R. M. Millán

lunes, 26 de junio de 2017

EL HÁLITO DE LAS FLECHAS

EL HÁLITO DE LAS FLECHAS
Veintidós años han pasado desde que sucedió esta anécdota que estoy por contarles. ¡Pasen y siéntense donde quepan!, no interrumpan a quienes oyen con atención. Pero, antes de crear falsas historias de lo que iré narrando, recuerden que ella no decidió ser quien es ahora. Mejor esperen el final.

CAPÍTULO I: EL HÁLITO DE LAS FLECHAS
No importa aún cuál fuera su nombre, sino que con los años decidió cambiarlo, después de que una docena de flechas le atravesara el cuerpo. Atrapada de manos y pies imploraba entre dientes piedad y justicia. A los cinco años no hay mucho más que una niña en medio del bosque pudiera pedir, cegada por una venda de ceda sudada y temblando más por inocente que por temor. Movía los labios apresurados mientras acumulaba lágrimas y sudor en su esparadrapo carmesí, y el viento que le levantaba el cabello no enredado en el encaje de su traje nuevo. Ella sabía que esperaban su llanto y gritos, pero, en vez, le hablaba a alguien para que viniera a su rescate.
Doce flechas le atravesaron el cuerpo antes de que sus labios dejaran de implorar en silencio y las fuerzas quedaran desprendidas en las cuerdas que seguían lastimándole las muñecas; ninguna le tocó la garganta, y las únicas dos que le penetraron el estómago se cruzaron por delante del diafragma. Cuando el último palpitar de su corazón tamboreó, se comprimieron los pulmones y desde debajo del pecho se desprendió un hálito de plata fuera de su boca cuyo sonido produjo lluvias y tormentas por noches seguidas. Hasta que la luna llena apareció y la vio perecer, por gracia le dio un beso que la regresaría a la vida con las doce cicatrices de sus propósitos.
Caminó fuera del bosque cansada, famélica, con dolor y desgaste, orientada por la luna hasta la entrada de su casa… la lluvia reposó y los vientos dejaron de amenazar.

CAPÍTULO II: SOBRE LA PRIMERA FLECHA
Que no se entienda esto como masacre de un atentado producto  de una cacería en verano, pues hubo nombre para quien ordenó la tortura y nombre para quien luchó por liberarla.
No importa quién hubiera procurado la desdicha, aunque apuesto que con el pasar de la vida lo irán comprendiendo. Pero sí se dirá quién salió en su defensa y sé que lo leerán sonriendo.
Antes de los cinco años era risueña; después, más bien oscura. No faltaban libros en su mesa de noche ni hojas que entre sus dedos no tentaran cortar la piel. Después de los cinco, le atraían más las historias reales, donde el sufrido alguna vez tiene esperanzas, donde las esperanzas se convierten en tragedia y las tragedias la regresan al inicio de la suya misma. Creció a cargo de una riqueza que los responsables habían descuidado, y que ella, por fortuna y buena crianza, mantuvo en vigía hasta que asumió mayores posturas.
La primera flecha le atravesó la infancia antes que la piel. Es verdad que no la vio venir, aunque sí la sentía aproximarse de la misma forma que sintió aproximarse el abandono de quienes reclamaba suyos. Desde los cinco aprendió a tolerar el vacío de la soledad pero no a resistirlo; podía vivir con él, sí, pero no quererlo. Y es que cuando de querer se trata, no pudiéramos resumirlo en un recuento ajeno. Habrá espacio más adelante para que otra flecha corte en dos las emociones de sus ilusiones.
Uno de sus cuentos favoritos presentaba a una damisela antañona que desvivía por recuperar el amor de un adinerado de hermosas facciones para ayudar a quien ella de verdad amaba a no morir de hambre entre los pobres. Cada vez que lo leía, en sus ojos un brillo especial iluminaba las letras, entonces cerraba el libro con mucho cuidado para no maltratar los riesgos de la damisela.
Llegó a los veintisiete entumecida por fuera, con rostro intimidante y  postura amenazadora; con un interior cálido y una memoria en guerra infinita, y acarreando roles que no le correspondían.
Y como todo ser en este mundo, que mientras más resguarda temores, más llama la atención, salió disparada de su hogar una noche de luna llena al mismo bosque donde había regresado a la vida. ¡Sorpresa más grande la que la esperaba!, respuesta más clara la que opacó todas sus dudas.  

CAPÍTULO III: SOBRE LA SEGUNDA FLECHA
     Desde niña había cuestionado el motivo de las custodias, ¿por qué algo tan hermoso como una princesa debe permanecer cautivo en una torre, por qué algo tan puro como la fe debe resguardarse en un templo, por qué algo tan cierto debe esconderse en el silencio? Cuestionó hasta que esta segunda flecha le impactó la desnudez de su hombro derecho y asoció el frío del metal con la penitencia que hay que pagar por dejar al descubierto tanta verdad.  
Eso fue la tez para ella hasta que llegó a los veintisiete, un diamante intocable perteneciente a un solo dueño, un mapa inexplorado por el cual luchó sin titubeos para que el baúl de su eternidad siguiera refugiado donde solo su dueño podía encontrarlo.
Dejó de cuestionar tan pronto volvió a la vida porque comprendió que hasta las gotas más vitales se evaporan con la angustia del tiempo, que es mejor conservarlas en el despojo de un cuerpo misterioso a verlas formar parte de una nube, que en su despecho arrebata cosechas e inunda mares.
¿Y para qué molestarse en enumerar los atentados originados por aquellos con ambición de conquista por su belleza interior si al final fueron batallas perdidas por banales y desamor? Mejor pensar un momento como ella y dar cabida a la posibilidad de que en el mundo transita alguien más merecedor de tan protegido pergamino, que deje marcas de tintas imborrables, tan duraderas como las mismas cicatrices de su resurrección.
Entre los quince y los veinte años se sintió más cerca de su dueño, y entre los veinte y los veintiséis lo dio por perdido, a veces hasta por muerto, a causa de un encuentro furtivo con una guardia más apacible que la que rodeaba su corazón.      Después de un año resignada, atormentada por la nueva ola de inquietudes, salió disparada de su aposento, directo al bosque espeso que a diario miraba a través de la ventana, cegada por las ansias y el dolor, ¡y vaya sorpresa la que la esperó!

CAPÍTULO IV: SOBRE LA TERCERA FLECHA
El perímetro de su mirador desbordaba huracanes enfurecidos con la lava de los volcanes, erupciones constantes que contradecían las burlas de las olas y de sus mares; cada uno con nombre propio y conducta inolvidable, con etiquetas de premura y mandados coquetos que mejor no despertaran el terremoto doméstico.  
Ella esperaba la puesta del sol para cantarles a los árboles, y se abría una brecha que atravesaba el conflicto detrás de sus paredes; por esta brecha viajaba su himno hasta la noche, hacía bailar las raíces de los fruteros jóvenes mientras las notas susurradas unían en matrimonio a los ramales más altos. La melodía salpicaba en ecos por días y por noches, y ascendía una vez que la luna apartaba las nubes celosas.
La melodía creció descubierta con el pasar de los años y las nubes ya no fueron las únicas celosas. Las rosas que no alcanzaban a mirar por la ventana ahogaban con espinas a los lirios privilegiados con un mejor panorama; en la cocina también ardían más los hornos estimulados por la suavidad de su querer. Los cocineros con manos quemadas imploraban con quejas que algo se hiciera para enmudecerla y no fue sino hasta que el último de los más insensibles estuvo de acuerdo, que planearon callarla con un resfriado letal en medio de la nada.
La arrastraron al bosque, a una oscuridad impenetrable, con los ojos vendados para que no recordara el viaje de vuelta a casa, se reían inescrupulosos para que no escuchara el ritmo del viento; la vistieron de gala para que disfrutara del destierro.
No había suficiente acústica en su mansión para tantas voces que también se quieren hacer escuchar. Por eso atentaron con callar a la que hacía mecer el fuego de los hornos, la que despertaba la vanidad de las rosas, la que emparentaba ramales en el bosque.
Pero antes de salir, se acordó en su beneficio, que si llegaba con vida y voz de regreso, sería libre de cantar hasta que agotara su garganta.
Y así hizo a pesar de su corta edad, regresó desmayada y humedecida, con fuerza suficiente para apenas seguir la luz de la luna y el rastro de aquel niño cuya espalda nunca pudo olvidar.
La tercera flecha tembló antes de penetrarle la calma, y es que resultó ser un reto enorme aplacar la serenidad de una niña que manejaba la tortura como un castigo merecido.
Veintisiete años más tarde también creció en ella la imagen del niño que la acompañó. ¿Dónde ha estado? No es un misterio, es una ilusión. Siempre la ha visto desde el otro lado de la ventana, esperando por ella donde la conoció. Y ella lo supuso así.
Fue cuando se vistió de gala una vez más y se despidió de su habitación, corrió en medio de la noche hacia el centro del bosque donde todo comenzó.

CAPÍTULO V: SOBRE LA CUARTA FLECHA
A los cinco años se supo heredera de lo que ni ella esperaba, mucho menos imaginaba, porque estaba prohibido hablarle de lo que sería suyo después de una muerte lamentada. Más importante era que creciera sin ambiciones que aceleraran su adultez y altivez. Y la dicha de haber crecido junto a quien más veces llamó madre le sirvió para no tergiversar su destino. Tan abundante era su riqueza que no se podía calcular en número sino en renombre y servidumbre.
Cuando la quinta flecha le debilitó las rodillas, no cayó por dolor ni por impacto porque no sabía siquiera que debía doblegarse a tanta herencia. Se sintió la misma teniendo todo y teniendo nada, por lo cual dio gracias a sus veintisiete por haber crecido en eso ignorante.
Para ella había un mayor privilegio que los que adornaban sus paredes de bronce, se trataba del apoyo y lealtad que mostraban los que esperaban por ella al otro lado de la ventana.
Se dio cuenta de cuánto tuvo cuando salió corriendo de la mansión, es que al voltear a despedirse de su pasado, miró con asombro como las paredes devoraban los jardines y los vidrios reventaban el oro de sus marcos. Se guardó la despedida y siguió corriendo hacia el bosque, siguiendo el sonido de un “She” que no reconoció sino al final de esta historia; no sabía si sonreía en medio del llanto o lloraba en medio de la sonrisa.
Así fue como vio que sus ramas ya criaban fruteros, que los lirios le perfumaban el sendero, que las raíces le marcaban mejor el encuentro.
Como había sucedido a sus cinco años, sin recordarlo tan claro como ahora porque en su mente solo quedaba la figura de una espalda que seguía añorando, recordó las raíces, recordó las ramas, recordó los lirios, recordó un sonido también, pero no cómo se había retirado el esparadrapo de ceda; se dispuso creer que el niño aquel le había devuelto la vista cuando se creía en la penumbra de un abandono tan similar a los que ya se había acostumbrado.
Se detuvo un rato y se tocó el hombro, tan solo para darse cuenta de que sus cicatrices empezaban a desaparecer. No era momento de parar, al frente había alguien que ella quería ver.

CAPÍTULO VI: SOBRE LA QUINTA FLECHA
     A sus cinco años percibía el mundo con mucha gracia. Llamaba a las cosas por el nombre que le habían enseñado y hacía reverencias hasta a las mascotas y los empleados. Después de su destierro le costaba incluso mirar su reflejo; se miraba al espejo y, luchando contra su respiración, dejaba de llorar. Decidió que distribuiría su confianza en porciones iguales y temas diversos entre los más allegados, los más interesados y los menos afortunados.
Una quinta flecha que le torció el codo izquierdo sembró en ella una semilla inquietante de desinterés por quienes se servían de su cercanía por querer acercarse a otros.
A los dieciocho estaba asqueada, pero enamorada; deseaba devolver el tiempo hasta el día aquel que por primera y última vez vio la espalda del niño así le quedara una vida entera para amar. Por eso le resultó tan fácil amar a quien más lejos estuviera, porque quienes la rodeaban no tenían más valor que las gárgolas que formaban cascadas asesinas de flores durante las lluvias fluviales.
En cambio, aquel que ella amaba tenía ojos incoloros, porque el pigmento no era otra cosa que un distractor de la verdad; él tenía brazos fuertes para construirle una cabaña de cedro; seguramente no tenía corazón para que nadie lo hubiera fracturado antes; no, su amor era en sí un corazón sin palpitar pues la sangre de su arterias corría a través de las venas de ella. Y por eso eran necesarios uno para el otro. Por eso ella sabía que él también la pensaba y la buscaba, era una obligación.
Aprendió que en su mansión no había seres con agallas pero sí en el bosque. Al frente de sí misma escuchaba la voz de la felicidad hablarle a través del viento. Ella daba vida a lo que vida le retribuía.
Fue así como una noche en el pecho se le aceleró un cantar que tradujo en su voz una canción improvisada. “She”, repetía de adentro hacia afuera, lo sintió tan genuino que supo que él estaba cerca. No dudó, no lo reconsideró sino que buscó entre sus trajes el más hermoso y adecuado para él. No avisó si volvería, en el fondo sabía que no lo haría. Y corrió atraída por el amor. Salió de casa. Entró al bosque. Ahí estaba.

CAPÍTULO VII: SOBRE LA SEXTA FLECHA
La línea delgada que separa la cordura de la perspicacia es del mismo color de la astucia, y astucia es lo que tiñe su mirada penetrante, como pocas otras que te invaden mientras describes pasajes de tu vida. El ámbar de sus pruebas navega entre tus pupilas de la misma forma que atraviesa los vidrios de las ventanas que más la han escuchado entonarse por amor; resbala como miel entre tu delirio y te llega al alma. Así es como selecciona a sus íntimos, sin importar el origen de sus actos ni las coincidencias de sus encuentros, no hay quien se escape de su experimento, una habilidad que se consolida en el tiempo y que declina en tonos más claros u obscuros. ¡Y ya sabemos que con la oscuridad ha tenido bastante experiencia como para recibirla en su aposento!
Su silencio prolongado es temerario, no es de sorprenderse que sean pocos los que se atrevan a socavar su estado externo a pesar de la advertencia de su mutada estadía. Es un elemento de defensa que pocos desarrollan, y muchos menos son los que aprenden a disuadirla.
Es una prueba contundente que la flecha número seis impregnó en sus nervios después de colarse entre sus costillas y el pecho, el espacio más protegido y, por su puesto, atacado. Tócale el pecho y desatará una reacción poco prudente que la hace cuestionar su propia cordura. Pero, qué si no fue eso lo que esta flecha alteró.
Desde los veinte hasta los veintisiete puso en duda si su cordura era ordinaria, era un estado de salud o alarma, y se evaluó hasta creer que debía desistir de volar. Eso sí la preocupó, pues en sus sueños más turbios sintió volar para burlar el mal que la atormentaba, el mismo mal que la había enviado al exilio la abrazaba al despertar y la condenaba al dormir.
¿Sí ven que no es fácil saberse cuerdo cuando crees que el mal tiene posibilidades de actuar a favor del bien?
Pero ella no solo lo cree sino que lo defiende aunque la miren con ojos despavoridos, horrorizados por su lucha de justicia, porque tiene que ver más con lo que debe ser que con lo que es.
¿Y es cuerdo creer que en medio de tanto espacio, en un camino tan amplio y desolado, haya un amor como el que la espera y ella a veces duda?
Fueron horas en la cama las que tuvieron que pasar para que se manifestara en su pecho la respuesta a su más importante decisión: no esperar más.
No esperó aprobación ni compañía sino un acto creado impulsado por su propia valentía. Y llegó a donde tenía que llegar, pero no encontró a quien esperaba encontrar. ¿O sí?

CAPÍTULO VIII: SOBRE LA SÉPTIMA FLECHA
Sería poco necesario profundizar sobre el resultado de aquella flecha que le tocó el pecho sin desprenderle las arterias ni el corazón, ya se ha dicho suficiente sobre el origen de su sentir, el causante de dicha extraordinariez y el empeño interminable por verle el rostro a quien se conformó con mostrarle la espalda.
Que no se diga, pues, que él le dio la espalda cuando en vez se la mostró. Nunca ha estado él en contra de su entrega ni de sus maneras de amar. Jamás se negó a compartir un poco de su amor.
La séptima flecha fue, sin lugar a dudas, el impacto más comedido, la más planeada, la mejor atinada y, por supuesto, la más catastrófica. Pero es que eso es el sentir del corazón cuando batalla por convertirse en amor, una catástrofe que altera los órganos, los sentidos, los músculos, lo vivido, en especial cuando se es tan joven, tan niño y ya empiezas a detectar la presencia de lo que te impulsa a escribir, a drenar, a cantar y a perseguir lo que te pertenece.
Ahora pueden imaginar a esta niña, aparentemente frágil y abandonada, de brazos atados y rodillas firmes hablando entre dientes a quien ella sabía que podía escucharla sin prestarle atención al miedo ni al dolor. Para ella el dolor hubiera empezado con la resignación de no ser rescatada. Pero para eso falta algo más que valor, hace falta convicción. Y no es fácil serlo a tan corta edad. ¡Es un riesgo, de hecho!
Así nos damos cuenta de que no se trata de una niña cualquier sino de aquella que la luna ha custodiado en amparo por décadas. Incluso antes de su nacimiento, ya la luna le alumbraba el futuro, le dibujaba el destino. A quién tenga la oportunidad, acérquesele y pregúntale si alguna vez, mientras miraba el cielo sintió soledad absoluta, si en medio de las tinieblas dejó de cantar y creer. Quizás desfalleció en varios intentos, pero no hay quien escape a la rudeza del crecer. Por eso la luna le mostró las siluetas del amor siendo una niña, para que no dejara de fluir por dentro lo que vivía en su memoria.
Fue cuando la flecha le alcanzó el pecho que ella sintió paz, que supo que habían venido por ella y se dejó mecer entre las cuerdas que le enrojecieron las muñecas. Pero no importó porque ya estaba acompañada de sus emociones, las manos no le importaron porque sentía levitar, era su tiempo de volar.
Ese momento se repitió en sus sueños por noches y no lo compartió sino con unos cuantos que atraparon el rincón de sus labios elevarse mientras caminaba solitaria por el pasillo de su mansión. Lo supo su madre, quien la crió; lo supo su amigo, quien la descubrió; lo supo su arte, que la obligó; lo supe yo, que me tocó.
En sus sueños voló sola y de manos de alguien, entre las estrellas y muy cerquita del mar; voló por encima de todo menos por encima de ella misma. Y como era tan curiosa, se preguntó qué se sentiría volar por encima de ella. En unos de sus sueños voló alto, muy alto, y una sombra que le empañaba el vuelo le mostró que nunca podría volar por encima de sí, ese lugar le corresponde a quien la cuida. Así el sueño se hizo realidad en su pecho, en su corazón; de esa forma supo que era amor, porque él la dejó volar sin miedo y con mucha paciencia le indicó que también había un espacio que solo ella conocería y sobre el cual él querría saber.
Al despertar, complementado con sentir del único, del que llega una vez para no volver sino para hacerte saber que sí existe, se dejó mecer en su mar ficticio y pasaron horas y horas hasta que en su pecho resonó un “She” que le llevó hasta él.

CAPÍTULO IX: SOBRE LA OCTAVA FLECHA
Cuantos de ustedes tengan el agrado de encontrarla en su nueva vida, reconocerán que hasta su sonrisa ha cambiado, que el portal de su destino se ha ampliado, que irradia más belleza que en sus días de niñez angelical y que la tensión y rigidez de sus facciones han desaparecido. Lo que no notarán es su interior, pero tiene que ver con su astucia para cubrir con arena lo que debe ser empedrado y hacerte creer que la caliza es más dócil que la arcilla cuando se trata de sepultar pasados amargos. Ella te hará creer que su nueva vida es el inicio de un nuevo despertar, que es la nueva forma de anidar y tú, muy probablemente lo verás de esa forma. Es que es tan evidente que contando las flechas de su agotamiento, esta pudiera pasar al olvido como su pasado cuando estás aprendiendo a conocerla. Pero una flecha que remueve la ironía de su personalidad no rebota en su talón por casualidad. Y es que aunque el blanco era su tobillo, la inquietud del arco obligó al atacante a arrojar la flecha con la mano desnuda. La flecha pasó a milímetros, pero es porque el tobillo no es tan simbólico para ella como el talón.
Así conoció ella la ironía. Cuando se disponía a entregarse al rescate de su amado, muchas cosas cobraron sentido, cosas que le mostraron con más claridad que su niñez, después de los cinco años, había llegado a su fin.

CAPÍTULO X: SOBRE LAS NOVENA Y DÉCIMA FLECHAS.
En un acto desesperado, el atacante cogió dos flechas que apuntó directo al estómago, y era un blanco sencillo después de haber atinado al pecho antes. Sin embargo, durante el desplazamiento, las puntas de acero chocaron y se abriendo en un arco que justo antes de hacer contacto con el vestido de ella, le encarcelaron el diafragma. El aire se contuvo como muchas veces le pasó después a causa de la decepción, a causa del asombro, a causa de la ilusión.
El aire se volvió parte de ella, así como se volvió el agua que por días y noches mojó lo que se encontrara fuera de las paredes de su mansión; así como también se volvió la luz que marcó la silueta de su guía sin rostro claro; así como el “She” que le dio el impulso para encontrarse con la verdad. Con estas dos flechas, dejó de resistirse y su humanidad la hizo padecer y sentir; se dejó y entregó lo que quedaba de ella a lo que el esparadrapo no la dejaba ver. Contuvo el aire que pudo cuanto pudo, y le hubiera encantado ver lo que su diafragma creó: dos impactos más y un hálito platinado le envolvió el alma en un espectro supersónico que cegó hasta al firmamento.
Y por eso la luna descendió por vez primera a besarla con los labios más cálidos que jamás hubiera sentido. Fue por eso que después de dos impactos, bajo las lluvias y truenos, despertó sin flechas en el cuerpo, sino con una luz al frente que alumbraba a un niño de piel húmeda y cabello alborotado, descalzo sin maltratar las raíces y seguro de hacia dónde iba, hacia dónde la conducía, pronunciando algo más largo que el “She” que en ella retumbaba.
¿A dónde fue a parar tan perfecta y hermosa aparición? ¿Por qué no hizo más que guiarla y confundirle el corazón? La evidencia de los actos a veces puede ser confusa.
Como ya les he dicho antes, el niño, que ahora es hombre, siempre ha estado cerca de ella.
Cuando retomó el camino en medio del bosque, le inquietó la idea de imaginar, estando tan próxima a verlo. Le amargó la idea de suponer, estando tan cerca de tenerlo. Y es que si su amor resultaba ser quien ya creía, le exigiría una última flecha, una letal, una que le durmiera los recuerdos.

CAPÍTULO XI: SOBRE LA PENÚLTIMA FLECHA
Después del cruce de las flechas en su diafragma, después de tanta resistencia, una penúltima punta le dejó herido el abdomen. Sintió dolor por primera vez en cinco años y de muchas veces a partir de entonces.
Le dolió la punzada del metal, fue la primera vez que consideró gritar aunque al final no lo hiciera. El mismo gesto de resistencia ante el dolor lo sigue empleando, se derrumba por dentro y llora en silencio, bajo el cielo de su propio techo, bajo las sábanas de su paciencia. No hay espacio suficiente para enumerar los dolores que junto a ella danzaron, pero sí habría que separar los inducidos de los provocados. Si a cada dolor le aplicase un nombre, ¡imaginen el imperio que hubiera creado! Pues sí, no se puede hablar de ella sin hablar de dolor. Una niña que se ve forzada a ser adulta no conocerá mejor consuelo que el dolor. Es tanto así lo que ha tenido que enfrentar que ha creído ser ella quien produjera dolor al mundo que la rodea.
Si pasara más tiempo observando desde su ventana las maravillas que provoca a quienes no alcanza a ver del todo, salpicarían sus lágrimas pero en regocijo. No es fácil tener tanto poder y dejar de lado el temor. Si te vuelves gigante, no habrá escondite que pueda ocultarte de los mercenarios; si eres muy chico, no hay quien te preste tanta atención. Entonces, ¿qué? ¿Hay que dejar de ser lo que eres? Sí, pero ¿cómo?
Renunciando al dolor y a todo lo que se pueda sentir. No es difícil sino imposible. Pues, así alcanzó los veintisiete, creyendo más en las imposibilidades por temor a enfrentar las difíciles.
Dentro de sus capas de dolor yace al menos un grano de esperanza adherido a la única felicidad que la mantiene en pie: amar. No importa a quién, no importa hasta cuándo, pero vale la pena amar a quien te haya rescatado de la muerte.
El ámbar de sus ojos también separa la vida de la muerte. ¡Así de cerca estuvo esa flecha de desterrarla más lejos de lo que esperaban los empleados de su mansión, los de las manos quemadas, los aturdidos de los celos, los perturbados del alma.
Acercarse a ella por un beneficio personal es un dolor seguro; por un desahogo incontrolado, es un dolor seguro; un adiós inesperado es un adiós seguro. No se puede estar muy cerca ni muy lejos o provocas un dolor seguro.
Once flechas tuvieron que herirla para hacerla sentir dolor. ¡Sí ven ahora lo fuerte que te hace el amor! A veces no lo notamos, pero así es. Y por eso ella se aferró tanto a él. Se volvió una deuda, quizás una obsesión. Pero valió la pena, porque al final lo encontró. Allí estaba, seguro y pleno, perfecto y con la hermosura que ella esperaba, que quería, que necesitaba.
Él le habló primero, con una serenidad que a ella desesperó, angustió, exasperó: “Shekinah”.
¡Entonces ella quedó confundida! Tanto esperar, tanto añorar para enfrentarlo confundida.

CAPÍTULO XII: SOBRE LA ÚLTIMA FLECHA
Como ya recuerdan, fueron doce las flechas que le cicatrizaron la piel. Esta última le arrebató una porción de vida, pero la luna se interpuso entre ella y la muerte en un acto de compasión que le devolvió las fuerzas y la convicción; la hizo creer más en las verdades de sus sueños que en las imposiciones de su realidad. Fue una última palabra la que la puso de pie, en marcha a su hogar: perdón.
De las decisiones más fuertes, la del perdón siempre ha sido la originadora de sus batallas internas. Quién le debe el perdón no es prioridad sino de qué forma causa lo que más bien ella evita. Cuando regresó de su exilio, pidió perdón, también lo hizo cuando notó que el niño de sus recuerdos desapareció y cuando se marchó sin despedirse de su pasado, y cuando escuchó las primeras palabras del niño hecho hombre.
¿Pero saben algo? Todavía existe en ella la particularidad de acercarse al perdón cuando no le corresponda cargar con el peso de la culpa, y es que el simple hecho de saberse partícipe la obliga a ceder porque no sabe perdonar sin antes sentirse perdonada.
Por eso esta flecha rebotó en un árbol fornido y le dio por la espalda, chocó su columna vertebral, así se mantuvo hasta que la flexibilidad de su entrega dejó escapar el hálito de su ser; quedó perpleja e irrompible hasta que la luna descendió y la retiró de su cuerpo. Fue la única flecha que no hubo que romper, por eso se usó para cortar en trozos el esparadrapo que ya no vuela por el mundo, aunque le faltaran ganas de aterrizar.
Él la miró y supo que estaba confundida. “Shekinah”, le volvió a decir con una mano abierta frente a ella con las puntas de las otras once flechas. El frío que recorría su pálida y traslúcida piel la hizo llorar sin llanto, solo lágrimas; pura emoción. Cuando ella alzó la mirada, descubrió que la luna no se encontraba donde debía y también que era cierto que había amado a quien le había devuelto la vida:

“Esta es tu verdad,
Lo que tú y el mundo quieren ver y escuchar,
Shekinah.
Soy lo que quieres ver en mí,
Soy el amor, sí,
Y te pertenecí.
Así como me ves,
Shekinah,
Lo vas a encontrar después del vacío.
Allá donde ha caído el espadrapo
Descansa el dueño de este rostro,
El amante de estas manos,
El calor de este abrazo.
Ve con seguridad a través del bosque,
Que nada te detendrá.
Ve y recorre el camino,
Duerme los miedos refugiados en ti.
Ve y descubre los misterios,
Es tu oportunidad. 
Ve segura,
Shekinah,
Fíate de mí,
Este es tu tiempo de volar.”

CAPÍTULO XIII: SOBRE EL FINAL
Y a sus veintisiete, se dispuso a cruzar los bosques y los mares con un zurrón de cuero en el que guardaba las puntas de sus once flechas rotas, pues aquella que permanecía erigida se aferró a sus dedos como ellos a ella. En su encuentro con la luna, vio el rostro de su amor verdadero, un hombre que disfrutaba de la pesca tras resignarse a no domar jamás el arco.
Ella iba hacia él, indetenible y segura, con una cicatriz en la espalda que representaba el equilibro de su amado amante de los árboles.

¿Quién atacó entonces a esta niña de forma tan brutal? La misma luna disparó doce marcas hacia ella sin fallar en el propósito de salvarla. Un ataque doloroso y repentino que puso a sus verdugos perderse en la carrera de la vergüenza, que los hizo esquivarla al verla regresar después de la masacre, que los hizo querer pedir perdón y que por miedo no llegaron a hacerlo. Pero ella los perdonó para así perdonarse también; luego salió a encontrarse con el amor. Ahora que encontró el amor, ¿qué le depara la vida? Un nuevo comienzo, una conquista, una unión, un canto. Y dondequiera que caiga, la luna la levantará, porque no hay forma de que pierda el rumbo, con abrir el zurrón bastará para que retumbe el destello que la convirtió en Shekinah.