de cerrar tus ojos, los latidos de tu corazón y las agallas de tu cuerpo
detienen cada hecho que no puedes evitar mientras tus ojos se mantienen
abiertos, pero la realidad es otra, pues en un sueño nada logra herirte tan
fuerte ni dolorosamente como en la vida real.
Vivir
a través de los sueños es de hecho la mejor forma que tienen los seres cursis y
apasionados de vivir y mantener sus esperanzas vivas cuando quienes ellos más
aman viven a distancias incalculables, cuando esa persona, tan amada como nunca
antes lo han sentido, se encuentran fuera de vista, no hay nada que se pueda
comparar a la sensación de abrazar la almohada y darle un besos de buenas
noches y pretender que se acurrucan mientras le susurras al oído todo tu amor.
Por estas razones, es preferible cerrar los ojos y reír inocentemente mientras
tu corazón acelera frenético.
Luego,
cuando ya le has dicho todo lo que guardas dentro de ti a ese verdadero testigo,
inevitablemente caes rendido ante el sueño e innegablemente ante el amor. Ese
es de hecho el proceso que traza el camino que nos lleva a Utopía, ese lugar en
nuestras mentes que nos presenta una cantidad incalculable de perfecciones; un
lugar donde la persona que amas, o que aspirar llegar a amar, se encuentre
esperando por ti.
Mejor
Utopías que la distancia real y demás obstáculos.
Además,
no deberíamos considerar la almohada como el único pañito de lágrimas húmedo
puesto que la música, a su vez, atraviesa cada capa dérmica de nuestro pecho en
busca de los nervios más débiles, y te das cuenta de que los alcanza cuando de
manera irónica, mientras vamos rodando a cualquier lado, soñando despiertos,
esa canción memorable suena en tus oídos, y sin importar si la canción está
sonando de verdad o no, su melodía seguirá en ti. Esa canción que te obliga a
cerrar los ojos recrea Utopía en ti también.
Y
luego la perfección.
Y
luego la sonrisa.
Y
luego los momentos más duros para los novatos como nosotros: determinar si lo
que estamos sintiendo es verdaderamente amor… u obsesión… o un amor en
desarrollo… o una atracción enredadora. Hasta ese punto, tu corazón y cerebro
empiezan a batallar, a combatir, y el único acuerdo que consiguen no es más que
un nombre en común, un rostro en común. Entonces cierras tus ojos y sonríes,
así como lo estás haciendo ahora, porque sientes tanto a tu corazón hundirse
como a tu cerebro acelerarse; cierras los ojos y respiras profundo, tanto como
puedes, y piensas en la canción, y un toque de admiración a ese ser querido
crece en ti porque en el fondo sabes que en algún lugar del mundo hay alguien
cuya admiración por ti crece de la misma manera.
Después
de abrir tus ojos te das cuenta de que el único camino en frente de ti no es
otro sino el de la realidad y de una u otra forma la del dolor, el dolor de no
estar donde perteneces ni con quien perteneces. Te esfuerzas solo por mantener
las esperanzas y esperar por la hora de dormir o por el momento de paz de
manera que puedas conseguir, o por lo menos creer que conseguiste tranquilidad.
Entonces las obligaciones y la vida te gritan que despiertes y te mantengas
levantado para que puedas pensar… no, para que puedas creer… no, para que
puedas vivir. Y así comienzas a preguntarte y preguntarte qué es la vida si el
panorama real, si el tacto y la pertenencia no te garantizan el mismo grado de
sensibilidad y sensación que sí te da el subconsciente mientras duermes; te
preguntas y te preguntas hasta que te das cuenta de que lo único que haces es
andar sin rumbo fijo: caminas pero no alcanzas el horizonte. Excepto, cuando
sueñas, todo lo que deseas está ahí donde quieres… tan real y tan cercano.
Después de abrir los ojos, tu corazón continúa moviéndose, pero indispuesto, tu
cerebro acelera sin el menor esfuerzo.
Después
de abrir los ojos, lo que realmente te lleva de la mano es la fe. La fe de
hacer tus sueños realidad, de sentir la similitud del olor de Utopía, de besar
la ternura de los labios de quien amas, de abrazar la suavidad del cuerpo de
esa persona distante, de seguir hacia adelante y conocer, de adornar tu sonrisa
con una lágrima repleta de emociones y correr tomados de la mano en los parques
y puentes más hermosos, y permanecer acostados en la cama más cómoda. Esa fe.
Después
de abrir los ojos, recibes esa sensación que te hala hasta abajo hasta la
tierra y te dice que todo lo que acababas de sentir no es nada sino una
ilusión, así que la persona en tus sueños, quizás un familiar recientemente
fallecido, quizás tu fantasía inalcanzable, quizás alguien que no está tan
interesado en sentir lo mismo que tú, esa misma persona, desaparece con la
felicidad plena de tu alma.
Soñar
puede ser tan real, tan similar a la vida, que existen muchos como tú, no yo,
no nosotros, que están verdaderamente asustados de perder la conciencia y
dormirse. Sin embargo, existen esos como tú, como yo, como nosotros, que luchan
contra la claridad del día y de la noche para no despertar. No soñar, al
contrario, te hace dudar, te hace cuestionar los pensamientos de quien amas, te
hace preguntarle al mundo cuánto te sueña esa persona dentro de tus sueños, te
hace preguntarte muchas veces cuán fuerte son los sentimientos de esa persona.
Pero
dormir no te causa esas preocupaciones.
Tú
cierras los ojos para triunfar, para acercarte a ese cuerpo que tanto deseas y
acariciarlo con cuanta delicadeza requiera, para acurrucarlo desde la espalda
hasta el pecho, para besarle el cuello y susurrarle que más nunca te
arriesgarás a perder la oportunidad de decirle “te amo”.
Es
por eso que no hay más vida al dormir que al estar despierto, pero
indiscutiblemente, sí hay menos dolor. Es por eso que vivir soñando hace que
las personas como yo caigan fácilmente rendidos ante el amor e inocentemente
mantengan la esperanza de que un futuro incierto llegue. Aunque ese futuro
nunca llegue, siempre tendré la
alternativa de volver a mi cama, acostarme, agarrar mi almohada, darle un beso
de buenas noches y decirle cuán rápido mis sentimientos crecen y más adelante
darme cuenta de lo mucho más que soy capaz de vivir cuando sueño que al estar
despierto.
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