R. M. Millán

miércoles, 12 de octubre de 2016

EL ÚLTIMO PÉTALO DE LA AMAPOLA


En un país donde las temperaturas húmedas son tan prologandas, el sol representa una fuente de consuelo por las mañanas con aroma a café colado.
En la finca Las Amapolas, el día estaba compuesto por tres fragmentos cronometrados que partían siempre con el olor del café que Agustina preparaba al punto exacto, el que mejor complacía al amo. El primer café empezaba a hervir a las cinco de la mañana, al menos media hora antes de que en las carreteras de Upata cacarearan los primeros gallopintos. Don Casimiro Iriarte Dos Santos acompañaba a la negra esclava durante un período no mayor a cuarenta y cinco minutos, tiempo suficiente para que Agustina sirviera el guayoyo, el marroncito y los conleches en la mesa que vestía de marfil los domingos y nada más; siete platos llanos y siete hondos, la canastilla repleta de arepas, la bandeja con el queso llanero rallado, la otra con el jamón rebanado y la olla con caraotas. El jugo de limón era obligatorio aunque hubiera además jarras con refrescos de frutas de temporada, avena fría y caliente, cubiertos a cada brazo y, lo más importante de todo, el florero con amapolas rojas rociadas que doña Estela de Iriate le entregaba a Agustina antes de la salida del sol.
Don Casimiro y su esposa, padres de cuatro damas de tez blanca como la leche y pecas que adornaban lo más delicado de la espalda, eran dueños de las únicas cuatro fábricas textiles de la Guayana, de dos casas de cría de ganado, una en el Callao y otra en Tumeremo, además de una floristería que despachaba desde Guasipati rosas blancas, azules y rojas, orquídeas blancas y moradas, girasoles, margaritas y crisálidas con más frecuencia que otras flores. Más del setenta por ciento de los pedidos llegaban de Santa Elena de Uairem para acuerdos de reventas que se celebraban ilegalmente en la frontera con Brasil.
La mayor de las hijas, Fabiola Iriarte, y dentro de poco Fabiola de Blanco, había recibido como herencia de su padre una de las fábricas textiles. Don Casimiro consideró importante que su primogénita y futuro yerno fueran capaces no sólo de administrar la única fábrica textil de Puerto Ordaz, sino de idear estrategias que elevaran las ventas, además de reunir más dinero para los gastos que exigía la boda. Lo que Fabiola Iriarte consideró una decisión arriesgada, era de hecho una idea de la que don Casimiro se había convencido hacía ya algunos años, pues a pesar de tratarse de la fábrica más productiva y próspera de las cuatro, no era precisamente la favorita de los patrones. Donde menos gente frecuentara, más agradable resultaría el lugar para los señores Iriarte.
Las otras tres hijas vivían con sus padres en Las Amapolas. Maira Estela, la segunda de las Iriarte sería la madrina de boda de Fabiola. No hubo sorprendidos con el anuncio. Más que hermanas, Fabiola y Maira Estela eran grandes amigas, confidentes. Fabiola se la pasaba dándole gracias a su hermana cada vez que se le pasaban los tragos, porque sin ella, Dominguito Blanco jamás se hubiera atrevido a invitarla a bailar ni salir ni pedirle que fuera su esposa.
Hacía más de dos años doña Estela había organizado un baile en Las Amapolas para celebrar los quince años de Graciela, la tercera hija en la fila de los Iriarte. Graciela les había insistido a sus padres que en vez de fiesta, la enviaran a Europa, ella soñaba con conocer París y su torre, las calles del arte de Florencia, navegar en góndolas venecianas, recorrer castillos escoceses, ver los minutos pasar en el Big Ben; soñaba con Praga, con Ámsterdam, con Barcelona, con Lisboa. Graciela vivía enamorada del amor narrado en la literatura, del amor tímido que la saludaba en las obras de Van Gogh y las melodías de Bach; amaba sus clases de historia y en una conversación con su tutora de arte, le aclaró que nunca se dedicaría a la enseñanza porque eso la detendría en su viaje por encontrar el amor que jamás conocería en Venezuela, pues ningún héroe venezolano aparecía descrito en los cantos de amor de Shakespeare. Julieta nunca amaría de tal forma a un venezolano.
Convencida de que su madre no la tomaría en serio, Graciela aceptó la oferta del baile, pero al año siguiente don Casimiro le dio la mayor de las sorpresas y en las vacaciones de verano, después de cumplir los dieciséis años, la envió a recorrer Europa con dos de sus primas más cercanas.
Como era costumbre, doña Estela se encargaría de armar la lista de invitados y don Casimiro seleccionaría a quienes finalmente asistirían a la celebración. Fabiola y Maira Estela ayudarían con la decoración y distribución de las familias en las mesas, y en compañía de Agustina, elegirían las flores que mejor identificaran la personalidad de Graciela. Los Lárez compartirían mesa con los Catillo, quienes debían estar lo suficientemente apartados de los Aponte. Nadie ubicaría a los Castillo y los Aponte juntos después del bochornoso divorcio de Enrique Castillo y Ana Beatriz Aponte. Los Ribas y los Díaz se habían asociado recientemente en el Tratado de Manufactura Minera (TMN), así que sin duda alguna irían juntos. Los Torres se sentarían por aquí y los Rodríguez por allá, los Santos por aquí con los Vargas y los Del Toro por allá. Nada más los Blanco tendrían una mesa para ellos, consideró Fabiola. Los Blanco eran la familia nueva del pueblo y obligarlos a compartir mesa con desconocidos les habría arruinado la noche casi por seguro.
Más de ochenta invitados acudían al baile de Upata en honor a Graciela Iriarte, y tratándose de los Iriarte, dueños de dos casas de cría de ganado, lo que menos faltó en la fiesta fue carne para comer. Así como hubo comida, hubo mucho trabajo para la servidumbre que, en vez de esclavos, eran más bien como miembros de la familia Iriarte que trabajaban a cambio de comodidades, comida y traslados frecuentes por los pueblos de la Guayana.
Agustina estaba a cargo de los esclavos, si se puede decir o entender, era la esclava líder y la única con autoridad suficiente para entrar a la habitación de los patrones cuando no estuvieran en casa, cualquier movimiento que los demás esclavos intentaran hacer debía ser notificado primero a Agustina. Fue ella quien acordó enviar a Morao con Graciela a Europa para que la niña no tuviera que preocuparse de más nada que no fuera disfrutar del viaje.
La tía Esmeralda fue la persona adulta responsable de las niñas durante el viaje, y aunque Morao era todavía menor de edad, las leyes ignoraban incluso si un negro o indígena esclavo era o no legal para fumar o beber, lo único que exigían era saber si viajaba con familias importantes. Casi dieciocho años tenía el macizo moreno de cuerpo definido y nariz fina. Morao no conoció a su padre. Los esclavos dejaban de ser niños primero que los hijos de patrones. Morao no fue la excepción en cuando a condición, pero sí en cuanto a atractivo. La mayoría de los negros eran negros como se conocían y describían a los negros, los indígenas eran indígenas sin más ni más. Morao, cuyo apodo se popularizó entre la ironía de sus rasgos y el sarcasmo evidente de no ser tan negro como debía, llamaba la atención por el verde de sus ojos. A él no le incomodaba aceptar de vez en cuando que su madre había sido violada, más le inquietaba la presencia de doña Esmeralda y su insistencia porque fuera él quien viajara a Europa.
Los más fornidos movían mesas y llevaban la carne a las varas, los menos vestían las sillas, lavaban y barrían el patio y Morao, bueno, él esquivaba las insinuaciones de doña Esmeralda. Y no es que fuera una mujer desagradable, pero si hubiera tenido opción, seguro no habría sido ella su primera experiencia sexual. Era tanto el apetito de la doña, que una tarde mientras paseaban cerca del Coliseo de Roma, el joven esclavo sintió que estaba por desmayarse como consecuencia de los acosos y violaciones continuos de su patrona de turno.
Pero no todo fue malo. Morao y las niñas crearon un lazo bastante estrecho y después de haber regresado, Morao le confesó en tono de gracia a Graciela las veces y lugares en que su tía lo había obligado a fornicar con ella. Graciela no podía creerlo. Poco a poco fue Morao detallando las veces en que la tía Esmeralda se quedaba inmóvil observándolo en la ducha o preparándole el desayuno desnudo. Empezaban siempre como relatos incómodos que apenas le cubrían las mejillas a Morao de vergüenza y que terminaban en carcajadas. Cada vez que recordaban las anécdotas en Europa, Graciela quería saber más y con mayor detalle, especialmente qué era lo que hacía que su tía se quedara embobada al verlo en la ducha. Morao no sabía qué decir, pero la mente de Graciela no dejaba de imaginar posibles razones.
Los músicos fueron llegando para los ensayos, de último llegarían los del calipso, el que todos esperaban con más ansias. Hasta los esclavos dejaban de hacer lo que estaban haciendo para bailar calipso. Las familias fueron llegando, el olor a carne rebotaba por toda la finca, sonaba un vals de señoritas que habían compuesto para Graciela, bailaban con ella solo los hombres, las mujeres veían y criticaban los copetes, las mangas largas y las cortas, y doña Esmeralda, que casi preocupada, buscaba un par de ojos verde con disimulo entre la multitud. Morao estaba cerca del bar viendo a la quinceañera poco entusiasta dar vueltas de un lado a otro, a las hermanas Iriarte secándose las lágrimas y a doña Estela haciéndoles señas a los muchachos para que bailaran con su hija. Los Blanco estaban bastante cerca de doña Estela, Domingo padre le echó un empujoncito a Domingo Segundo para que bailara con la muchachita del vestido frondoso y cabello trenzado; parecía apenado, pero fue el más erguido bailando el vals.
Cuando sonó el calipso, ¡empezó la fiesta de verdad! Hasta el más sordito movía el pescuezo. Los Blanco eran de esos. Dominguito estudiaba discreto los pasos y los comparaba con el undós, undós del ritmo. Maira Estela le atajó el ímpetu, pero no el impulso de atrevimiento. Dominguito parecía ser el tipo de hombre que Fabiola consideraría atractivo, aunque si algo no toleraba Maira Estela era a los hombres de poco guáramo.
Le dijo, como si se conocieran de siempre, que tenía que dejarse llevar por el ritmo y en una de dositrés lo fue arrimando hasta donde estaba Fabiola con las manos en el aire. Él entendió la propuesta de Maira Estela, pero seguía inmóvil ante la reacción de Fabiola. Ella lo tomó del brazo y fingió que lo enseñaba a bailar para que Dominguito se sintiera en confianza. Esa noche nada más que el baile entre ellos sucedió y fue como supieron que eran el uno para el otro. Había nacido una necesidad de uno por saber del otro; sin embargo, cierta inocencia se mantuvo hasta que ya no hubo necesidad.
Esa misma necesidad se hizo con Graciela de tantas veces que escuchaba a Morao contarle e imitar los gemidos de doña Esmeralda. Morao sabía lo que hacía, él de inocente no tenía mucho, pero sí de buenas intenciones. Desde que recordaba, le gustaba mucho la niña Graciela, por ella aprendió a leer y escribir, incluso a disfrutar los ratos con doña Esmeralda; y cuando Graciela ya no aguantó más, le pidió a Morao que le leyera un fragmento de Romeo y Julieta. Morao no entendía que había hecho mal para que Graciela lo hubiera torturado de tal forma, pero conociéndola, sabía que debía regresar con un comentario y no con una interrogante.
Con la lectura conquistó el esclavo de ojos verdes a Graciela Iriarte. En una de las noches siguientes, Morao le confesó a Graciela que no comprendía por qué su padre había violado a su madre, la que todos recordaban como a una diosa griega en su juventud; por qué si él, un negro esclavo bastardo, podía hacerle el amor a una mujer aparentemente inalcanzable, su madre no era digna de tal gesto también. Esmeralda le citaba a los Capetos y concluía con incoherencias que Morao adoraba escuchar hasta que la mejor parte llegaba: el beso de despedida. Ni el sexo lo hacía sentir tan amado como el beso de la niña Graciela.
Diez años tenía la niña Camila Esmeralda, un nombre que Morao prefería no pronunciar para que la niña no creciera con costumbres poco éticas. La cuarta y última de las Iriarte acababa de recibir su primer periodo; y entre la angustia y la vergüenza, veía cómo su familia celebraba su desarrollo. Fabiola llegaría el fin de semana siguiente con Dominguito para discutir los preparativos de la boda. Maira Estela y Graciela aconsejaban y sermoneaban a la pequeña, que a pesar de su edad, el tamaño y protuberancias la hacían ver por encima de los trece años.
Después de la cena, Graciela y Maira Estela se quedaron con Agustina para ayudar con la limpieza, la negra les prohibía levantar un vaso, pero ellas le daban la orden de ayudarla de todas formas. Agustina siempre les contaba anécdotas de su niñez y lo feliz que era a pesar de las condiciones, pero ya las hijas Iriarte las conocían de memoria y aunque las disfrutaban mucho, estaban listas para que la narración madurara también y empezaran a escuchar nuevos acontecimientos en la vida de Agustina. A qué edad tuvo su primer amor, quiso saber Graciela, y Agustina le descubrió las andanzas pero no el cómplice.
Fue en Manaos, cuando ella tenía dieciséis; un carioca alegre que bailaba aché como no había otro; fue un amor correspondido, aclaró la esclava en su mezcla de portugués con español. Él también era esclavo, pero su personalidad tan atractiva despertaba celos en otros hasta el punto de ser acusado con el patrón de haber asesinado una joven muda del pueblo. El amo le perdonó la vida por la falta de evidencias, le costó trabajo convencerse de que la nobleza del negro bailarín fuera más espesa que la patología mental que describían los otros esclavos. Lo mejor era no arriesgarse a decepcionarse más, un sospechoso de asesinato no podía permanecer más tiempo en casa.
Una semana más tarde y Agustina no vería más a su amado. Como pudo, escapó en busca de él, pero un mal juego del destino la hizo tomar el rumbo opuesto. Según había escuchado, lo habían trasladado al sur de Brasil, y por burla de los transeúntes en Manaos, Agustina caminó sin detenerse hasta la frontera con Venezuela donde fue encontrada casi desmayada por don Casimiro en su regreso de luna de miel con doña Estela.
El desmayo era continuo en Agustina, Don Casimiro se había preocupado de que la negra estuviera enferma y lo estuviera ocultando; Doña Estela sospechaba de algo más, así que cuando lo consideró apropiado, le preguntó a Agustina si se habían aprovechado de ella. La esclava le contó sobre su amado y la trampa que le habían tendido, hecho que hizo que Doña Estela se encariñada aún más con la recién llegada. Nueve meses pasaron y Agustina daba a luz.
Pipo creció con todas las comodidades de los Iriarte y fue considerado el hermano mayor de las hijas de Don Casimiro. Los patrones crearon la primera fábrica textil y a medida que crecía el negocio, crecía la familia y asimismo los miembros de la servidumbre. El negro Pipo conquistó a una mulata de origen indígena y con el permiso de su madre y los Iriarte, la llevó a vivir a su finca. Donde sea que estuviera Don Casimiro, estaba Pipo, y dondequiera que veía Pipo a su mujer, consumaban el amor como conejos. Cuatro hembras y dos varones tuvieron.
Con Agustina, Pipo, su mujer y los seis hijos, Don Casimiro tenía garantizada la seguridad de la finca, el ganado y la floristería. Las fábricas eran cosa exclusiva de él.

De todos los bisnietos de Agustina, Graciela se interesó en conocer el origen de Morao y la identidad de su padre. Los ojos de Agustina se aguaron al escuchar la pregunta.
Joana, la segunda hija de Pipo se ofreció como voluntaria para viajar hasta Santa Elena de Uairen con el propósito de entregarle a don Casimiro la carta que su padre le había hecho llegar donde describía los bienes heredados que le corresponderían después de su muerte. No se trataba de un recado urgente, pero Joana quería conocer la Sabana, estaba cansada de escuchar a todos hablar de ella. Ahora era su momento de verla y disfrutarla. La vio, sí; la disfrutó, no.
Cruzando las vías fangosas de El Dorado, la esperaba una emboscada que cualquiera hubiera atribuido a ricos o blancos comerciantes. Los negros no sufrían emboscadas. Los indígenas no sufrían emboscadas. Los esclavos no sufrían emboscadas. Los blancos, sí. Joana no llevaba nada de valor comercial que los blancos pudieran aprovechar más que sus servicios mismos, pero el cazafortunas barbado de ojos verdes, excitado por la pureza virginal de la esclava, la despojó de toda protección. Tan sólo verla le provocaba el orgasmo, inevitable era no enfriarse ante la anatomía perfecta de Joana.
El verde de la Sabana le recordaba los ojos del violador furtivo, la vegetación arenosa le revivía el roce de su barba entre las piernas mientras ella se resistía. ¡Qué tortura, que tan largo hubiera sido el traslado! ¡Qué fortuna haber conservado la vida, que pocos hubieran lamentado fuera de Las Amapolas!
Don Casimiro celebró su llegada, pero se dedicó más bien a escoltar a la esclava asqueada de la sociedad burguesa, la barba y los ojos verdes… hasta que nació su Morao.
Agustina se enorgullecía de la compañía plena de su familia y agradecía a Dios por la adopción de los Iriarte, a excepción de Morao que tenía roces diarios con los primos recelosos de sus dotes.
Las jóvenes ya estaban por irse a dormir, pero Agustina tenía algo más que conversar con Graciela, la acompañó hasta la habitación sin levantar sospecha. Agustina bofeteó una de las almohadas, estiró la cobija ya prensada, esperó sentada hasta que Graciela le hiciera frente. Aconsejó a la niña y aunque nada la hacía más feliz que verla ilusionada con su bisnieto, le advirtió que las niñas de familia no debían enamorarse de esclavos o la sociedad se levantaría contra la familia en desaprobación. La charla resultó más agradable con Graciela que con Morao, que recibió sermones de la madre y del abuelo también.
Morao comprendió el riesgo que Graciela se rehusaba a aceptar, ella le enviaba cartas con Camila Esmeralda y compraba su silencio con chocolates y muñecas que ella ya no usaba.
Camila Esmeralda escondía las cartas en sus pantaleticas de encaje que la tía Esmeralda le encargaba a un cliente de los Iriarte en Maturín. Una de las cartas no llegó a manos de Morao una tarde de cántaros, pero Felipito, el primo envidioso de Morao, se aseguró de que la información no se perdiera en los charcos.
Doña Estela le advirtió a Camila Esmeralda que mojarse de lluvia le provocaría fiebres incurables e hinchazón en la nariz, pero ya se había jartado los chocolates que Graciela le entregó como pago por concretar el mandado. Miró por la ventana preocupada y supuso que a Felipito no se le hincharía más la nariz, y sin vergüenza ante el primo de Morao, se levantó el vestido y le ordenó que entregara el papel arrugado. Felipito quiso más bien conservar el olor de Camila Esmeralda consigo y le propuso concretar la encomienda a cambio de una pantaletica suya; ella, confiada de que Morao seguía recibiendo las confesiones de Graciela, dejaba los mandados a mitad de camino cada vez que se levantaba el vestido en frente del curioso Felipito.

El día de la boda de Fabiola y Dominguito Blanco empezó con la llegada del festejo, los familiares lejanos y las decoradoras. Las chicas dormían y los esclavos operaban.
Hacía meses que Morao esquivaba el contacto con Graciela; por otro lado, Felipito reprochaba no haber prestado atención a las clases de lectura de su abuela Agustina.
Semanas antes quiso saber qué era lo que Morao recibía con tanta frecuencia e interrumpiendo su interés por las pantaleticas de Camila Esmeralda, se atrevió a preguntar qué contenido viajaba desde la habitación de Graciela. Camila Esmeralda no dio respuesta, pero Felipito no se iba a quedar sin averiguar nada. Quiso saber cuántas pantaleticas tenía, porque desde que la veía levantarse el vestido, no recordaba que alguna vez hubiera repetido la prenda. Camila Esmeralda no sabía ni el estimado. Felipito puso a prueba el conocimiento anatómico de la niña y tratando de recordar conversaciones relacionadas con la violación de Joana entre su madre y tías, despertó la intriga en Camila Esmeralda. Él le enseñó las tácticas del crimen en un viaje que sus dedeos palparon, pero no sus ojos. Ganas había en él, claro está.
Ya era la hora de colocar los centros de mesa y Graciela no dejaría pasar la oportunidad de hacerle frente a Morao, quería una explicación de por qué él había dejado de responder sus cartas. Él fue claro y, citando fecha y hora, le describió el último momento cuando recibió la última carta. Graciela no supo qué decir, enfurecida dejó caer uno de los centros de mesa y salió en busca de Camila Esmeralda. Por la mente la preocupación le decía que las cartas podían llegar a manos de sus padres. Camila Esmeralda no estaba en la casa. Graciela salió al patio, no estaba. Seguramente la habían enviado a hacer algún mandado al anexo de los esclavos.
Graciela tuvo que lidiar por cinco segundos con la carga de una desgracia el mismo día de la boda de su hermana mayor. Su reacción inmediata fue atrapar a Camila Esmeralda por el moño repleto de florecitas y arrastrarla hasta la casa, pero pensó mejor y no la arrastró. La indignación no la dejó ni siquiera dirigirse a Felipito.
Si alguien debía tomar una decisión era Fabiola. Se apareció en su habitación y les ordenó a todos salir. Con la mirada maquillada de ira y lágrimas de indignación, le dijo a Fabiola que acababa de conseguir a Camila Esmeralda con las pantaletas por los tobillos y un esclavo enfermizo que le duplicaba la edad le manoseaba las piernas.  Morao escuchó, aunque hubiera preferido no hacerlo. Salió desprendido del baño de la habitación de Fabiola donde acaba de depositar las últimas cajas de Whiskey. Sin darle tiempo a Graciela de advertirle donde estaba el esclavo de poca estatura y barriga colgante, retumbó la puerta con un golpe estremecedor.
El primero de los invitados llegaría cuatro horas más tarde, acabar con la vida de un desgraciado ingrato le llevaría a Morao apenas un minuto.
Agustina correteó detrás del celaje del bisnieto, precedido de los gritos de Graciela que fue alertando hasta al cochino que estaría danzando en una vara a media noche. Pipo soltó el antojo por las cervezas y cogió el machete para unirse a la marcha de Morao. Allá cayó un diente y por el otro allá se limpiaba Felipito la sangre. Agustina lloraba de nervios, Pipo pedía explicaciones, Joana se aguantaba los insultos de las hermanas que se quejaban del carácter compulsivo del bastardo de la familia.

Salieron de una en una las acusaciones hasta que Camila Esmeralda confesó inocente que él nada más le indicaba cuáles era las partes menos maltratadas en caso de violación. Pipo dio clausura al juicio con dos planchazos en la espalda de Felipito propinadas con la hojas del machete que le hiso llorar a la piel gotas de sangre.
Sin derecho a decir palabra alguna, Felipito fue trasladado al establo y amarrado hasta que se acabara la fiesta.
Gracias a Dios daba Agustina de que los patrones no estuviera presentes, pero por respeto a la negra líder a cargo de la casa, todos, en especial Camila Esmeralda, juraron silencio por lo menos hasta que la celebración hubiera acabado.
En una celebración donde los Iriarte bendecían la unión con los blancos, los únicos esclavos libres de la Guayana tuvieron sus momentos para codearse entre los blancos, los ricos, los burgueses y no sentirse animales de carga; pero Felipito les dejó un mensaje previo para que comprendieran que mientras pagaba su penitencia en el establo, en San Félix y Tumeremo, servían a blancos dos negros de ojos verdes que él había confundido con Morao mientras se trasladaba de una fábrica a otra. Maldijo a los blancos por violar esclavas y gozar de libertad. Maldijo a la tía Esmeralda por desnudar a Morao e ignorarlo a él, que se había puesto a disposición. Nadie lo escuchaba, por supuesto. Los invitados bailaban y los esclavos servían. Morao escuchaba reenamorado las confesiones de Graciela y se contenía por no besarla en frente de todos… hasta que ya no pudo.
El calipso interrumpió la nota, los que bailaban intentaban no caer, los sentados se preocupaban por no perder la vista. Los más ricos se fueron primero, los menos ventajosos les siguieron, los murmuradores se encontraban en una situación difícil.
En una sociedad donde la tradición opresora tenía más valor que el dinero mismo, los Iriarte no tenían más remedio que declararse en bancarrota tras perder toda sociedad. Las fábricas siguieron funcionando en Puerto Ordaz y Santa Elena, lo demás se perdió con el conjuro de envidia de Felipito.
Fabiola nunca más regresó a Upata, Maria Estela decidió no casarse sino cuidar de Camila Esmeralda hasta su madurez; Graciela no estaba dispuesta a abandonar las ganas de amar que Shakespeare le había enseñado ni don Casimiro a hundir a su hija en la frustración de crecer amargada.
La finca siguió de pie a pesar del repudió y los chismes que acusaban a todas las niñas del pueblo de tener relaciones ocultas con negros e indígenas que Felipito fue revelando y regando.
Ambas familias continuaron juntas en Las Amapolas hasta que la penúltima de los Iriarte en Upata entregó su apellido a cambio de la protección que su marido esclavo le concediera después de regalarle la dicha de conocer la maternidad.

En una familia donde lo común no era ordinario, empezaron a romperse las tradiciones que resonaban desde la ciudad capital con la unión de una niña blanca y un negro esclavo que tuvieron hijos de ojos verdes, herencia de un blanco vagabundo que le desgració la vida a su madre negra.